Opinión
Escribir sobre arte
Por: Arq. Gabriel Gutnisky
Prof. Titular de Introducción a la Plástica Experimental
Departamento de Plástica - Escuela de Artes (FFyH- UNC)
Podemos decir –sin ser excluyentes- que a partir de la década del 90 iniciativas de difusión vinculadas con estrategias de competencia empresarial, impulsadas por la puja establecida entre los medios gráficos de comunicación masiva, acentuaron la necesidad de desplegar acciones que incluyesen en su grilla un espacio ampliado dedicado a la crónica de muestras y eventos relacionados con el arte plástico en Córdoba. Es así que una nómina heterogénea de operadores fueron convocados para cubrir esa necesidad que, en el imaginario empresarial, podía llegar a representar la movilidad del deseo y la fantasía de manera equivalente a la forma en que se “ordenaban las probabilidades” en el campo de las producciones más directamente relacionadas con la espectacularización y con los mecanismos de persuasión publicitaria. Individuos con muy diferentes ópticas y argumentaciones como Pablo Ponzano, Mercedes Morra, Clotilde Argüello, Jorge Barón Biza, Demián Orosz, Patricia Ávila, Analía Iglesias, Verónica Molas, Alberto Ligaluppi y quien escribe –entre otros- nos encargamos del relevamiento y la difusión de una actividad que parecía aún impulsada por el efecto dinamizador generado por la instauración de la democracia y por una definición del arte que –desde el relativismo estético- había irrumpido contra una herencia que se había prolongado inusualmente en el tiempo, al amparo del letargo sofocante de la década anterior.
La entrada en juego de las leyes de competencia entre medios que –salvo el diario La Voz del Interior en ese momento- no constituían empresas de tipo familiar, obraron para establecer un hábito que tanto manifestaba los mecanismos de naturalización del consumo cultural en el capitalismo posindustrial, como el establecimiento de “guías de lectura” frente a un arte que ya no dependía del dato retiniano ni del despliegue de habilidades artesanales específicas, sino que se presentaba ante el espectador mas bien como un enigma a ser desentrañado, la obra “como un texto que debe ser leído” y –con mayor énfasis que en otro momento de la historia- interpretado.
Estas prácticas discursivas estuvieron y están aún hoy indefectiblemente condicionadas por la falta de un sistema de arte en Córdoba y su peso en el campo de las reconfiguraciones simbólicas fue y es muy limitado o parcial. En primera medida porque no están relacionadas con estrategias de posicionamiento de orden económico –prácticamente no hay mercado de arte- y luego porque los propios medios dieron cuenta de esa realidad, minimizando –según avanzaba la década- el espacio otorgado a las artes plásticas locales.
Por otro lado, el “relativismo estético” o la “estética del significado” habilitó el acceso al mundo del arte de acciones y objetos que poco tenían que ver con el concepto canónico de pintura, escultura o grabado. En un giro apropiacionista, inclusivo, permeable y heterogéneo (ningún interés, referencia, mercadería, cosa común, etc. quedó fuera de las “nuevas” posibilidades) el campo de las artes visuales extendió y flexibilizó al extremo sus propios términos. Las salas de exhibición se vieron paulatinamente pobladas de artefactos curiosos y de acciones de extrañamiento en donde la obra no consistía más que en una serie de señales fragmentarias que difundían la afirmación de libertad y la matriz del particularismo y la individualidad en los llamados “modos posdiciplinares de arte”. Escribir sobre arte siempre constituye un acto de interpretación y esa interpretación es posible porque compartimos –dentro de la cultura occidental- claves de identificación. Claves que generalmente se promueven y circulan en los ámbitos académicos vehiculizadas por la tradición textual y la hegemonía discursiva (ayer leíamos a Danto hoy leemos a Badiou). Esas claves perfilan las expectativas que caracterizan a la época y establecen una ruta del reconocimiento en la que, desde la irrupción del llamado “giro lingüístico”, la palabra ha sido especialmente jerarquizada. Incluso la descripción oral o escrita de una obra representativa del relativismo estético puede llegar a ser más interesante que la obra en sí misma, en gran medida porque –como dijimos- no depende exclusivamente de los datos sensibles, sino que se constituye como una suerte de “declaración”. El relato actúa como una recomposición que pone de manifiesto un sentido positivo o dinámico de la imaginación creadora. Al exhibirse o tomar estado público, la obra así concebida ya pertenece al otro, el otro la “lee”, la comenta, la describe.
En un contexto así identificado, se escribe sobre determinada propuesta o artefacto en primer término para conocerlo y desplegarnos luego en el discurso analizante. El acto de interpretar constituye la obra, hace legible aquello que sin embargo “se define en su indefinición” y por lo tanto no discurre sobre caminos certeros ni admite traducciones fijas. Escribir sobre artes visuales está relacionado entonces con aquello que la obra es capaz de despertar y con las condiciones del receptor para asimilarla. Podemos decir que obedece a un acto de consideración hacia el trabajo y las ideas del otro y luego a la intención de tramar su inclusión en un contexto más amplio de entendimiento. Toda narración tiene un contenido y generalmente sus razones se hallan lejos del objeto o la acción que tenemos inmediatamente ante nuestros ojos o sentidos. Por eso puede llegar a manifestar la conexión potencial entre el arte, el lugar y la identidad social. Algo que pone en evidencia tanto las resistencias como las aceptaciones y el margen de autonomía o confirmaciones de esa producción frente al flujo de imágenes y teorías globalizadas. Es interesante y complejo observar el arraigo de los intereses frente a construcciones que contrarían y hasta desconocen las razones o circunstancias que hicieron posible su propia aparición. Un mundo en transformación que tiene en Córdoba muy escasos registros de las experiencias vividas en nuestra breve pero poblada historia del arte. Una dispersión que los dilemas de la escritura intentan abordar, apresando el impulso de una producción que no termina de subsumirse en la representación economicista (dijimos que este tipo de obras no entran en contacto social por medio de las determinaciones del mercado) pero que sin embargo muchas veces se sujeta a otro tipo de determinaciones (vinculadas generalmente a la gestión de autopromoción institucional). Finalmente, aunque la palabra escrita no llegue a satisfacer esos objetivos, tiene sin embargo un rol del que no se puede sustraer, que es la capacidad de subsistir como un registro que permite documentar la existencia del artista y su obra. Una mínima herramienta contra el olvido, en un medio que no es particularmente considerado y atento al respecto. Una acción –como dice De Certeau- ligada a la capacidad de contar y acumular, de intentar de apresar algo del tiempo que pasa –pero me permito agregar- no en un sentido nostálgico sino sustancial o crítico.