Aún no acabo de leerla, pero me gustó mucho.
Hay buen material para trabajar, discutir y pensar.
Nos hacía falta este espacio.
Gracias
Mariel Castagno
Quiero expresar mis más fervientes felicitaciones a Silvina Issa desde Madrid, España, de un viejo amigo que lamenta el no poder haber estado en el concierto.
Un saludo
Dr. Esteban Lávaque
Muy buena (la revista). ¿Cómo hago para subscribirme?
Marcelo Quiroga
lobo_cauteloso_ar@yahoo.com.ar
A propósito del motín en la penitenciaría de San Martín
La transferencia
Abrió su puño y resopló con resignación. Por un instante tuvo la esperanza de ser libre. Una flor que brotaba en su pecho, le hacía sentir que había encontrado otro camino hacia la libertad.
Desde que tenía memoria, su vida estaba rodeada de violencia.
Su madre de catorce años no supo cómo criarlo. Aplicó los mismos métodos que sus padres aplicaron con ella: los golpes. Para el sí y para el no, para cuando lloraba por hambre o sed, y para cuando gritaba mientras fue violada por su padrastro.
Esta cadena de golpes y sufrimiento se extendió a medida que crecía con sus hermanos más grandes y sus amiguitos de la villa.
El mundo para él comenzó a expandirse y se dio cuenta que también podía aplicar la rigurosidad recibida, a los más pequeños o más débiles que le rodeaban.
Podía vengarse.
Vengarse de su madre violenta que tantas veces lo había golpeado “porque sí”; y de esos malditos que temporariamente la acompañaban y que le daban vino o cigarrillos mientras intimaban con su madre promiscua, pero que nunca le dejaban que los llamara papá.
Vengarse de sus hermanos más grandes. Con su primer golpe de puño cerrado a su vecinito indefenso, sintió un placer especial: se sintió grande, se sintió poderoso, se sintió dominador. Descubrió que todas las vejaciones de las que había sido objeto podía descargarlas, transferirlas hacia otros.
Así aprendió también que podía por esos medios lograr objetivos. Pequeños, finitos, pero importantes para un niño que no tenía ni para comer.
Aprendió que con un empujón podía tomar otra ración de leche. Que con un golpe podía obtener unas zapatillas y que con un cuchillo una bicicleta.
Ya en la escuela se dio cuenta que peleando cada pelota con los pies y los codos, era reconocido como un gran jugador, que todos lo querían tener en su equipo y que los defensores se le hacían a un lado.
Sin darse cuenta y siguiendo los ejemplos que tenía para imitar fue adoptando una personalidad temeraria. Hasta la maestra le temía.
La integración escolar le hizo conocer otros compañeritos que tenían cosas que él no tenía. Una familia, una casa, un auto, una moto. La mala junta que lo rodeaba le decía que no se preocupara y le daba lecciones de como obtener esas cosas.
Su primeras monedas las consiguió cuando su hermano le pagó para que entrara a robar a una casa por una pequeña ventana por donde solo él podría pasar.
Qué fácil fue. Para celebrarlo hubo cerveza, choripán y un frasco de plástico con un contenido aromático agradable.
En el medio del festejo un patrullero los llevó a todos y los depositó en el precinto policial. Todos a la jaula, previa pateadura y golpes en el hígado y los riñones, a compartir con ladrones, con los asesinos y los trabas. Sin huellas de castigo pero con mucho dolor interior, apoyado en la fría reja, alimentaba su sed de venganza cada minuto, por su impotencia para defenderse, y para defender a su barra de los golpes y del maltrato policial. Se sintió realmente un león enjaulado.
El alcohol y la fana lo dejaron dormido maldiciendo ese momento y ansiando salir para vengarse.
Ya en la calle limpió vidrios y recibió centavos de manos del propietario de un reluciente auto nuevo. “Qué miserable este payaso de traje y corbata en ese autazo que me dio solo diez centavos, si lo agarro lo mato”, decía. Ahí nomás paró otro hermoso auto nuevo donde el conductor iba acompañado de una linda chica que jugaba con dos bonitos niños. Al verlos pensó: “eso será una familia, de que se ríen?”.
Su primer robo a mano armada fue a una familia, esa que nunca tuvo y que apenas refirió cuando alguien hablaba de su madre ramera, su padre desconocido, sus hermanastros ladrones, su tía mechera o su tío violador. Cuando gatilló ante el hombre que lideraba esa familia, gatillaba contra el padre que nunca tuvo y contra la familia que tal vez hubiera querido tener.
Zafó esa primera vez, y fue como aprender a andar en bicicleta. Tuvo otra pequeña venganza contra la vida y contra todos y transfirió su angustia y dolor a otros. Sintió una sensación rara. No escuchó la radio ni vio en la tele que hubo un robo y una persona había sido asesinada delante de su familia por un menor. Para qué si él estuvo allí. Fue un actor privilegiado. Sí lo comentó con los amigotes para darse dique, integrándose así al grupo selecto de niños asesinos que jamás serán condenados y probablemente jamás serán descubiertos.
Siguió cual Clyde Barrow en busca de su Bonnie. Robando y matando, cayendo preso cada tanto, y quedando libre al día siguiente.
Hasta que llegó la edad en que la condena fue efectiva. Reclusión perpetua. Prácticamente el resto de su vida en el penal. Un penal que era como volver a empezar. Era como su villa, la villa en que nació. Muchos matones, muchas ratas, mucha mugre, mucho olor nauseabundo y de nuevo la familia que no está.
Una púa en la garganta lo despertó, para recordarle que no debía matonear al hombre equivocado en el momento equivocado delante de los demás.
Después de la traqueotomía, despertó esposado a una ruinosa cama de hospital donde pasó días sin comer como en aquellos años en que las tripas silbaban por falta de sólidos. Días en que pensó cómo iba a ser su venganza.
Fue un duro toda su vida y en la cárcel siguió igual. Dio y recibió como en la calle. Pero siempre quiso irse antes, ya que sabía que no podía llegar vivo a cumplir su condena. Por su propio sentir y por el ajeno decidir no tenía futuro.
Un motín era la ocasión para intentarlo.
Lic. Juan Herencia
Vice-director de la Escuela de Archivología de la FFyH (UNC).