Opinión




Trabajo realizado por un interno del penal en el “Taller de práctica y pensamiento artístico”, que se dicta en el marco del  PUC.

La irracionalidad en todo su esplendor

Desde la cárcel de Villa Dolores, un alumno de la FFyH le escribió una carta abierta a la coordinadora del PUC (Patricia Mercado) en la que expone su visión del motín de San Martín. También asegura que la posibilidad de estudiar le permitió cruzar el umbral que separa la desintegración de la reconstrucción. Y dice que para cuestionar al poder es necesario “apartarse de la lógica de la trampa” y no entregarle el propio destino.

  

Villa Dolores, 10 de Marzo de 2005.

Hola Patricia:

Estaba escribiéndote un mail el día 10 de febrero, cuando de pronto estalló el motín del penal. La situación, las imágenes, me resultaban a la vez increíbles y lógicas. La irracionalidad en todo su esplendor de quienes mantienen un lugar así y de quienes no conocen otra forma de crear alternativas fuera del caos.

Este tipo de cárceles deben ser el ejemplo más acabado de aquellas instituciones que no le sirven a nadie; ni a sus destinatarios, ni al sistema (a la seguridad), y mucho menos a la sociedad, aunque por supuesto no se da cuenta. Encima es costosa, como para que la brutalidad sea completa. Tal vez ante los muertos la sociedad reflexione, pero ¿será posible la lucidez?

La cárcel que yo habito es de otra película, pequeña, provinciana, no superpoblada en extremo, un pueblo chico. Una tragedia personal me depositó aquí hace más de tres años y me imaginé este claustro como un buen lugar para la Filosofía. Luego del juicio me enteré del PUC (el Programa Universitario en la Cárcel, en el marco del cual la FFyH dicta carreras en el sistema penitenciario) y aquí estoy.

La Filosofía, y por ende la Facultad, son parte más que importante de mi vida hoy, y en lo que puedo visualizar de mi futuro. Tengo 42 años y sé que llego un poco tarde, académicamente digo, pero estoy entregado a recibirme y a seguir. No lo vivo como una anécdota del tipo “mientras estuve encerrado aproveché para estudiar algo”. Dados los acontecimientos habrá que ver cómo sigue todo, pero lo seguro es que nunca dejaré de agradecer esta oportunidad y la sensibilidad y la eficiencia de la Universidad, de los profesores, de ustedes. Es la primera vez que me toca relacionarme así con el Estado y me muestra su cara más amable, más luminosa.

Y nos pasó el motín, nos pasó por encima, a los de adentro y a los de afuera. Se sabe que las cárceles, desde sus orígenes, ofician de depósitos sociales, pero ahora que los aquelarres se transmiten en vivo vía satélite es posible observar los distintos niveles de degradación social en tiempo real.

No pude dejar de ver en el penal de San Martín, ese día, un capítulo de la gran trampa que es el perverso circuito de victimización mutua entre la parte “decente” y la parte “delincuente” de la sociedad, en el que ocupan alternativamente los roles de víctimas o victimarios. La secuencia, vista desde los de adentro, sería más o menos esta: 1ª) condenados a la miseria y a la ignorancia, víctimas. 2ª) condenados al delito, victimarios. 3ª) condenados a la cárcel, víctimas. 4ª) condenados al motín, victimarios. 5ª) condenados a la represión, víctimas. El final bien podría ser condenados a la muerte en vida, o real, cumpliendo con los deseos de la mayoría de los televidentes y de muchos de los gobernantes. Pero la legislación penal no contempla este último punto sino que devuelve sujetos a la vida mundana como victimarios perfeccionados y mucho más resentidos y violentos, cerrando el circuito que recomienza.

Esta trampa, en la que todos pierden, más allá de algún rédito ocasional, no es fruto de la tan mentada ausencia del Estado. Argentina no es Haití. O sea, hay presupuesto, profesionales, infraestructura. En la cárcel donde vivo incluso hay buena voluntad, orden y ninguna corrupción. Más dinero y más cárceles, en este marco, sólo parecen destinados a perfeccionar la venganza que fluye en los discursos del poder. Sin dudas hay mucho que debatir y hacer con respecto a modificar las políticas públicas, pero mientras tanto la trampa crece devorándose los cuerpos que atrapa.

