Entrevista a Hernán Arias

“No pretendo fundar una región literaria”

Con su novela “La sed”, Hernán Arias obtuvo el primer premio en el concurso provincial Daniel Moyano. Egresado de la Escuela de Letras de la FFyH, el escritor habla sobre su obra y define algunos rasgos característicos de su singular escritura. También expone sus gustos literarios en una entrevista realizada por Carlos Schilling, egresado de la Escuela de Filosofía y periodista de La Voz del Interior.



Hernán Arias ya publicó dos libros y se hizo acreedor del premio que otorga la Agencia Córdoba Cultura.

Sin bien Hernán Arias viene escribiendo desde hace varios años, su irrupción se produjo recién en 2004, con dos noticias. Primero, la publicación de “Los invitados”, en editorial Alción, una colección de relatos donde muestra de qué rara materia está hecha su voz única dentro del panorama de la literatura cordobesa actual. Segundo, la obtención del primer premio en el concurso de Novela Daniel Moyano, organizado por la Agencia Córdoba Cultura, con el libro “La sed”, un texto donde confirma esa singularidad de su voz literaria. La siguiente entrevista fue realizada mediante un intercambio de correos electrónicos. 

- “La sed” es una novela morosa, con una apuesta fuerte a la escritura y a procedimientos narrativos exigentes, ¿esperabas un reconocimiento tan inmediato como el premio Daniel Moyano?

- Digamos que no, pero también es cierto que la elección del concurso fue algo muy pensado. Precisamente por lo que vos señalás, no hubiera enviado esta novela a otro concurso. El “Daniel Moyano” reunía ciertas condiciones que me parecieron atractivas. En primer lugar, no estaba vinculado -de manera directa, al menos- a intereses comerciales. Los concursos organizados por las grandes editoriales premian siempre obras “vendibles”, claro que desde la idea extremadamente limitada que tienen los editores de lo que es una obra “vendible”: entendida siempre como “legible”, en el peor sentido de la palabra. En este concurso, en cambio, al estar organizado por la Agencia Córdoba Cultura, por un lado, y por la características del jurado, por el otro, pensé que se podían seleccionar las obras con un criterio estrictamente literario.  

- La novela transcurre en un espacio geográfico cargado de sentido: la Pampa Gringa. ¿Por qué ese lugar? ¿Y en qué medida tu biografía, el hecho de que hayas nacido en San Francisco, determina esa elección?

- Creo que frecuentar el campo a cierta edad resulta una experiencia extraordinaria. Se produce una eclosión entre la aguda percepción que uno tiene cuando es chico y el desconcertante paisaje de la llanura, en el que sólo encontrás silencio y quietud. Cualquier cosa que se mueve en la llanura te llama la atención porque modifica el paisaje. Cualquier sonido se oye con extrema nitidez, sobre todo cuando oscurece y sólo quedan algunos puntos de luz y lo visible deja de ser importante. Cuando era chico y caminaba por el campo siempre tuve la impresión de estar recorriendo un lugar sin límites, lo que me provocaba una sensación de extrañeza, de perplejidad. Intenté recuperar esa sensación en “La sed”, aunque no como tema sino para crear una atmósfera.

- Tanto en “La sed” como en “Los invitados”, hay lugares reconocibles; el campo alrededor de San Francisco en la novela, la ciudad de Córdoba en los cuentos, y también hay personajes que se repiten, ¿tenés el proyecto de fundar una región literaria, a lo Faulkner, Onetti y Saer, en tus libros?

- No pretendo fundar una región literaria. Me parece que esa apuesta puede resultar atractiva sólo a corto plazo, pero que con el tiempo se vuelve en tu contra. Yo creo que las últimas obras de los escritores que vos nombrás no están a la altura de lo mejor de su producción, entre otras cosas porque no consiguen despegarse de ese proyecto. Todos los lugares -y sus personajes en un principio seductores- se agotan en algún momento: Yoknapatawpha, Santa María o la Santa Fe de Saer. Creo que lo interesante está en captar una mirada y lograr que esa mirada se traduzca al estilo y defina una poética. Si uno consigue esto puede abordar cualquier tema y prescindir de las regiones literarias. Hemingway es un buen ejemplo, o Borges, para poner otro caso. En las obras de Hemingway encontrás que las historias transcurren en Estados Unidos, en distintos países de Europa, en el Caribe o en África, pero todas tienen una sólida unidad estilística, una misma mirada, y eso es inconfundible.  

