Opinión
Construcciones sociales alrededor del concepto de raza
En el marco del ciclo de conferencias “La ciencia del Museo”, la investigadora Renata Oliveira Rufino disertó el 12 de octubre sobre las “construcciones sociales alrededor del concepto de raza. Un ejemplo brasileño”. Durante la charla, organizada por el Museo de Antropología de la FFyH, Oliveira Rufino señaló la necesidad de “comprender que la raza no es algo dado, natural, sino construido, percibido y sostenido socialmente, en un juego de interacciones sociales”. Alfilo reproduce a continuación el contenido de su ponencia.
El concepto de raza ha sido empleado de diversas maneras, según
diferentes contextos temporales y espaciales. Cada momento histórico
y contexto nacional propone en sus discursos hegemónicos determinada
concepción de raza y acciones consecuentes con dicha noción. En
esta oportunidad, abordaré brevemente algunos aspectos acerca de las
concepciones socialmente construidas alrededor de la idea de raza en Brasil,
en función de un ejemplo concreto y basándome principalmente en
los escritos de José Mauricio Arruti y de Rita Segato[1].
Aunque los artículos de Arruti y Segato apunten a cuestiones diferentes,
sus reflexiones sobre la idea de raza y las formas cómo se puede plasmar
socialmente son excelentes puntos de partida para analizar el tema y buscar
algunas extrapolaciones que nos ayuden a pensarlo también para nuestro
entorno.
Según Arruti, a partir de la década de 1930, en Brasil, tanto
desde el discurso académico como de las clasificaciones estatales se
cristalizó una percepción dicotomizada de, por un lado, individuos
de ascendencia africana –designados negros y relacionados a la idea de raza–
y, por otro, individuos de origen americano –designados indios y relacionados
a la idea de etnia–. Mientras en el primer caso el enfoque estaba centrado en
el aspecto físico conformado como signo externo a partir del color de
la piel, rasgos faciales, tipo de cabello, etc.; el segundo se asoció
a un contenido cultural específico fundado en tradiciones ancestrales.
Como remarca Segato, al tiempo que en otros países, como en los Estados
Unidos, donde el concepto de raza asociado a los negros no se disoció
de la idea de un contenido diferenciado y sustantivo de etnicidad, traducido
en costumbres, creencias, formas de vida, visiones de mundo, etc., en Brasil
los contenidos étnicos de los negros fueron vaciados en función
de una apropiación del discurso de la nacionalidad. En un proceso de
expropiación de los íconos culturales de los subordinados –presente
también en otros contextos nacionales-, las elites se folclorizan para
incluir en su panteón los símbolos apropriados. De esa forma,
tanto los ritmos afro-brasileños –como el samba– transformados en música
nacional, hasta las danzas y las religiones como la umbanda y el candomblé
pasaron a ser parte de un repertorio de contenidos nacionales pertenecientes
a todos los brasileños y no de un patrimonio cultural diferencial de
los afro-descendientes.
Así, desvinculados de su contenido cultural, los negros brasileños
fueron percibidos solamente desde sus marcas fenotípicas; o sea, desde
las marcas exteriores de su negritud, que se conformaron en general en marcas
de desvalorización social. La piel negra, como señala Segato,
“es un signo ausente del texto visual generalmente asociado al poder, a la autoridad
y al prestigio”.
Por otra parte, las diferencias culturales, religiosas y físicas, al
interior de los diferentes grupos de negros, fueron relegadas a un segundo plano,
en parte por el contexto histórico de inserción de los africanos
en Brasil, aunque también por un proceso de percepción homogeneizante.
Estas características diferenciales de la definición de identidad
racial ancladas en contextos históricos y espaciales determinados tienen
fuerte impacto sobre lo que es visible, lo que es percibido por los ojos y empleado
en una determinada categorización social. Las formas de percepción
del aspecto físico, de lo que se ve como negro, como indio, –o como boliviano,
por ejemplo, en el contexto local–, a pesar de la ilusión de concretud
de lo que “salta a la vista” varían según esquemas mentales socialmente
establecidos. Empleando el ejemplo de Segato, parece ser que hasta la Antigüedad
Clásica los griegos eran socialmente ciegos para distinguir el color
de la piel, o sea que éste no era un referente importante a la hora de
clasificar, diferenciar o discriminar a las personas, aunque hubiera otros.