¿Será posible algún tipo de salida, aquí y ahora? De haberla, está adentro, en la invisible intimidad. En un hombre encerrado la intimidad es detención, distancia de la vida mundana, tiempo. Con estos instrumentos el castigo construye angustia y fricción, pero pueden significar otra cosa si nos apropiamos de ellos y transformamos la privación en valor, la ausencia en alimento, el tiempo en un aliado. Es en la microfísica cotidiana donde la conciencia y la voluntad pueden hacer del estar detenido un lugar de ruptura de límites internos, reparación y recuperación de la capacidad de elegir.

En la cárcel me encontré con muchas iniquidades, pero también, la lista es brevísima, con Heráclito, Platón, Kant, Heiddegger, Tolstoi, Faulkner, Pessoa y, por sobre todo, conmigo mismo. O con el lujo de tener profesores de la FFyH, que se arremangan para entrar aquí a organizar un estudio sistemático, y clases y exámenes y libros y apoyo a la distancia. Gratis y con la mejor onda.

Todo esto no es pensamiento abstracto, lo vivo todos los días y ustedes, el PUC, están ahí, en el umbral que separa la desintegración de la reconstrucción, extendiendo la mano para ayudar a cruzarlo. Quizás, si de lo que se trata es de cuestionar al poder, habría que empezar por apartarse de la lógica de la trampa, y no entregarle el destino. A la trampa la administra el poder, ¿por qué no dejar de darle el gusto?

 

Anselmo Torres,

interno de la cárcel de Villa Dolores de Córdoba
y alumno de la FFyH, en el marco del PUC.

 


El motín es emergente de la exclusión social

La profesora Ana Correa, integrante del Programa Universitario en la Cárcel y del Programa de Extensión Interfacultades, describe cómo se vivió el motín en las villas de emergencia y cuáles son las reglas a las que están condenados “los que no tienen nada que perder”.

“Hay residuos institucionales
que no valen más que la bala que los mata”. 
 

Desde inicios del año 2002 un conjunto de profesionales universitarios realizamos una tarea de acompañamiento a procesos socio organizativos en situación de extrema pobreza en algunas de las llamadas villas de emergencia de la ciudad de Córdoba.

Allí pudimos observar y compartir algunos segmentos de las trayectorias sociales de los sujetos en busca de salidas al profundo malestar y pobreza que los angustió, particularmente, ante los acontecimientos de fines de 2001.

En este andar, la densidad de los problemas, las diferentes maneras de buscar respuestas y los modos de establecer acuerdos para la tarea emprendida, nos llevaron a discutir nuestras propias prácticas sociales y académicas -analizando nuestro “estar afuera”,  como en tránsito, respecto de la realidad donde los sujetos están inmersos- y nos plantearon nuevos y diferentes interrogantes a la hora de pensar la intervención,  tratando de entender cómo se configura la posición de los sujetos en situación de pobreza para entender la sociabilidad y la subjetividad social.

Nos acercábamos y nos alejábamos a sus representaciones de la vida cotidiana, vivíamos intensas alegrías al sentir que se construía mutuamente un lazo de confianza y, al mismo tiempo, temíamos que esto sustentara idealizaciones que inciden en los propósitos grupales, produciendo algunas respuestas eficaces y otras conducentes a  nuevas y dolorosas rupturas. Los pobladores nos transferían las emociones y las violencias de las acciones cotidianas y, por cierto, nuestras ideas o pensamientos se fueron transformando, exigiéndonos revisar y cambiar las formas de conocer; es más, fuimos creyendo que nos aproximábamos a conocer la realidad de una villa.

El viernes del “motín en la cárcel” estábamos en una reunión con mujeres en la villa cuando una de ellas relata que un niño de tan sólo cuatro años, ante las imágenes televisivas del motín, preguntó casi con naturalidad: “¿Ya lo mataron a mi papá?”. Esta imagen nos interpeló, irrumpió la dinámica y los contenidos de la reunión y nos hizo sentir que sólo conocíamos muy superficialmente la realidad de la villa. 

