El amor preceptor | María Moreno

Compartimos la conferencia completa que brindó María Moreno cuando recibió el Doctorado Honoris Causa de la UNC, el 23 de septiembre de 2025.

No al veto, es la frase imprescindible, mantra político que me impide empezar por el cantado GRACIAS ante el honor que se me confiere y antes de que el síndrome del impostor me haga sentir como el personaje de aquella vieja película nacional titulada Cristóbal Colón en la facultad de Medicina protagonizada por Pepitito Marrone (ya hablaré de esto a su tiempo). Honoris causa –vengo con mis cucardas– orgullo disca, columna monstri, cronista todera –el autodidacta no es el que aprende de sí mismo sino el que elige sus maestros, me sopla Germán García–. Los míos son Rodolfo Walsh de quien hablaré mañana y Enrique Raab, declarado marxista miembro del PRT hoy detenido y desaparecido y que, por esas mitologías tan argentinas como que Gardel era uruguayo y Cortázar, belga, era vienés. En realidad tendría que agregar a Miguel Brascó pero tengo miedo de que su fantasma me venga a tirar de los pies.

Y en el GRACIAS aparece un sentimiento de culpa. ¡Sombra terrible de mi madre voy a evocarte! De origen pobrísimo, como escrito por Edmundo Damicis, casi la estoy oyendo decir “¡honoris causa, qué barbaridad!, ¡honoris chanta debían darle! ¡Si se pasó veinte años sentada en bar, debe ser que tiene una cuña con los cordobeses! A continuación la veo la saga competitiva de sucesivas imágenes: la débil luz de una vela en la pieza de conventillo que compartía con sus padres, la ayuda del carnicero para hacer las cuentas en la primaria, la falta de dinero para solventar los  gastos de un vestido blanco, destinado a formar parte de una coreografía del arco iris en un acto escolar, entonces le pusieron una camiseta, el ingreso a Exactas donde desaprobó medicina, pero se anotó en química, la ayuda de los profesionales judíos del barrio Once que la llamaban Ruth la moabita porque pertenecía a otra tribu, conocer el mar a los treinta años. Por fin el deseado título de doctora. “Dra. Forero” lo hacía sonar como un latigazo. Andaba siempre en guardapolvo por si la confundían con médica o maestra. Porque también adoraba enseñar. Hizo de un lavavidrios comunista un químico empírico, a un Papa y a un gremialista pistolero que aparece dando testimonio en ¿Quién mató a Rosendo? Mi madre lo vio con ametralladora en ristre cuando vino a intervenir Bromatología durante el gobierno de Cámpora. Ella que fue su jefa intervenida le enseñó los términos profesionales que él debía usar en los discursos, lástima que en vez de PH dijo HDE P.

Mi madre usaba la ropa vieja y mal combinada de sus amigas para que, cuando dijera su origen profesional en alguna fiesta, diera el golpe. Cuando me psicoanalicé me lanzó el panfleto de su causa. “No hay inconsciente, hay microrganismos”.

Hace poco la busqué internet. Decía directora de Bromatología de la Municipalidad de Buenos Aires de tal año tal año y su tesis “Determinación polarográfica del contenido de cobre en agua y otros contenidos cloacales”. Perdoname mamá pero no me da la cabeza.

¿Dije Walsh, Raab? Muchas veces me pregunté por qué no formé parte de ellos. Si no me las había arreglado para sobrevivir mediante la coartada de no darles la razón. O si esa especie de azar que me había ubicado en la universidad bohemia de los bares, en lugar de la que iniciaba en la disidencia y la politización a ritmo de ráfaga, me había diseñado un destino alejado de la militancia, ese donde las palabras, al menos en la imaginación, eran acompañadas por las armas. Aquí y allá, escuché las oratorias incendiarias y la escolástica combativa que se llevaban con el cuello Mao o la guayabera de bordado industrial. Me intimidaban pero había algo en ese “nosotros” que me tentaba sin decidirme. “Si no puedo bailar no me gusta tu revolución”: esa frase de Emma Goldman me hubiera tranquilizado de modo precario pero aún no la conocía.

Como tantos había recibido el impacto de la revolución cubana a través de un coctel cuyos ingredientes eran el autoestop de Simone de Beavoir, los empleos informales y los libros del Centro Editor de América Latina. Mis padres –él era ingeniero– habían iniciado en sus familias de origen la primera generación de profesionales. Yo podía pasar de largo por las puertas de la universidad sin que el ascenso de clases se volviera reversible. Es decir, porque ella pudo, tuvo ese derecho y ejercerlo fue su lucha, rechazarlo fue mi privilegio. Cuando me mudé a un ph en refacciones me dijo “ahora vivís en el lugar del que yo tardé treinta años en salir”.