La raza, entonces, es un signo y, como tal, depende de contextos definidos y
delimitados para obtener significación. Estos contextos son localizados
y constituidos por los procesos históricos de cada nación. La
tipificación racial es, por lo tanto, un código de clasificación
socialmente relevante –lo que implica que es capaz de construir y mantener jerarquías
y orientar acciones sociales–, construido históricamente –y de manera
diferente en diferentes contextos– y, como tal, pasible de sufrir transformaciones.
Esta concepción permite comprender que la raza no es algo dado, “natural”,
sino construido, percibido y sostenido socialmente, en un juego de interacciones
sociales. Y, dado su carácter variable, sus contenidos pueden ser alterados.
Eso es lo que se puede apreciar a partir del caso, analizado por Arruti, de
los remanecientes de los Quilombos en Brasil. “Quilombo” es el nombre dado a
los asentamientos formados por esclavos de origen africano que establecieron
comunidades rurales en diferentes regiones brasileñas. Los “remanecientes”
son los descendientes de estas poblaciones que siguen viviendo en las tierras
ocupadas por sus antepasados y que, actualmente –en un momento políticamente
propicio– buscan el reconocimiento de sus comunidades y de la posesión
de sus tierras.
En abril de este año, por ejemplo, se hizo oficial el proceso de regularización
de las tierras remanecientes de la Comunidad de Quilombos de Linharinho, localizada
en el municipio de Conceição da Barra, en el estado de Espírito
Santo, en Brasil. La mayor parte de las tierras de la región está
actualmente ocupada por dos empresas que las emplean en el monocultivo del eucalipto,
para la producción de celulosa y, en menor medida, de la caña
de azúcar.
Después de una serie de estudios antropológicos, cartográficos
y ambientales fueron definidas las tierras –que ocupan poco más de 9
mil hectáreas– como pertenecientes a dicha comunidad compuesta por 41
familias, caracterizadas como “grupo étnico remaneciente de quilombo”,
según autodefinición, dotadas de trayectoria propia, criterios
de pertenecimiento y exclusión social y relaciones territoriales específicas,
con presunción de ancestralidad negra relacionada a la opresión
histórica sufrida.
Lo interesante de este proceso que es remarcado por Arruti es que el reconocimiento
de comunidades rurales negras que recibieron el estatus de unidades sociales
y culturales por compartir un origen común, así como un contenido
cultural heredado; por poseer en algunos casos un dialecto particular y altos
índices de casamientos en el interior de la comunidad, presentando la
idea de un universo de referencia con cierta autonomía cultural, transforma
los contenidos tradicionalmente empleados para las categorías de raza
y etnia en Brasil y abre nuevos campos para el análisis. Las discusiones
generadas entre legisladores, antropólogos e historiadores llevaron a
una equiparación jurídica entre la situación de esas comunidades
y las de los remanecientes de comunidades aborígenes, que dio base a
la normativa puesta en vigencia en 2003. Como resultado de la ley, más
de 250 procesos de legitimación de tierras fueron abiertos en todo el
país.
En ese caso, se pasa a asociar un contenido étnico, cultural, a una población
rural descendiente de esclavos africanos, en un proceso de reconversión
positiva de esta comunidad, vista hasta entonces simplemente como un conjunto
de campesinos negros –o mulatos– y pobres.
Vemos, entonces, que las clasificaciones étnicas o raciales pueden sufrir
transformaciones, en función de situaciones concretas y del surgimiento
–o del contexto propicio para que actúen– nuevos actores sociales. Esto
no es novedoso, ya que en los contextos brasileños otros reacomodamientos
clasificatorios han tenido lugar históricamente, aunque –en la mayor
parte de los casos– para facilitar los mecanismos de control del Estado sobre
poblaciones subalternas. De esa forma, las clasificaciones raciales y étnicas
fueron otorgadas, suprimidas o reelaboradas en función de los argumentos
e instrumentos dominantes para el mantenimiento de jerarquías sociales.
Así es que una vez extinguidas muchas aldeas indígenas y después
de la liberación de los esclavos, estas poblaciones pasan a figurar en
los documentos estatales indistintamente como indigentes, huérfanas,
marginales, pobres, etc., sin ninguna mención a las características
de los grupos a los que estos individuos hasta entonces pertenecían.