El hecho del motín, entonces, abrió visibilidades del sufrimiento cotidiano acallado. Los pobladores hablaron de sus parientes y de lo que está en las bases de sus vínculos: las restricciones, los abandonos y la muerte. Hablaron sobre la prisión y la villa, como otra forma de encierro y, entonces, empezamos a comprender y a diferenciar cómo desde las fases muy tempranas de socialización se va naturalizado dolorosamente el lugar de la  discriminación y, de este modo, ser objeto de la muerte así, sin más ni más … Una manera de estar en estos residuos institucionales que son las cárceles, las villas, algunos hospicios y tantos otros lugares. 

El motín fue un significante de quienes están en estos residuos institucionales; “los que nada tienen y, por consiguiente, nada son” y hablan respecto de la Justicia penal, dispuesta a garantizar el orden establecido. Los nadie, los excluidos, expresan la falla  de integración por la que la sociedad los ubica en una posición residual, donde sienten que están condenados.

“El lugar del pobre se sitúa en un lugar oscuro que es menos que nada (…) Débiles, desposeídos, limitados, incapaces, vagos, peligrosos, delincuentes. Lugar de denegación de los valores sociales (…) situados en el límite donde el sí y el no, lo bueno y lo malo se juntan para construir sentido; y las fuerzas de destrucción que se precipitan sobre ellos pueden asimismo desvalorizarlos  o insertarlos”. [1]

El motín, en definitiva, es un analizador de los efectos sociales porque los beneficios evidentes son el incremento de los dispositivos del control que alimentan la necesidad y el deseo de abrazar el modelo de la tolerancia cero.

De allí la frase del inicio, que devuelve el horror de una sociedad intolerante.

 

Lic. Ana Correa,

integrante del PUC y del PEI
Facultad de Filosofía y Humanidades (UNC)

 

[1] C. Lisia (1986, p.87) La place du pauvre. Esprit nº7. Fr.

 


Cruento y terrible, como la vida intramuros

La estudiante Magdalena Brocca integró el PUC desde que el programa se puso en marcha. Trabajó para la consolidación de ese proyecto, acompañó a los internos y realizó numerosas tutorías. Conoce como pocos la realidad penitenciaria y tiene una fluida relación con los internos de la penitenciaría de San Martín. Desde su experiencia, opina sobre la tragedia de la cárcel y reclama acabar con la hipocresía que ésta encarna.

Los acontecimientos vividos el 10 de febrero en la penitenciaría de barrio San Martín no hacen más que poner al descubierto la irracionalidad del encierro como solución a los conflictos sociales. Un terrible motín -con un horroroso saldo de ocho muertos- nos está mostrando la insensibilidad del sistema penitenciario ante las demandas de los presos, a las que no podemos negar su justeza y realidad.

Las condiciones de vida adentro del penal, tal como han sido denunciadas y mostradas por los medios de comunicación, son condiciones “infrazoológicas”, según palabras del abogado penalista Elías Neuman.

La cárcel de barrio San Martín, inaugurada en 1889, aloja en la actualidad a más de 1500 personas en un edificio que, según el Estado provincial, puede alojar como máximo a 990 y, según los dichos de los internos y los propios guardias que viven y trabajan todos los días en su interior, no más de 700. Las celdas de pocos metros cuadrados donde se hacinan durante años dos ó tres internos, obviamente no colaboran con la estabilidad emocional y psíquica de nadie.

A las condiciones de profundo hacinamiento hay que sumarle el estado deplorable de un edificio de más de 110 años, que nunca ha sido mantenido y que, literalmente, se cae a pedazos (es común que pedazos del techo se desprendan).

Tampoco hay asistencia sanitaria mínima para quienes allí se encuentran alojados, y los patios donde los internos diariamente reciben el poco sol que les está permitido se inundan con los desechos de los baños y se convierten en campos de excrementos secándose al sol, provocando olores nauseabundos durante semanas o meses, sin que nadie se haga cargo de su limpieza.

A todo esto debemos agregar una ley penitenciaria que no se cumple, más allá de la propia irracionalidad y de la ideología profundamente cuestionable de dicha norma. Los presos no exigen más que el cumplimiento de la ley a un Estado que, paradójicamente, los ha condenado a ellos por infringirla. ¿Es que el Estado no está obligado a cumplir las leyes? ¿Cómo un Estado que se sume a sí mismo en la ilegalidad puede exigir a los particulares que cumplan la ley? ¿Sería correcto exigir que los funcionarios responsables de esta ilegalidad sean sancionados con la misma severidad con que lo son los presos ladrones, violadores o asesinos?