¿Y del amor preceptor qué? Acostumbrada a escribir en el momento como todo cronista y sin tener una idea en la cabeza le tiré a Luis Ignacio García El amor preceptor como título de esta charla. ¿De dónde me venía esa idea? Cuando ganó Axel me dí cuenta de que era una profecía; su eterno aspecto de estudiante un poco mayor que los militantes jóvenes, tan por sobre él al que nunca contestó los agravios, tan centro de estudiantes, tan natación en las horas libres ¿un preceptor? Estaba leyendo la novelita de Aira, El pensamiento, donde cuenta las memorias de infancia en ese pueblo. Tenía siete años y le pusieron un preceptor para que lo preparara para ingresar a la escuela de Coronel Pringles, lugar a donde se mudaría con su familia. El preceptor, un joven apocado y de sombrero a perpetuidad se encerraba todas las tardes en su cuarto a escribir. El educando, que no advertía en él alguien muy letrado y de muchas luces, lo interroga. Es que escribía cartas a sus padres y como estaba enojado con ellos porque lo obligaron a alejarse de su casa (él era de Coronel Pringles) para trabajar, les contaba detalle por detalle lo que hace día por día. “Pero eso es larguísimo, imposible” dijo el educando con la candorosa literalidad de los niños. “Oh no, no se cuenta todo, una sola palabra puede describir una escena, hay alusiones, sugerencias”. El preceptor le ha dado al niño Aira la primera lección de literatura.

El otro día salió en internet que en El pensamiento quedan solamente cuatro familias, la de un ex mecánico y dos jubilados. Si sigue así va a desaparecer. Pero está entero, pujante en el libro de Aira, que ya escribió más de cien.

Yo encontré mi amor preceptor en Germán García a quienes le dieron en esta misma casa el Honoris Causa del que tenía un orgullo tal que persiguió a sus amigos de la UBA, que Córdoba era la más antigua, que las baldosas, que primero los jesuitas, que Juan José Paso…

Publiqué en Literal, la revista que él había fundado con Luis Gusman –más otros nombres que se alternaban por períodos–, lo primero que escribí como ficción: era un texto llamado La asunción. Lo firmaba “Cristina Forero”.  “Es la asunción de tu nombre y de la literatura” dijo German. Así me fundaba un porvenir. Me gustaba esa revista que hacía suyo el axioma de que en literatura la sangre sólo sirve para hacer morcillas, alejándose del almabellismo de la literatura comprometida. Mientras tanto hice un curso sobre Lacan con él. Si mal no recuerdo, el primero que armó.

Recuerdo en cambio su manera de enseñar concentrando todo en el mismo gesto: leer, pensar, enseñar, publicar. Cuando la sangre se derramó cada vez con más fuerza de las morcillas para dejar de ser metáfora, llovieron sobre los lacaneanos ciertas acusaciones: la de sustraer los cuerpos a la política para invertirlos en instituciones obedientes, colonizadas por el barroco e irresponsable, por el buceo en el inconsciente, de interpretar la historia en términos burgueses e inocuos (¿cómplices de los verdugos?) del complejo de Edipo. Ojalá el lacanismo estudioso y analizante hubiera tenido la capacidad de sustraer cuerpos a la muerte para ponerlos a reflexionar sobre el goce.

Los grupos de estudio de las obras de Lacan que hizo Germán García, al principio, en unas oficinas de Fogwill, fueron de los tantos actos de resistencia civil durante la dictadura. Allí se podía interrogar lo que la política había puesto entre paréntesis –su vínculo con la subjetividad y el deseo. Pasaron por ahí Eduardo Grüner, Omar Chaban, Emeterio Cerro, Eduardo Fernández, destinos bifurcados con la memoria de esa voz siempre firme aunque belicosa. El amor preceptor es el del semejante con un más de experiencia en saberes imbenditos. Puede ser el de quien pasa los primeros libros prohibidos, el que sabe leer en nuestro deseo y predica con el contra ejemplo, como la querida Lohana Berkins, desaforida travestiarca, o con José Sbarra sus noches y su plástico cruel. No transmite autoridad como el maestro. O la autoridad rompe sus propios términos “La práctica de autoridad –dice la feminista María Luisa Muraro– consiste en que una persona «hace crecer» a otra con los conocimientos que posee pero, a diferencia del poder, la autoridad no se impone, se reconoce. La persona interesada es quien tiene que reconocer la autoridad, no se puede imponer ni obligar, debe surgir libremente”. La autoridad,  es relacional , entre nos y no entre vos y yo-yo.

El amor preceptor no se sublima se vive, se toca, se acaricia. Puede estar en la institución pero viviéndolo como fuera de esta. Y ahora termino de improvisar. Váyanse si es que ya no se han ido, Y antes de compartir en la marcha el “no al veto” besen a quien no se atreven todavía a llamar “preceptor” –esa palabra tan antigua– pero sí “amor”. Y otra vez GRACIAS, MUCHAS GRACIAS.