Universidad, trabajo intelectual y evaluación de productividad
Los cambios de modelo que afectaron a la Universidad a partir de los ’90 provocaron importantes distorsiones. La cátedra, un histórico núcleo de producción de sentidos, fue parcialmente desplazada por otras instancias mejor consideradas en la evaluación de la “productividad” académica. El Programa de Incentivo produjo, en ese plano, un impacto notable y que implica riesgos.
Las universidades, según B. Clark, son organizaciones que apoyan, perpetúan y contribuyen a crear el “ímpetu intelectual”. Son, además, organizaciones relativamente desintegradas porque el conocimiento es una actividad abierta, difícil de sistematizar mediante estructuras organizacionales normales. Su control es más o menos difuso, porque el poder de decisión tiende a concentrarse en la base del sistema, es decir, en los profesores.
El trabajo con el conocimiento (disciplina), que se concentra en la cátedra y en los equipos de investigación, tiende a ser la fuerza dominante de la vida laboral de los académicos... Tanto en el terreno simbólico como en el material, trabajar con conocimientos sistemáticamente organizados produce autonomía; autonomía de la razón y libre investigación, y los profesores desarrollan una tenaz resistencia al control estatal. Así, las dinámicas subyacentes a la organización del conocimiento son difíciles de reprimir desde el Estado.
Ese “modelo”, entonces, pone en el centro de la vida universitaria a los profesores y a las disciplinas que desarrollan en las cátedras y en los equipos de investigación. Este poder académico no parece disputarse desde otras agencias que no sean las propias que agrupan a esos profesores (facultades, escuelas, departamentos, cátedras, laboratorios) y la autonomía de los académicos parece sólo regulada desde tradicionales o innovadoras reglas de juego que diseñan, perpetúan o cambian los propios interesados.
De allí que la “flojedad estructural” propia del modelo sea una posibilidad de contribuir a crear el “ímpetu intelectual”, en tanto éste se incentiva desde la confianza en la creatividad individual o grupal sobre las formas de producir o transmitir el conocimiento, materia ésta que, en el modelo, no admite otros controles.
La cátedra y el equipo de investigación, en tanto espacios de productividad individual y grupal, son los que confieren legitimidad a lo que la persona o el grupo produce, más allá de estos espacios. La libertad para trabajar con el conocimiento supone, también, que el impacto de la investigación o de la actividad académica, en general, se logrará si el Estado actúa como dinamizador y promotor a través, sobre todo, de la provisión de recursos, pero no obstaculizando con otras tareas vinculadas al control y la regulación.
Modelos en pugna
Sin embargo, este “modelo” de Universidad ha experimentado cambios singulares. Desde fines de la década de los ’90, se ha profundizado la regulación de la actividad académica por la organización ministerial del Estado. Las visiones que apoyan estas nuevas formas de regular la vida universitaria, giran alrededor de dos argumentos que, según las orientaciones políticas, pueden complementarse o entrar en tensión.
Uno, de carácter netamente economicista, se refiere a la necesidad de controlar los recursos públicos que se le asignan a la Universidad, en razón de que la masividad y la baja de la calidad, que es su consecuencia, sumado a los gastos dispendiosos, la han vuelto altamente ineficiente. Esta argumentación se vuelve hegemónica en orientaciones políticas y económicas neoliberales Hay un esfuerzo estatal por regular la vida académica con criterios inspirados en la lógica del mercado. Abordando, con esos criterios, los conceptos de calidad, eficiencia, competitividad y productividad, se aspira a que el “producto” universitario justifique los fondos públicos que se le destina.
El otro argumento se apoya en la responsabilidad del Estado sobre la cosa pública y la preservación del bien común. En ese sentido, se afirma que “autonomía no es soberanía”. Las Universidades argentinas no son soberanas, sino autónomas y, siendo autónomas, el Estado puede regular los alcances o relativizar lo que es esa autonomía” (Del Bello, J.C. 2004).
Con juntando las dos posturas, podemos afirmar que en la Universidad argentina de la última década los dos argumentos tuvieron representantes y operadores.
La visión puramente economicista de la relación costo - beneficio deja afuera otras formas de medir y evaluar que podrían resultar altamente contradictorias en sus resultados. Por ejemplo, demostrar que la Universidad argentina es eficiente en relación a las condiciones laborales de sus docentes, el contexto de pobreza generalizado y, en consecuencia, las condiciones de estudio en que se desenvuelven los alumnos.
La distribución de los recursos públicos desde ópticas cuantitativas perfilan un control estatal que incentiva la carrera por mayor eficiencia, a fin de acceder a esos recursos, soslayando la difícil y compleja producción de calidad en circunstancias globales muy desfavorables.
La otra orientación, que defiende funciones del Estado que relativizan la autonomía sustantiva, apuesta a “forjar una correspondencia entre los dos niveles: el de la Universidad -su política y su autonomía- y el del Estado -su política, su legislación y su soberanía” (Stubrin, A. 2004). Finalmente, y cualquiera sea la posición adoptada, lo cierto es que “la presión ejercida por el Estado se ha manifestado a través de los mecanismos de financiamiento y de evaluación de la calidad (...) El Estado demanda a las Universidades mayor eficiencia en el uso de los recursos, calidad y equidad” (García de Fanelli, A. 2004).
El incentivo, un regulador
La generalización y aparente aceptación de los controles introducidos al sistema universitario indicarían que pocos están en condiciones de defender una concepción de autonomía absoluta. Sí parece ganar adeptos la necesidad de revisar con detenimiento las formas que se plasmaron para regular la vida académica; entre esas formas el Programa de Incentivo a los Docentes Investigadores, como mecanismo de financiamiento.
