Institucionales
Graciela
Torres, la
Graciela
Torres estaba a punto de finalizar la licenciatura en Letras Modernas en la FFyH
cuando fue secuestrada y asesinada por la última dictadura militar. Tenía 22 años.
Sus restos acaban de ser identificados en una fosa común del cementerio San
Vicente y, a propósito de ese hallazgo, alfilo
reconstruyó su historia y la de su generación. En la Facultad, en tanto,
preparan una serie de homenajes para honrar su memoria.
Además
de cursar Letras, “Gachy” trabajaba en el Ferrocarril, hacía teatro y
estudiaba inglés.
Sin
embargo, su madre Yolanda y su hermana Elizabeth recién ahora pudieron saber en
forma fehaciente cuándo, dónde y de qué modo la temible dictadura que se
inició en 1976 acabó con la vida de “Gachy”. Fue gracias a la tarea que
realiza el Equipo Argentino de Antropología Forense (Eaaf), que funciona en el
ámbito del Museo de Antropología de la Facultad, y que trabaja en el
cementerio de San Vicente en el marco de la causa “Averiguación de
enterramientos clandestinos” que instruye el Juzgado Federal N° 3, a cargo de
Cristina Garzón de Lascano. Los restos de “Gachy” fueron hallados en una
fosa común y entregados a su familia el 4 de mayo último.
A
raíz de ese hallazgo, y para honrar su memoria, una comisión integrada por
representantes de la Escuela de Letras y otras áreas de la FFyH prepara un acto
de homenaje al que asistirán sus familiares y que incluirá la colocación de
una placa con su nombre en un espacio determinado de la Facultad.
“Gachy”
nació el 6 de agosto de 1953. Cuando los militares se la llevaron vivía con su
madre “Chela” y su hermana Ely, nueve años menor. Su padre murió cuando
ella tenía apenas un año, víctima de la leucemia.
“Era
muy vistosa, tenía un lindo cuerpo y 56 de cintura”, recuerda su madre, que
sabe con precisión las medidas de la niña a la que le cosió toda la ropa
desde que nació y hasta su desaparición. “Era muy alegre, muy ocurrente...
siempre le ponía apodos a la gente y esas cosas; era una chica llena de
ilusiones”, sigue la mujer, hojeando la libreta de hojas amarillas e
hilvanando recuerdos repasados una y mil veces.
Cuenta
que apenas terminó el magisterio en el colegio Ortus Conclusus, “Gachy”
decidió estudiar medicina. “Hizo dos años y tenía notas buenísimas, pero
yo creo que no podía tolerar la muerte o, mejor dicho, el trabajo con los
cuerpos muertos... tal vez por lo de su padre, no?”.
Entonces
decidió ingresar a la FFyH para estudiar Letras Modernas. Al mismo tiempo asistía
a un taller de teatro, aprendía inglés y trabajaba en el Mitre. Ingresó al
ferrocarril con apenas 17 años, gracias a que su padre había sido empleado
ferroviario. Fue allí donde empezó a acunar el sueño de tener una casa
propia, y decidió aprovechar un plan de viviendas para trabajadores que lanzó
la CGT, y que su madre siguió pagando tras su desaparición, con enorme
esfuerzo, y sin ver nunca el sueño hecho realidad. Y fue allí donde
“Gachy” aprendió también que era necesario soñar un mundo más justo, y
casi naturalmente comenzó a militar en la Unión Ferroviaria.
“Siempre
me acuerdo cuando ella volvió un día de su trabajo y me contó que en una
asamblea se paró arriba de una silla o algo parecido y habló por primera vez
para todos sus compañeros. Discutían sobre un aumento de salario y creo que
ella se quedó sorprendida de cómo la aplaudieron”, dice Chela, orgullosa y
conmovida. La vida de “Gachy”, en la primera mitad de los setenta, era
entonces una agitada y feliz combinación de aprendizajes, amores, sueños,
responsabilidades y proyectos.
Pero
esa noche del 29 de junio de 1976 la muerte golpeó en la casa del barrio
Observatorio y se llevó a “Gachy”, sus 22 años y todo lo que ellos prometían.
Cuando a las 23 Chela abrió la puerta, creyendo que era una broma de su
hermano, la grosería de la fuerza bruta se impuso en la vida de las tres
mujeres.
Apoyándole
una ametralladora en el pecho, hicieron retroceder a Chela al interior de la
casa, la tiraron al suelo y, boca abajo, la esposaron y le envolvieron la cabeza
con una bufanda. Lo mismo hicieron con Ely, y después con “Gachy”. Así se
la llevaron, con los ojos vendados y las manos esposadas detrás de la espalda.
Al salir de la casa, se tropezó con las piernas de “Chela”, que seguía
boca abajo en el piso, y le dijo “Chau mami”. Afuera esperaban cinco autos
verdes. Apenas nueve días después su cuerpo ingresó a la morgue como NN,
presuntamente proveniente de la comisaría de Tanti.
“No
me quedó nada. Se llevaron todo, a ella y a sus cosas”, dice Chela,
sosteniendo un libro de Juan Gelman que su hija recibió como regalo de su amigo
Julio Carballo, en su último cumpleaños. “Se llevaron todas las fotos y un
montón de recuerdos que yo tenía en una caja rosa, donde estaban las cosas de
la familia y algunas cartas de amor de mi marido”, recuerda la mujer.
Lo
que más lamenta es la pérdida de los textos de su hija. “Ella todo lo escribía,
le encantaba leer y también escribir... Me acuerdo de la primera vez que ella
conoció Buenos Aires y me escribió diciéndome que había como una multitud de
gente por la calle... yo pensaba que ella andaba por las nubes”.
