Opinión

“La paz nunca fue un proyecto”

Por Carlos Mateo Martínez Ruiz
Profesor de Filosofía Medieval, Escuela de Filosofía, FFyH

Hablar de la guerra es tan intrascendente como necesario. Intrascendente porque lo más importante no se apartará nunca de ciertos lugares comunes. Necesario porque la muerte, el sufrimiento y la destrucción exigen que hagamos nuestros los gritos de aquellos que la padecen. Acerca de la guerra entre Israel y Palestina, en efecto, no podría sino expresar mi repudio más decidido. Un repudio que el sistema, la globalización de intereses y el juego de fuerzas desplegado por las partes y sus respectivos aliados vuelven intrascendente; pero que el clamor de las víctimas torna necesario.

Los ataques masivos e indiscriminados al Líbano ordenados por el gobierno de Israel constituyen un crimen de lesa humanidad, agravado por el apoyo infame de los Estados Unidos y el oprobioso silencio de los gobiernos europeos, cómplices todos de la crisis en la que el Medio Oriente se halla sumergido. Contra la historia de su pueblo, víctima de la diáspora, la exclusión, la Shoa, el Estado de Israel se vuelve terrorista. Su pueblo resistió secularmente a la opresión y convirtió la memoria, la escucha y la esperanza en un culto sobremanera digno y en un inconmovible vínculo de unidad, contra todos los avatares de su historia. El mismo Estado que, en nombre de ese pueblo, viene reclamando al mundo con toda justicia su derecho a existir, vulnera de la peor manera el mismo derecho en el pueblo Palestino, pretendiendo demostrar que su existencia depende de la eliminación de su enemigo. ¿Quién puede poner en duda el derecho de Israel a existir como Estado? ¿Quién puede poner en duda que al pueblo Palestino lo asiste el mismo derecho?

El horror desatado, sin embargo, no es –según entiendo– el de un pueblo masacrado por otro, sino el de la guerra misma, que nunca será legítima, ni justa, ni eficaz. Y de ese horror son responsables todos aquellos que consideran la eliminación del otro y de su mundo como una solución –triste pero inevitable– para resolver el conflicto o para garantizar la pervivencia individual y comunitaria. La ceguera se apoderó de judíos y palestinos al instalarse la violencia en el propio horizonte. Somos miembros de una sociedad capaz de invertir millones en la fabricación de un misil cuyo destino acaba por ser la muerte de un grupo de niños. ¿Cómo seguir de pie en un mundo semejante?

Acaso sólo haya algo más terrible que la muerte: el homicidio. Y la guerra es indefectiblemente eso: un homicidio múltiple, un genocidio mutuo, recíproco, validado por el derecho a la propiedad y por el sentido de ‘nación’, que no es sino una extensión lastimosa y absurda del mismo. Lo cierto es que sobre la barbarie no se opina. La barbarie se padece y se deplora. Y quizás sea ése el único destino de cualquier palabra sobre la guerra: sumar el lamento a la deploración. La paz nunca fue un proyecto, así como tampoco lo fue la justicia. Y con ese fatal estigma abrimos el ‘nuevo orden’ mundial e iniciamos el milenio. Muchos lo padecemos, otros lo celebran, a otros tantos ni siquiera les importa. Seguimos pensando que nuestra respuesta a las circunstancias se limita a tomar partido por una de las causas en pugna, cuando la única guerra justa es la guerra contra la guerra.

Ojalá el horror no nos dé nada para pensar. Sacar lecciones de la guerra es otra forma de mantenerla. Qué burda moral, la que surge de la muerte y del dolor. Sus principios son gusanos voraces de cualquier siembra. No hay sentido en la violencia, no hay verdad en la muerte.

Lo único que me siento capaz de decir, con inmenso pudor de cara a las víctimas, a su mundo devastado, es que la violencia no engendrará jamás orden alguno. Una palabra intrascendente, pero necesaria.