Al respecto, hay estudios que afirman que “el impacto mayor de las demandas del Estado sobre las Universidades se observa con mayor intensidad en el plano individual: docentes que están preocupados por mejorar su trayectoria académica realizando cursos de posgrado e involucrándose en proyectos de investigación, o grupos que se organizan para solicitar fondos competitivos en el FOMEC, en el FONCYT o para crear programas de posgrado. Sin embargo, el impacto en el plano institucional no alcanza la misma envergadura” (García de Fanelli, A. 2004).
El Programa de Incentivo,
efectivamente, parece haber cambiado en mayor medida la vida intelectual de los
profesores que el funcionamiento institucional. Dicho Programa ha producido
cambios importantes en la identidad profesional, convirtiendo a docentes en
activos investigadores; multiplicando la producción escrita y su publicación;
ampliando la oferta de congresos y jornadas para exponer las producciones;
multiplicando, en fin, las oportunidades de acreditación para mejorar la
categoría, la que a su vez está atada a nuevas oportunidades de trabajo y
remuneración, sobre todo en los posgrados arancelados.
Semejante movimiento intelectual no siempre genera la calidad que las políticas pretenden. Además de las considerables diferencias cualitativas de lo que se produce y publica, se observan distorsiones que afectan las actividades de las carreras de grado. Parece constatarse que la cátedra de grado ha dejado de constituirse, para los tiempos que corren, en el núcleo de producción de sentidos sobre la vida universitaria y éste se ha trasladado a las acciones productivas con más puntos de acreditación para posicionarse en el ranking de las categorías.
Es obvio que esta distorsión es la consecuencia de políticas inspiradas en un modelo ideal de Universidad, caracterizada por “docentes de dedicación exclusiva, que, a su vez, hacen investigación, que publican en revistas con referato, que asisten a congresos científicos, en otras palabras, que amplían su currículo vitae siguiendo los patrones de funcionamiento de las comunidades científicas internacionales” (García de Fanelli, A. 2004).
Todo lo anterior se pretende en un escenario que muestra una estructura salarial que distorsiona los resultados de cualquier política por el bajo nivel de ingreso promedio y un financiamiento por alumno que no permite el desarrollo de una enseñanza de calidad.
¿Qué evaluar?
Por otra parte, una complejidad que se suma a los avatares que sufren los docentes, se refiere a que las calificaciones que obtienen por su productividad, decidida por pares, está generalmente referida a patrones cambiantes, que se construyen en relación a cómo evaluar las distintas producciones articuladas a contextos académicos y disciplinares diferentes. En un artículo publicado recientemente en el diario La Nación (27/06/05) sobre los sistemas para evaluar el trabajo de los investigadores, se formulan preguntas tales como ¿qué debería premiarse en un investigador: su productividad, la pertinencia de su trabajo, su tarea en la formación de recursos humanos o en la consolidación de su institución, su calidad o sus relaciones con científicos del extranjeros?
Según el especialista Juan
Rogers, citado en ese artículo, “uno de los importantes obstáculos que
encuentra quien quiera evaluar los resultados de la actividad científica es que
tanto la productividad, como la calidad o la pertinencia son valores en
competencia. Para satisfacer uno, a veces hay que sacrificar otro. No se pueden
satisfacer todos en su máxima expresión al mismo tiempo. Otra dificultad por
tener en cuenta es que gran parte del trabajo del investigador, que no se
refleja en sus publicaciones, es lo que ocurre con la formación de recursos
humanos”.
Justamente la cátedra de grado, si bien no forma estrictamente “recursos humanos” para la investigación, es el semillero de futuros profesionales y/o investigadores, a través de los conocimientos que transmite y la actividad intelectual que impulsa. La vida académica en las cátedras de grado no solo debería ser relevante para la formación profesional, sino para crear el “ímpetu intelectual” que la Universidad necesita, si no quiere transformarse en una empresa de productividad constante y calidad sospechada.
Con docentes mal remunerados e impulsados por el sistema a mejorar su productividad, más que su calidad y su pertinencia, el peligro es que no solo la formación de grado pierda jerarquía sino las actividades orientadas a mejorar el sistema educativo en su conjunto. “El estado general del sistema es también responsabilidad de la Universidad; una responsabilidad que la Universidad argentina no ha asumido” (Coraggio, 2004).
Si bien existen actualmente políticas que estimulan la articulación de la Universidad para ayudar a desarrollar los otros niveles del sistema, la pregunta es: cuánto y cómo se valorarán estas actividades en el actual sistema de evaluación de la productividad académica.
Alicia Carranza
Prof. Escuela de la Ciencias de la Educación,
FFyH (UNC)
Citas:
Clark, B. (1983). El Sistema de Educación Superior. Una visión comparativa de la organización académica. Ed. Nueva Imagen. UAM.
Coraggio, J.L. (2004). Financiamiento de la Universidad y proyecto de País. En Delamata, G. (editora). La Universidad Argentina en el Cambio de Siglo. Universidad Nacional de San Martín.
Del Bello, J.C. (2004). Pensar el código genético de la Universidad Argentina. En ob.cit García de Fanelli, A. (2004) Demandas sociales y estatales y respuestas de la Universidad. En ob.cit.
Stubrin, A. (2004) Política Pública y Educación Superior. En ob.cit.