También vale mencionar a una Justicia que se olvida de los condenados y no se preocupa por las condiciones de vida de estos ciudadanos; ¿o es que no se los considera ciudadanos? Una Justicia que se preocupa sólo por condenar a las personas y, después de ello, parece que los olvida hasta el momento de su liberación.

Los jueces de Ejecución penitenciaria no existen por decisión política de este mismo gobierno (la ley que crea estos juzgados ha sido sancionada y promulgada pero no publicada en el Boletín Oficial, lo que en la práctica es lo mismo que si no existiera), y las cámaras del Crimen, que deberían cumplir la función de controlar la ejecución de la pena, miran para otro lado. Ante las denuncias de los presos, el único resultado son las represalias de la administración de la cárcel sobre los denunciantes.

El gobierno provincial, en tanto, repudia de tal manera a los presos que ante los ocho muertos sólo lamenta la pérdida de los tres agentes de las fuerzas de seguridad. Parece que las familias de los presos no han sufrido pérdida alguna, ¿o alguien pensará que, en realidad, estas muertes son una ganancia?

Los medios de comunicación, por su parte, no hacen más que repetir lugares comunes acerca de la peligrosidad de los presos condenados a perpetua (que son sólo el 4% de la población penal), y que discuten por qué hay que respetar los derechos humanos de estas personas... Pues, simplemente porque son personas, nada más que por eso...

¿Quién, en su sano juicio, podría soportar la vida en estas condiciones? ¿Quién, de todos nosotros, podría acusar a alguien por reaccionar ante el cúmulo de vejaciones a que se ve sometido un preso durante su estancia en prisión?

¿Qué podemos esperar si a todo esto le sumamos un director del establecimiento que sistemáticamente se ha negado a escuchar los reclamos por mejores condiciones de vida por parte de los presos, y que un día se levanta con ganas de restringir las visitas, que es lo más sagrado que tiene un preso durante los años de reclusión?

Entonces, el desenlace es tan cruento, terrible e irracional como es cruenta, terrible e  irracional la vida intramuros.

Nosotros, que estamos afuera, ni siquiera podemos imaginar lo que es vivir en el interior de esta institución. Sólo podemos insistir en lo que ya han dicho muchos: una cosa es legislar sobre la cárcel, otra es juzgar, otra defender, otra estudiar su problemática y otra denunciar sus atrocidades, pero una es particularmente mucho más difícil y dura: estar preso en ella.

Es necesario reflexionar y actuar para poder terminar con esta gran mentira de la cárcel, con la terrible crueldad que impera en ella y con la profunda hipocresía que ella significa. Porque la cárcel -y es hora de que lo asumamos- no es otra cosa que un lugar cerrado donde el Estado, en nombre de la sociedad, encierra a quienes patentizan el conflicto social para que no “molesten”. Y cualquier otra función que se pretenda atribuirle es pura mentira.

 

Magdalena Brocca,
alumna de la FFyH
e integrante del PUC.


 

“Hace 7 años cambié pistola por lapicera”

En una nota publicada en La Voz del Interior en su edición del 21 de febrero último, Ricardo Serravalle, preso desde hace siete años en la penitenciaría de San Martín y alumno del PUC, habla sobre las causas del motín y describe su participación en las negociaciones que permitieron poner fin a la revuelta. Además, reivindica con orgullo su pertenencia a la Universidad.

“Alguien tiene que poner la cara hermano. Yo nunca estuve encapuchado y no me vas a ver en ninguna filmación con armas porque nunca las tuve”, dice Ricardo Serravalle del otro lado del teléfono. La conversación no puede llevarse a cabo cara a cara porque aún hay restricciones para las visitas, tras el motín en la Penitenciaría de barrio San Martín que dejó ocho muertos hace poco más de una semana.

Pero Serravalle, a quien se vio primero como vocero de algunos reclamos ante una de las rejas del penal y luego como negociador clave junto al capellán Hugo Olivo, en el final de la revuelta, no se autodefine como líder. “Me considero un tipo representativo entre los concientizadores, que es otra historia”, aclara. Y para explicar a qué llama “concientizadores” se explaya un poco más: “Hablo de los que queremos hacer un cambio en la vida, acá y allá... Yo hace siete años que cambié la pistola nueve milímetros por una lapicera. Estoy en tercer año de la Universidad y tengo promedio general de 7, podés preguntarle a Carolina Scotto, que es la decana de mi Facultad. Yo quiero salir vivo de aquí; quiero irme a mi casa. Tengo a mi madre de 72 años y quiero verla viva”.

