|
Editorial
La voz de la filosofía en la conversación
de la universidad
La universidad como institución, con sus
estatutos y reglamentos, jerarquías y competencias, no es
un ámbito adecuado para una ‘conversación’,
en el sentido que Oakeshott [i] y después
Rorty [ii] dieron a esta palabra cuando hablaron
de la ‘conversación de la humanidad’: un intercambio
horizontal entre diversas voces, tan delicioso como inconclusivo,
irresolutivo y, en consecuencia o en apariencia, inefectivo, pero
al que uno da el valor de “el más grande de todos los
logros de la humanidad” y el otro considera “el contexto
último dentro del cual se debe entender el conocimiento”.
Con todo, la universidad es lugar de encuentro de diversas actividades
y voces, científicas, artísticas y técnicas,
aunque con predominio de las prácticas: civilizada disputa,
al menos en el deber del ser de sus regulaciones expresas y tácitas,
en la que se compite o concursa, se pugna y se impugna sin puños,
por el reconocimiento académico, presupuestario y político,
que luego se proyecta y en los mejores casos se convalida en el
conjunto de la sociedad y aún de la humanidad; por ello,
si bien no es sede de conversación, la universidad como en
general toda la educación es, o debe o debería ser,
más allá de la estricta capacitación profesional,
preparación para participar en la conversación. La
‘conversación de la universidad’ es, pues, o
se entiende como una metáfora o, quizás sea una expresión
vaga para un realidad difusa en la que sin contrariar lo puramente
institucional, incluso animados por el espíritu de la institución,
se dan contactos informales tendientes a mejorar su desempeño;
esto es, aparte del ‘conflicto de las facultades’, y
también aparte del diálogo y la colaboración
fecunda que se manifiestan tanto en seminarios interdisciplinarios
como en nuevas disciplinas y carreras, se deja (o se debería
dejar que se deje) entrever el regocijo de una conversación
en la que brillan por ausentes la voluntad de dominio y la voluntad
de verdad, donde no se trata de tener el mando ni la razón.
No hay peligro de que nos quedemos a vivir allí, la vida
misma nos traerá al cabo de un breve intervalo a satisfacer
sus necesidades inmediatas y mediatas, urgencias y adornos, en el
prosaico mundo del trabajo y el dinero, pero no hay dudas (digo:
yo no las tengo) de que la vida sería más pobre sin
esa visión, acaso borrosa y seguramente irreal.
Pero si tal es la conversación, ¿cuál es la
voz de la filosofía?, ¿quién le ha dado vela?,
¿qué tiene que decir? Los susodichos filósofos
(y con ellos algunos más) coinciden en decir que la filosofía
no tiene nada que decir, las velas que luce son prestadas y los
vientos que la impulsan vienen de otra parte y van a otro lugar,
en suma que su voz es ninguna, o no es ‘propia’, pero
como el cero en la aritmética contribuye a fijar el valor
de las otras cifras ella contribuye a marcar el tono de las otras
voces. A esta característica puramente negativa, análoga
a la dignidad del hombre en el Discurso de Pico de la Mirándola,
la filosofía debe su propia dignidad, y por añadidura
las disputas en las que se acostumbra verla envuelta, por ejemplo,
si debe reinar en el conjunto del saber y la cultura, o por el contrario,
si debe enseñarse en esta o aquella facultad, porque se supone
que es o pudo ser sierva de la teología, o de la ciencias
naturales, o del derecho, etcétera, o que está mejor
cerca de las letras o es óptima en su vinculación
con las matemáticas o con la jurisprudencia. Estériles
agonías, dado que cuando la filosofía en la confusión
del combate reclama los atributos de la verdad única y exclusiva,
y enarbola dogmas y doctrinas, deja de ser ‘verdadera filosofía’,
ya que ésta en su eterno vaivén se niega consuetudinariamente
a cristalizar y se la puede describir con sintagma joyceano como
indefinido work in progress. Pero este ir y venir simbólico,
tensión semejante a la del lenguaraz que va y viene de una
lengua a otra, intermediario entre mundos no siempre y no del todo
conmensurables, pinta con suficiente nitidez el papel de la filosofía
en la conversación de la universidad –mejor dicho:
en las conversaciones entre universitarios (alumnos, egresados,
docentes, no docentes)- y su importancia en la formación
de todos aquellos que aspiran a participar en la conversación
de la humanidad. Ni reina ni sierva, sin voz propia pero con suficiente
pericia en más de una voz ajena (entre ellas la voz ordinaria
del sentido común) que le permite verter una en otra, cualquiera
sea el grado de indeterminación de la traducción,
como para permitirse ser considerada par entre pares, sin pretensiones
de supremacía y sin sumisa genuflexión, le cabe distinguir
los diversos discursos, describirlos y en ocasiones armonizarlos,
reconocer superposiciones, procurar que todos sean escuchados, y
no le cabe en ningún caso suprimir uno o privilegiar otro
invocando presuntas razones filosóficas. Ya que estas, cuando
proceden así, son apenas máscaras no siempre deliberadas
de alguna razón o interés de otro tipo. Queden entonces
estas anotaciones, como tienen que quedar, en los márgenes
de la conversación o, tal vez, en los márgenes o intersticios
de la universidad, en esos surcos liminares en los que germinan
semillas de una y otra
Daniel Vera
Profesor de la Escuela de Filosofía
– FFyH. Universidad Nacional de Córdoba
i. Oakeshott, Michael, La
poesía en la conversación de la humanidad
(1959).
ii. Rorty, Richard, La filosofía
y el espejo de la naturaleza, Tercera Parte, Capítulo VIII,
Inciso 5 (1979)
|
|