En la ciudad de São Paulo en el período colonial, por ejemplo,
esa reclasificación llega muy cerca de una disolución de las diferencias
entre indios y negros y responde a la forma por la cual aquellos grupos e individuos
eran capturados por las diferentes instituciones del sistema de explotación
de la mano de obra. En la documentación de la época, el término
“indio” se refería solamente a aquellos que vivían en las aldeas,
mientras la gran mayoría de la población indígena no asentada
en aldeas recibía la denominación de “negros da terra”, que pasa
a fines del siglo XVII a simplificarse en la forma “negro”.
Los ejemplos anteriormente mencionados permiten reconocer que tanto las diferentes
instancias de poder (estatales, religiosas, privadas, etc) como las poblaciones
sometidas o sublevadas tendieron a ser bastante flexibles en el uso de las clasificaciones
étnicas o raciales.
El fenómeno actual del surgimiento, rescate o descubrimiento de comunidades
remanecientes de los quilombos -también como de comunidades remanecientes
de indígenas- corresponde a la producción de nuevos sujetos políticos,
nuevas unidades de acción social, a través de una exacerbación
de la alteridad; o sea de las diferencias. En este caso, esto se da a partir
del reconocimiento de un contenido étnico en grupos anteriormente reconocidos
bajo la denominación de raza e identificados únicamente a través
de rasgos físicos desvalorizados socialmente.
Pero lo que es sociológicamente relevante en el uso de la categoría
etnicidad, tanto en el caso de las comunidades de negros como en las de aborígenes,
es el sentido de la constitución de una unidad política. La etnicidad
no marcaría el reconocimiento de similitudes previamente dadas, inscritas
naturalmente en los cuerpos y en las costumbres y cuya explicación estaría
únicamente en el pasado, sino una actitud positiva y propositiva a través
de la cual un grupo se constituye como tal, produce demandas y un proyecto común
a partir de un sentido de pertenencia auto-instituido.
En ese sentido, los remanecientes –sean de los quilombos, sean de origen aborigen–
pertenecen a comunidades actuales cuyos lazos con el pasado son establecidos
a partir de la selección y recreación de elementos de la memoria
y de rasgos culturales visibles, de la preocupación por nuevos criterios
de inclusión y exclusión –de quién pertenece o no a la
comunidad –; en un esfuerzo de reconocimiento de un valor cultural positivo
y anclado históricamente; en un movimiento que busca para esas comunidades
formas de articulación política y, en la mayoría de los
casos, una salida para la marginalidad.
De esa forma, los grupos étnicos no son preservados o recuperados sino
construidos a partir de la búsqueda de una identidad colectiva (de base
racial y/o histórica) fundada en la articulación entre el pasado
y el presente. Por esa razón, Arruti argumenta que la mejor definición
para estos grupos sería la de “emergentes” y no remanecientes.
Es importante recordar que esa percepción no descarta la consideración
de los elementos identitarios ni niega su legitimidad sino que evidencia la
relación dialéctica entre lo heredado y lo proyectado, entre el
pasado y el futuro, en contextos concretos de acción. Como han expuesto
Hobsbawn y Ranger, Thiesse y Anderson, entre otros, las tradiciones étnicas
y nacionales más antiguas y arraigadas han sido “inventadas” en algún
momento histórico particular, en el cual se selecciona, produce y reproduce
lo tradicional.
Volviendo a las palabras de Segato, podemos vislumbrar el costado positivo de
lo analizado hasta aquí al relacionarlo con la posibilidad de resurgimiento
de la idea de utopía a partir de una “definición de utopía
como creencia en la historia en tanto programa abierto, horizonte que no cierra,
campo de incerteza e indeterminación. Así, el carácter
histórico –esto es, abierto– del destino humano es la gran (posibilidad
de) utopía contemporánea.”
[1] Arruti, José Mauricio Andion (1997).
“ A emergencia dos ´remanescentes´: notas para o diálogo
entre indígenas e quilombolas” Mana. Estudos de Antropología Social.
Vol.3 número 2, outubro de 1997. Museu Nacional – Universidade Federal
do Rio de Janeiro.
Segato, Rita (2005). “Raça é signo”. Série Antropologia,
372. Departamento de Antropología. Universidade de Brasilia.