Historias y personajes

Don Gea, el hombre de la mano extendida

Su bunker era un pequeño local del primer piso del Pabellón Francia. Allí guardaba sus escobas y lampazos, vendía sus apuntes y le ofrecía una sonrisa y un mate a cualquiera que llegara. Pero más que su amabilidad, los que lo conocieron recuerdan su corazón generoso y solidario. Trabajó como no docente durante 35 años y su recuerdo seguirá vivo por muchos más.




La Facultad de Filosofía y Humanidades tuvo la suerte de contar con gente como José Gea, o Don Gea, como lo recuerdan todos; uno de esos fuegos que, como dice Eduardo Galeano, arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca... se enciende.

Cuando él murió, el 7 de setiembre de 1999, quienes no lo conocieron preguntaban quién era “el profesor Gea”, que motivó una declaración de asueto en la Facultad y que con su ausencia provocó tanta desazón entre tantos. Pero “Don Gea”, en realidad, era un no docente que trabajaba como ordenanza y que además atendía el local de apuntes en el primer piso del Pabellón Francia, donde durante muchos años funcionaron en forma conjunta las escuelas de Ciencias de la Educación y Psicología.

“Don Gea”, también, era el hombre que sabía el horario de cada docente, el nombre de cada alumno y el día de atención de cada cátedra; el hombre que tenía su mano siempre extendida para hacer un favor o para ofrecer un mate dulce a cualquiera que llegara; el hombre que conocía como nadie las entrañas de estos pabellones y que con sus modos y maneras marcó parte de la historia de esta Facultad, donde trabajó durante 35 años, y aún después de haberse jubilado.

“Era un tipo especial, solidario, dispuesto, servicial al máximo. Siempre se adelantaba a cualquier requerimiento. Además, era cálido, afectuoso y atento...”, cuenta la secretaria técnica de Ciencias de la Educación, Leonor Biasutti de Richelli, una de las personas que más tiempo compartió y mejor lo conoció. “Ya han pasado varios años y todavía lo extraño”, confiesa Leonor, mirando de reojo esa foto “del Pepe” que gobierna su oficina, ubicada en forma estratégica sobre una pared y compartiendo el protagonismo con otra de María Saleme de Burnichon. No es para menos; cuando Leonor ingresó a la carrera, en 1969, Don Gea ya vendía los apuntes.

Albañil, ordenanza y copiador

En aquella época preparaba los materiales de estudio para los alumnos con un mimeógrafo. Los hacía en su casa, durante la noche. No en la Facultad porque sostenía que no se debían usar los insumos de la Universidad para esa tarea. “Decía que a la Universidad había que darle, no sacarle”, recuerda su hijo Normando, que tomó la posta de la impresión de apuntes cuando Don Gea se enfermó y además trabaja en el área de Posgrado y en la Editorial de la Facultad.

Años antes del mimeógrafo Don Gea manejaba “un enorme aparato similar a un proyector -según recuerda su hijo- en el que pasaba los materiales de estudio que existían en formato de película”. Años después del mimeógrafo, a medida que la nueva tecnología se fue haciendo accesible, comenzó a usar la primera imprenta (dicen que tenía una habilidad única en la mano izquierda para separar las hojas y así evitar que se quedaran “pegadas”). –Su lugar siempre fue el pequeño local del Francia, en el primer piso a la derecha, donde vendía los apuntes y también guardaba, detrás de la puerta, sus escobas y lampazos.

El “pequeño gran hombre” que marcó a muchos de los que pasaron por la Facultad trabajó desde muy pequeño y casi hasta su muerte. “Todo lo que tuvo en la vida le costó mucho esfuerzo”, cuenta Normando. Hijo de un español escapado de la guerra, José Gea fue el único varón de siete hermanos y desde muy chico trabajó junto a su padre para mantener a la familia.

En los alrededores de Santa Rosa de Calamuchita, donde vivió siendo un niño, trabajó en la quinta de papa de su padre y también en cortaderos de ladrillos. Después hizo lo mismo para mantener a su propia familia, combinando la albañilería, por la mañana, con el trabajo como no docente, a partir de las 13.30.

