Editorial. Por Gustavo Cosacov

La condena a Menéndez, un triunfo de la voluntad democrática

 

“Los derrotados, los que padecieron directamente la ignominia de la tortura, la monstruosidad de la desaparición, el robo de niños, la prisión, o indirectamente el exilio o el silencio forzado, han sido la fuente de energía de todo este derrotero hasta llegar al juicio. No hay ningún general victorioso en la batalla judicial. Aquí se depone la crítica de las armas y sólo se permite la entrada de las armas de la crítica.”

 

Cuando un general conquista un territorio y lo incorpora a una nación, es posible que la sociedad no pregunte demasiado por la legalidad de los títulos de posesión para beneficiarse con el botín. Las ciudades del mundo están pobladas de estatuas para los conquistadores. Pero la sociedad que mediante ese olvido voluntario se beneficia con la destrucción de otros pueblos y naciones, caerá en la paradoja de la guerra perpetua que sólo concibe la paz como tregua. Aunque sea una vergüenza de lesa humanidad, es preciso reconocer que el mundo está conformado hoy por la sangre acumulada y la mentira asumida durante siglos. Por ello no causa escándalo público la erección de tales monumentos, la concesión de medallas y honores a tales hombres y sus gobiernos.
Pero cuando un general que conduce acciones cuya meta declarada es instaurar un orden democrático, constitucional, respetuoso de las leyes y tratados internacionales, intenta realizarlas mediante métodos criminales declarados tales no sólo por la moral, sino incluso por el orden jurídico vigente durante la realización de sus actos, no se puede comprender la sorpresa e indignación que afirma padecer cuando es ese orden el que lo juzga como asesino, en lugar de otorgarle un tratamiento de soldado heroico.
La comparación sólo tiene como objeto mostrar la paradoja aparente en la que estaría prisionero el discurso de Menéndez. Esta paradoja aparente fue expresada por él mismo mediante la retórica simulación de sorpresa por no recibir, en su calidad de soldado victorioso de la patria, alabanzas en lugar de vituperios de la sociedad y acusaciones ante los jueces de la Constitución.
La paradoja en la que está atrapado el discurso de Menéndez, es que él está actuando como subversivo cuando desconoce al tribunal y a todo el sistema democrático vigente, diciendo que esos subversivos que él combatió, ahora tomaron el poder (respetando la Constitución y las leyes).
Torturar, matar y hacer desaparecer todo registro de las personas; hacerlo de manera sistemática y masiva desde el gobierno usurpado, es para el ahora ex General, un acto digno de encomio. Supone que es necesario validar la acción llevada a cabo con métodos prohibidos sin excepción por la ley penal vigente en el momento en que las ejecutó.Pero su ideología es la doctrina de la Seguridad Nacional, una aplicación concreta de la recepción totalitaria de la doctrina schmittiana del Estado de Excepción. Esta ideología supone que es posible defender un orden desde afuera de las normas fundamentales de dicho orden. Sobre todo si desde afuera significa que el supuesto defensor de ese orden queda sustraído de responsabilidad ante el mismo. La ideología de Menéndez no es ni republicana, ni democrática, ya que él participó y participa todavía de una visión del mundo en la que los hombres y  las mujeres pueden ser hollados, mancillados, dejados en manos de verdugos, para que en su pequeño ámbito puedan ejercer un poder absoluto sobre el otro o la otra vencidos, ya reducidos en su potencia militar, o militante.
Como en la famosa paradoja del mentiroso, si Menéndez miente y en realidad no quería la democracia, merece las consecuencias de la responsabilidad penal. Y si no miente y sí la quería, entonces merece idéntica sanción. Precisamente la derrota de la entonces incipiente voluntad de revolución social, lograda con métodos criminales de carácter masivo, es lo que hace que su presunta “victoria militar” sea algo infame, privado de cualquier fundamento moral. Sus víctimas, por el contrario, han nutrido con dolor no mensurable la apertura de un horizonte en constante renovación ética.
Los que fuimos parte del campo que Menéndez y el estado terrorista demarcaron como enemigo, es que aquello que no consideramos de gran valor entonces como único método aceptable de legitimación de las decisiones colectivas,  la democracia,  es lo que nos permite ahora participar en libertad en la vida de nuestras comunidades. Es la forma Estado Social de Derecho, la que permite que sea a través de una legalidad jurídica, políticamente legitimada en el marco de la Constitución, la instancia que declare la existencia, el significado y el alcance de las acciones realizadas por los acusados en ese juicio.
Ciertamente el nombre Estado Social de Derecho deja de ser una simple tautología (ya que en un sentido todo estado es sociedad y es orden coactivo) para pasar a ser un nombre que se refiere a una concepción política. O mejor, meta política, toda vez que los que la adoptamos no tenemos que acordar con una política determinada, sino con un modo de crear y hacer perdurar un ámbito de convivencia para que la vida política sea posible.
Los derrotados, los que padecieron directamente la ignominia de la tortura, la monstruosidad de la desaparición, el robo de niños, la prisión, o indirectamente el exilio o el silencio forzado, han sido la fuente de energía de todo este derrotero hasta llegar al juicio. No hay ningún general victorioso en la batalla judicial. Aquí se depone la crítica de las armas y sólo se permite la entrada de las armas de la crítica.
Debería darse cuenta Menéndez que el triunfo lo encegueció y que a los derrotados les abrió los ojos. Pero no se lo castiga por su manera de pensar, sino  por lo que efectivamente hizo y mandó hacer en casos concretos; hechos que fueron probados en el juicio en el que fue condenado a prisión perpetua.
La condena a Luciano Benjamín Menéndez  es en su aspecto histórico-político un hecho singular. En la forma jurídica, en cambio, se presenta como un caso, con todos los recortes que implica y con todos los rituales y rutinas de una organización de jueces y funcionarios que ocupan los roles asignados por un sistema complejo de normas y prácticas, para hacer condenable lo que se piensa no debe quedar impune. Se ha hecho notar durante el juicio que no hubo ni un solo acto de venganza por parte de las víctimas o sus allegados. La venganza es esencialmente lo antipolítico. Ha primado en las víctimas de los crímenes un sentido de justicia que es político, ya que implica la decisión de someterse a la ley para que se juzgue y se condene.
La condena adquiere su mayor significación como un compromiso con el presente para denunciar la existencia, si bien larvada, de ese mismo poder absoluto sobre la vida, los cuerpos, los sentimientos de los seres humanos en cientos de comisarías, cárceles, manicomios, institutos de menores. Y a esto lo digo con cierto pesimismo ya que sobran ejemplos de oportunismo ético cuyo común denominador es sumarse a un coro entusiasta que olvida de qué manera los crímenes de la dictadura no son solamente responsabilidad de los carniceros sino de una sociedad muy parecida a la actual que otro asesino como Menéndez, Emilio Massera, ha llamado “patria veleidosa”.
Coincido con aquel que reflexiona sin dejarse arrastrar por un ilusorio entusiasmo al decir: “no somos mejores como sociedad por estas condenas a los criminales genocidas... pero seríamos peores si no los condenamos”.

Por Gustavo Cosacov
Docente de la Escuela de Filosofía - FFyH

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