Violencia institucionalizada y
resistencia social en la dictadura
La pregunta por el surgimiento y posterior desarrollo de los organismos defensores de derechos humanos en Córdoba es uno de los ejes principales que orientó el trabajo final recientemente presentado por Silvina Oviedo y Carol Solis para obtener el título de licenciadas en Historia. “Nuestra investigación ha pretendido ser una primera aproximación a las condiciones históricas de emergencia de los organismos desde un enfoque local, tomando como referencia las vinculaciones con la etapa pre-golpe”, señalan las autoras en esta síntesis que elaboraron especialmente para Alfilo.
Tras siete años de dictadura militar, en 1983 la fisonomía
de los actores políticos y sociales se había modificado profundamente.
En este escenario, quizás la novedad más importante fue la aparición
de los organismos defensores de los derechos humanos, fundamentales para comprender
el origen histórico de la cuestión de los derechos humanos en
Argentina.
¿Cómo surgieron los organismos de derechos humanos en Córdoba?
¿Qué relaciones pueden establecerse con la experiencia social
previa y ciertas notas de identidad? ¿Qué cambios y continuidades
pueden observarse respecto a otros espacios de defensa y solidaridad? Desde
estos interrogantes generales, en lo que sigue, nos proponemos mostrar algunos
tópicos de nuestra investigación que ha pretendido ser una primera
aproximación a las condiciones históricas de emergencia de los
organismos desde un enfoque local, tomando como referencia las vinculaciones
con la etapa pre-golpe.
El recurso a formas institucionalizadas de violencia como estrategia contra
la disidencia ha sido un rasgo persistente en la política argentina contemporánea.
Sólo por mencionar algunos casos en el siglo XX, anarquistas, socialistas,
comunistas, pero también los opositores al peronismo y, posteriormente,
los propios peronistas debieron soportar la persecución, la cárcel,
el exilio, la repatriación, la tortura y, en ocasiones, el asesinato.
El trato disciplinador a los familiares ha sido asimismo una constante, haciendo
del silencio y el ocultamiento formas recurrentes de negación de la responsabilidad
institucional en estos actos.
De todos modos, así como la represión a los opositores es de larga
data en nuestro país, la creación de espacios de resistencia a
la misma y, en particular, de organismos de defensa y solidaridad para los perseguidos
y encarcelados reconoce numerosos antecedentes. Muy variados en origen y composición,
más o menos autónomos de organizaciones políticas o sociales,
todos ellos ayudaron a situar el problema de la represión y sus efectos.
Especialmente, al ritmo de la movilización y radicalización ideológica
de los años sesenta, y sobretodo desde el Cordobazo, el aumento de la
combatividad se tradujo también en un aumento sostenido de los niveles
de represión. De aquella época son, en Córdoba, las varias
organizaciones de solidaridad, más conocidas como “comisiones de presos”
que centraban en la consigna “Libertad a los presos políticos, estudiantiles
y sociales”, la denuncia y señalamiento de una injusticia cada vez más
urgente. Con el apoyo de los profesionales del derecho, las tareas de asistencia
a los afectados por la cárcel y a sus familiares, ponían en debate
las condiciones de encierro y los traslados disciplinadores.
En 1973, con el retorno del peronismo al poder, la amnistía desactivó
momentáneamente esta red de conflicto; aunque muchas de estas organizaciones
no se disolvieron, y hasta mantuvieron lazos de sociabilidad entre sus miembros.
Pero, poco a poco, el avance de los sectores más ortodoxos y verticalistas
en el Gobierno se correspondió con una nueva escalada represiva, al tiempo
que varias organizaciones armadas actuaban ya desde la clandestinidad. En Córdoba,
desde el Navarrazo se exacerbó la represión estatal y paraestatal
contra los sectores combativos, principalmente sindicales; tendencia que se
mantuvo, con oscilaciones, durante las tres intervenciones federales a la provincia
entre 1974 y 1976. En particular, en la segunda mitad de 1975 se advierten rasgos
de un nuevo patrón represivo, cada vez más institucional y clandestino,
de la mano de la injerencia directa de las fuerzas armadas y su titular, Luciano
Benjamín Menéndez.
Junto a las persecuciones, detenciones y torturas, los secuestros, asesinatos
y desapariciones forzadas comenzaron a ser cada vez más frecuentes. Como
primera respuesta social, digamos que, en todo el período, la acción
denunciativa y la toma del espacio público muestra la multiplicación
de asociaciones de defensa y solidaridad y la fuerte activación de redes.
De igual modo, a las demandas de libertad se sumaron las consignas por la aparición
de los secuestrados, y la formación de la primera Comisión Provisoria
de familiares de secuestrados y desaparecidos, mucho antes del golpe, en enero
de 1976, marcando el último intento de envergadura por lograr instalar
el cese de la represión e interpelando a los poderes del Estado.
En este marco, el Golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 fue presentado aquí
como una ceremonia sencilla de traspaso del poder. Desde entonces, la sociedad
quedó a merced de un régimen dictatorial que, mediante el cercenamiento
del espacio público y la implementación de un sistemático
plan de represión clandestina, delineó los contornos de una Córdoba
aterrorizada.
Es precisamente en el cruce entre esta historia previa y la nueva metodología
del terror que se puede comprender la génesis de los organismos de defensa
de derechos humanos, cuya presencia remite a la imposibilidad de mantener los
espacios y modalidades de acción previa. De estos núcleos, nuestra
investigación ha privilegiado aquellos espacios que tienen en los familiares
y allegados directos de los afectados sus rasgos distintivos, quienes, con disímiles
trayectorias previas, iniciaron el recorrido hacia una solución social
que fuese primero certeza y luego justicia.
De hecho, la inédita experiencia abierta entonces significó para
muchos inmovilismo, para otros negación, exilio, y represión,
pero también solidaridad, emprendiendo el desafío de no aislarse.
En particular, es en esos espacios, alejados de la mirada del poder, en los
que se iniciaron las primeras acciones de resistencia, a medida que se fueron
anudando microinjusticias en la construcción colectiva de un problema
común, a pesar del miedo y el desconcierto.
La designación genérica de “comisiones de familiares” para estas
primeras modalidades de resistencia remite precisamente a esos espacios plurales
en los que confluían por el drama de los detenidos desaparecidos y los
presos políticos. Plurales, en cuanto a la procedencia ideológica
y a la actuación política-social de los afectados. Comunes, porque
los aglutinaba la tarea común de la búsqueda de sus seres queridos.
En una primera etapa, coincidente con los años de mayor intensidad represiva,
estos actores desplegaron una lógica defensiva, en los niveles de la
denominada infrapolítica, como la forma estratégica que debe tomar
la resistencia en situaciones de peligro extremo. Parroquias, hogares y lugares
públicos se convirtieron en espacios propicios para elaborar un discurso
oculto, y establecer las primeras solidaridades. En ellos, juntar información
fue la primigenia forma de resistencia, como lo expresa una entrevistada: “El
juntar información era empezar a romper el cerco de la fragmentación
y el terror, o unir los terrores.”