Con lo que ganaba en la construcción, los sábados y domingos hacía su propia casa, que levantó con ladrillos cortados por él. Allí vivió con su mujer Elena y juntos criaron a Normando y Graciela. “Hizo absolutamente todo, desde cavar los cimientos hasta poner la tapa del tanque”, precisa su hijo al recordar la casa paterna ubicada en el barrio Ciudadela.

También se daba algunos gustos. Como le encantaban la pesca y el boxeo, “cuando podía se enganchaba para ir al río o a algún lago, y también miraba las peleas por televisión”.

Bien informado y solidario

Tal vez en su humilde trato con la tierra y el agua cultivó esa sabiduría poco común que lo caracterizaba: la de advertir que la mayor riqueza no es tener sino dar. Por algo es tan querido y respetado por todos. Incluso los que se fueron hace muchos años, que aún hoy vuelven y preguntan por “Don Gea”.

“Muchísimos chicos que se recibieron tiempo atrás vuelven a saludarlo. También gente que se fue en el exilio y vive en otro país, hoy viene y pregunta por él. Eduardo Remedi, por ejemplo, anduvo por acá y cuando vio la foto de Don Gea me pidió una copia para llevarse a México”, cuenta Leonor, todavía conmovida por aquellos gestos “del Pepe” (o “PP”, como le gustaba firmar su notas) que lo revelaban como un hombre de corazón ancho y generoso.

“Cuando había concursos docentes que terminaban muy tarde, él se quedaba hasta el final. Yo le decía que se fuera porque su horario terminaba a las 20, pero él se quedaba hasta cualquier hora para acompañarme”, recuerda su amiga y compañera de tareas.

“Don Gea conocía todo lo que pasaba en Ciencias de la Educación y Psicología y podía dar respuesta a cualquier pregunta”, agrega María Caglieris, docente del Mope y también apegada al recuerdo de Don Gea. “Él era el mejor enlace entre las cátedras y los alumnos; más confiable que un transparente”, comenta admirada. Y agrega: “Hasta armó parejas y fue ‘consejero espiritual’ de muchas mujeres que pasaron por acá”.

Algunos de los que lo conocieron dicen también que Gea fue el primero que tuvo la llave de algunos de los edificios que hoy integran la Facultad. Dicen que él fue quien abrió la puerta de tal o cual pabellón, en una especie de acto fundacional. “El comenzó a trabajar cuando todavía la Facultad funcionaba en el centro -recuerda Normando- y cuando se hizo el traslado a la Ciudad Universitaria la mayoría de estas tierras eran puro monte. La avenida Medina Allende, por ejemplo, era un gran barranco”.

Parte de la historia

Desde aquella época y hasta que se fue Don Gea conquistó un lugar de privilegio en los sentimientos de mucha gente y en la historia de la Facultad. De hecho, en el momento de su muerte la entonces decana Ana Alderete firmó una resolución de declaración de asueto que dice: “Su presencia, su palabra afectuosa, su cálida disponibilidad, su sentido de pertenencia permitieron contarlo como apoyo solidario y permanente frente a las dificultades cotidianas, siendo partícipe asimismo de los momentos gratos vividos en esta institución”.

Los que más lo conocieron dicen que Don Gea “tenía una apariencia frágil, pero era fuerte como este pabellón”. Así enfrentó el cáncer que apareció un día de noviembre de 1992 y peleó contra él hasta la primavera de 1999. Tan duro peleó que siguió trabajando hasta poco antes de su muerte. La última vez que pisó la Facultad fue el 15 de junio de aquel año. Tenía 71 años.

Hoy descansa en un cementerio de campo, rodeado de pircas y en el medio del monte, a unos 20 kilómetros de San José de la Quintana, en el departamento Calamuchita.

A su partida, Martín Parejo, también no docente (hoy en la Facultad de Psicología) y amigo de Don Gea, le escribió una carta abierta: “Si alguien me pregunta qué recuerdo de vos, hablaré de tu picardía, de tus chistes, de tu inteligencia, de cómo te asombrabas cuando venías al laboratorio y te parabas ante una computadora, de los mates que no negabas nadie, de las largas horas de charla, de tu confianza en la gente para fiarle un apunte ya que decías que era más importante que lo tuviera así podía estudiar; me asombraba tu memoria y sobre todo recuerdo la gran sonrisa que esbozabas cuando hablabas de tus nietos”. La misma sonrisa que hoy, cinco años después de su muerte, esbozan todos los que disfrutaron de su amistad y su compañía.