Ricardo Serravalle se contactó con este periodista a mediados de enero, interesado por las recomendaciones que había hecho el Comité contra la Tortura de la ONU a la Argentina en Ginebra en 2004, reflejadas en artículos de este diario que llegaron a sus manos en la cárcel en noviembre y diciembre. Ya entonces, el interno del Pabellón 2 de la Penitenciaría buscaba el modo de expresar a autoridades de derechos humanos de la Nación y a representantes de organismos internacionales las condiciones de hacinamiento y la explosiva situación que se hacían cada vez más insoportables en el presidio.

Esta semana y junto a otro interno que también es delegado de pabellón (José María Paz), Serravalle retomó contactos telefónicos para desmentir algunas versiones que llegaban desde afuera del penal y para dar a conocer lo que los presos entienden como acciones urgentes que permitirían superar de modo real la crisis y evitar la repetición de una situación como la vivida los días 11 y 12 de febrero.

En el diálogo, Serravalle no quiere poner acento en su situación personal: “Acá hay que sacar a la gente viva y eso era lo que muchos no entendían o no entienden”. Pero las referencias personales son inevitables: “Yo ya cumplí mi pena y no sé por qué estoy aún acá. O, mejor dicho sí sé: por la indiferencia de la Justicia. En el momento en que estalló el motín y entraron con las armas a empezar a reprimir, estaba reunido con el secretario del fiscal General y de la doctora Malvasio. A mí me unificaron mal una pena y en diciembre hice los planteos del caso y hay documentación presentada... ¿Qué hubiera pasado si moría acá adentro?”.

El interno dice que el origen del motín hay que buscarlo en el cambio de los regímenes de visita que se pretendió imponer en San Martín y en las condiciones cotidianas infrahumanas en las que se vive en una cárcel donde la población supera tres veces la capacidad. “Las visitas son el bien más sagrado, lo único que le queda a la mayoría de los que están encerrados”. También insiste en que el “bondi (disturbio) más grueso” comenzó cuando entró la policía con armas. Asegura que los presos con visitas intentaron antes nada poner a resguardo a éstas en medio de un caos que se extendió en poco tiempo.

Sobre su papel negociador, Serravalle dice: “Somos representantes en la crisis. Acá no somos todos amigos, pero lo que sí tenemos es cierto prestigio por la forma en que hemos vivido en la cárcel. Yo ya llevo siete años y medio preso y todos me conocen”.

Los días posteriores al momento en que el gobierno dio por “terminado el motín” fueron de mucha tensión puertas adentro de la Penitenciaría. “Los celadores tenían mucho miedo de que tuviéramos armas escondidas. Junto con José María (Paz) buscamos a un oficial que se llama Acosta y que era uno de los encargados de requisar el pabellón 2. Ahí le dije: ‘Mirame a los ojos. Si encontrás un arma acá, meteme un tiro en la frente, porque me hago responsable’. Fue una forma de demostrar el compromiso de todos los internos”.

Serravalle, quien es coautor de una carta dirigida a Juan Carlos Blumberg y un conocedor al dedillo de normas y reglamentos que tienen que ver con los derechos de las personas privadas de libertad, no puede disimular su fastidio con la postura del gobernador José Manuel de la Sota, con sus órdenes de “tirar a matar” y con negar garantías de los reclusos. “Me gustaría que venga y se sentara frente a frente. Creo que por lo que ha dicho y hecho le cabe un juicio por desconocimiento inexcusable del derecho”.

Cuando se le pregunta si no teme represalias en su precaria situación, el interno no demora un segundo en responder: “Cuando vos estás acá y después de lo que pasó el jueves y viernes (10 y 11 de febrero), cuando ves que la vida no vale nada, decís: ‘lo que estoy viviendo es gratis’. Y por eso todo lo que digo, si querés, te lo firmo. Prefiero morir como un hombre y no ser una rata cobarde. Lo que sí le pido a Dios es que me ayude a hacer lo que tengo que hacer lo mejor posible, porque no me queda otra”.