De
esos escritos no queda nada. El único testimonio de la letra prolija de
“Gachy” es la dedicatoria de un libro que ella le regaló a su hermana
cuando ésta cumplió 13 años: “Poemas de amor hispanoamericanos”,
compilado por Mario Benedetti. En la primerapágina se lee: “Para vos,
‘pedazo mío que anda por ahí’, estas poesías para que alguna se la
dediques a tu amor... Con todo el amor del mundo, Gachy”.
“Yo
conservo los libros suyos que se salvaron -recuerda Ely-. Le gustaba mucho leer
a Neruda, a Cortázar... y también la música. Jacques Brel era uno de sus
preferidos. También le encantaban María Bethania, Chico Buarque, Maria Creuza
...”
Y
aunque su madre nunca les quiso enseñar a coser porque quería que ellas fueran
a la Universidad, “Gachy” tenía una habilidad natural para el corte y la
confección. Le encantaba hacer almohadones y cosas preciosas para regalar.
Y
tenía, también, una implacable generosidad. “Un día llegó a casa y dijo:
‘Mami, casi te traigo una hermana más’. Resulta que había encontrado a una
nena vendiendo no sé qué cosa en la puerta de la iglesia Santo Domingo. Ese día
hacía muchísimo frío así que ella le regaló sus guantes y llamó por teléfono
a un amigo para que la llevaran juntos, en moto, a su casa... Ella tenía esas
cosas, esos impulsos”, recuerda la mujer.
Las
tres mujeres vivían de lo que Chela ganaba cosiendo y tejiendo para afuera, más
la ayuda que significaba el sueldo de “Gachy” en el Ferrocarril. Cuando se
llevaron a su hija, Chela se fue con su Ely a la casa de su madre, en Monte
Cristo. Allí pasó algunos años, llorando frente a uno de los pocos objetos
queridos que tenía: una foto de la comunión de su hija desaparecida, colgada
en una pared de la casa materna.
Sólo
salía de Monte Cristo para buscar a la hija que le habían llevado. Y aunque
hasta entonces su vida había transcurrido frente a la máquina de coser,
aprendió a deambular por el país y a visitar despachos oficiales. Como tantas
otras madres, Chela golpeó puertas, hizo colas, soportó la indiferencia y el
mal trato de los coroneles de turno y recorrió las cárceles en las que su hija
nunca había estado.
“Una
vez me mandaron a Buenos Aires, al ministerio del Interior, y de ahí a La
Plata... a preguntar en la cárcel. Pero como yo viajaba en colectivo y no conocía,
me confundí y me bajé en la de hombres... Si al menos me hubieran dicho que ya
estaba muerta...”, repite la mujer, con los ojos mojados y los puños
cerrados, procurando una vez más tragar el dolor y contener la bronca. Pero el
dolor la desborda y la bronca ya no puede guardar silencio: “Lo que pasa es
que además de asesinos, son cobardes”, dice breve y contundente, como si tras
29 años de espera conociera cabalmente a su enemigo.
“Y
sí... nosotras la esperábamos en las Navidades y en los cumpleaños”, admite
Ely, al tiempo que recuerda su impotencia cuando, habiendo perdido ya a su
hermana, le tocó compartir el aula con el hijo del dictador Antonio Domingo
Bussi, que iba a su mismo colegio, en Córdoba capital. “Teníamos que
escuchar cada cosa en esos años... cosas de nuestras maestras, de nuestros
vecinos o de nuestros propios familiares, y a su vez debíamos aprender a
callarnos”.
Y
su madre agrega: “No sé cómo hemos vivido con esta carga... Sin poder
elaborar el duelo y sin poder hablar con nadie, como si tuviéramos algo de qué
avergonzarnos”. Y concluye: “Nos han destrozado la vida”. Y cierra la
libreta, y guarda la pequeña foto, mientras los restos de “Gachy” descansan
ahora junto a los de su padre, en el cementerio de Monte Cristo.
Pensando
sus huesitos cuando llueve
Los
compañeros pisan la sombra
Parten
de la muerte
Circulan
en la noche sensitiva
Oigo
sus voces como rostros vivos
Identificar, un trabajo en equipo
En mayo último
en el Juzgado Federal 3 de la ciudad de Córdoba se notificó oficialmente la
identificación de los restos de Graciela Haydée Torres, en el marco de la
causa “Averiguación de enterramientos clandestinos".
Se trata
de la sexta identificación de una persona desaparecida durante la dictadura
militar, objetivo fundamental del trabajo desarrollado en conjunto por la
Facultad de Filosofía y Humanidades -a través del Museo de Antropología- la
organización Arhista, el laboratorio Lidmo y el Equipo Argentino de Antropología
Forense.
Para
realizar ese trabajo, en forma cotidiana se sigue engrosando el Banco de Datos
Genéticos, con el aporte voluntario de familiares de detenidos desaparecidos
que se acercan al Museo de Antropología, donde mantenemos entrevistas y tomamos
la muestra, que luego derivamos al Lidmo.
Cotidianamente
también, avanzan las tareas de laboratorio en el Instituto de Medicina Forense
de la ciudad de Córdoba, donde participan dos becarias de la secretaría de
Extensión de la Facultad.
Con la
contención institucional del juzgado, la fiscalía y la Facultad, y gracias al
empeño y la capacidad de Carlos Vullo y sus colaboradoras, el respaldo de la
Legislatura de la provincia, la Municipalidad de Córdoba, la cátedra de
Historia Argentina dirigida por Mónica Gordillo, Laura Valdemarca y,
fundamentalmente, de los familiares afectados por el terrorismo de Estado, se
logra desarrollar la tarea que permite que podamos anunciar este nuevo
resultado.
Darío Olmo
Miembro del Equipo Argentino de Antropología Forense