- “La sed” es narrada desde la perspectiva de un niño, ¿cómo construiste esa mirada para liberarla de todo lo que se supone que un niño debe ser: tierno, ingenuo, simpático, etcétera?

- Siempre tuve ciertas reservas con la literatura escrita en primera persona, justamente porque me parece que es más fácil caer en los estereotipos. Pero la verdad es que en este caso eso no fue un problema: yo no creo que los chicos sean tiernos, ingenuos o simpáticos, sino más bien todo lo contrario. Y sobre todo un chico del campo. Fue suficiente con recordar cómo era yo cuando tenía once o doce años, y cómo me comunicaba con los adultos y con los chicos de mi edad.

- Si bien hasta ahora se conocen sólo dos libros tuyos, ya se percibe un estilo e incluso una poética, ¿podrías definir los rasgos característicos de tu escritura?

- Retomando lo que te decía, me interesa definir una mirada y desde ahí trabajar con las superficies. Como lector disfruto mucho de los escritores que indagan en la psicología de sus personajes -Thomas Bernhard o Proust, por citar a dos de los más admirables-, pero eso no me interesa a la hora de escribir. Prefiero mostrar hechos, armar escenas, situaciones, y que eso hable por sí mismo. Por eso recurro al minimalismo y a la epifanía: de golpe, algo se manifiesta, algo extraño surge de una situación común y uno se queda perplejo, sin palabras. Eso es lo que más admiro de Joyce. Los relatos de Dublineses logran fascinar al lector, así como muchas de las escenas de Ulises; por ejemplo la que abre el libro: esa conversación en la torre entre Stephen y el gordo Buck Mulligan –dicho sea de paso, uno de los grandes personajes de la literatura de todos los tiempos.

- Varias veces expresaste tu adhesión a la teoría del iceberg de Hemingway, de que preferís decir poco a decir demasiado, ¿es una posición válida para tus ficciones o la considerás un valor universal? ¿Cómo combinás esa reticencia con tus ideas formales (todos tus textos presentan estructuras fuertes) y con tu ‘pulsión descriptiva’, para llamarla de algún modo?

- Creo que la teoría del iceberg de Hemingway es su gran aporte a la narrativa en todas sus formas. Muchos excelentes escritores la tuvieron en cuenta: Salinger y Carver, por nombrar a dos. Y también le aportó muchísimo al cine: como se puede ver en La ciénaga, por ejemplo, de Lucrecia Martel. Esa confianza hemingweiana en la capacidad interpretativa del lector -o del espectador, en el caso del cine- me parece muy recomendable a la hora de contar una historia. Así como también me parece muy recomendable el cuidado formal que proponen escritores como Nabokov. Creo que si uno logra combinar esas dos cosas ya tiene algo importante. La prosa que más me interesa es la que resuelve de un modo elegante esa doble tensión: una estructura sólida para un relato que diga sólo lo indispensable.

- Si se comparan tus libros con los de otros autores argentinos, es posible detectar varios elementos ausentes en tus ficciones: no hay “delirio” a lo Copi, César Aira (y sus seguidores Tabarosky, Oliverio Coelho, Bizzio, Guebel), no hay “metaficción” a lo Piglia (Martín Kohan, Alan Pauls, Rodrigo Fresán), no hay juego psicolingüístico, ni parodias, ni abuso de oralidad (Osvaldo Lamborghini, Fogwill, Nielsen, Guzmán, Cucurto), no hay “ficción política o docuficción” (Saccomano, Walsh, Matilde Sánchez, Belgrano Rawson), no hay realismo “actualizado”, ni en variante seria (Claudio Zeiger, Florencia Abbate) ni en variante más frívola (Juan Forn, Sergio Olguín). La diferencia, ¿es deliberada?, ¿querés marcar una distancia con la literatura argentina?

- No me interesa posicionar lo que hago en relación con las distintas corrientes del canon -o de los cánones, porque seguramente hay muchos- o, para usar un término menos académico, de la tradición. Creo que un escritor puede hablar de sus gustos como lector y de sus inquietudes sobre el oficio, pero no vale la pena que hable de su obra en esos términos. En los últimos tiempos muchos escritores parecen estar pensando más en cómo rotular lo que hacen -para, desde ese rótulo, relacionarse con escritores ya consagrados- que en hacer algo verdaderamente interesante. 

 

Carlos Schilling
egresado de la Escuela de Filosofía (FFyH)
y periodista de La Voz del Interior.