Editorial
Cuando el Estado abandona
se empobrece la esperanza
El estado general de la educación pública está
dejando de ser un motivo de orgullo en nuestro país. Aun cuando no puede decirse
que tuviéramos épocas en las que los logros superaran a los problemas, unas
cuantas generaciones de argentinos apenas o nada educados fueron construyendo
proyectos educativos de calidad y aportando a la construcción de un sistema
ambicioso.
Crecimos elogiando las virtudes y talentos de nuestros maestros y profesores
y la calidad de la formación recibida, e incluso, diría, reconociendo las decisiones
políticas que permitieron diseñar (y rediseñar) un sistema en constante expansión
y para todos los niveles.
En efecto, la educación pública en nuestro
país creció con la pretensión de incluir a todos los sectores sociales,
igualando las oportunidades y estimulando la movilidad social. A lo largo de
décadas de esfuerzos colectivos, contribuyó al desarrollo de la ciudadanía y
los valores democráticos, la expansión y recreación de la cultura y el
desarrollo y la innovación científicas.
En algunos niveles y áreas de la educación pública, muy especialmente en el
caso de la educación universitaria, las mejores expectativas de formación y
los mejores estándares de calidad pueden encontrarse actualmente en las
instituciones con financiamiento estatal.
Ahora bien, es también cierto que el sistemático desacierto de las políticas
públicas, en todas las áreas, en estas décadas posteriores a la recuperación
democrática, sumado a nuestra incapacidad global como ciudadanos para resistir
con inteligencia y valentía esos desaciertos, han hecho ya casi rutinaria la
actitud cada vez más ausente e insensible del Estado.
Combinada con los hábiles y ubicuos poderes no
públicos, internos y externos, que supieron beneficiarse de ese vaciamiento
irresponsable del Estado, llegamos a la penosa situación actual: junto a las
más variadas y apremiantes urgencias y la consiguiente marginación de amplios
sectores de la población, un clima social enrarecido asociado a una crisis de
confianza en los mecanismos de la representación política y recursos (y
políticas) insuficientes.
Se podría pensar que no son las condiciones más propicias para priorizar los
problemas estructurales de educación. Pero justamente, pocas políticas son
más viciosas que aquellas que postergan y someten a la inanición y el abandono
al sistema de educación público: las nuevas generaciones, cuya formación
depende de la escuela pública, perderán con su deterioro las oportunidades
sociales que agravarán su situación, mientras los que puedan reunir los
recursos económicos suficientes, buscarán en ámbitos educativos privados la
organización, previsibilidad, seguridad incluso, que el Estado no puede
garantizar en sus escuelas públicas. Ellos también abonarán con su
auto-exclusión la misma ruptura social.
No se trata sólo de que el Estado abandona a
los pobres, sino de que, empobreciendo las escuelas y las universidades,
empobrece a cada vez más ciudadanos y abandona, junto a todos ellos, las
esperanzas colectivas de recrear una comunidad política integrada y
democrática, donde sea posible convivir y valga la pena tener proyectos.
Una de las formas predilectas que los poderes políticos han tenido de expresar
su falta de inteligencia sobre la importancia estratégica de la educación se
puede resumir en esta perversa secuencia: postergar regularmente los
presupuestos educativos y desoir las demandas de recuperación salarial, esperar
el incremento de los embates gremiales y las protestas de los maestros y
profesores, conforme se aproximan los calendarios electorales, demorar las
respuestas hasta donde las dosis de conflictividad social lo permitan, y por
fin, sólo si es políticamente inevitable, después de apelar a la
responsabilidad cívica de los educadores (y amenazar a quienes no se
disciplinen), anunciar algunas tibias mejoras salariales.
En esta lógica circular de los reclamos y las respuestas electorales, los
universitarios solemos quedar del todo afuera, y no para nuestro beneficio
(tampoco para nuestro mérito). No sé si atribuirlo a una crónica confusión
entre nuestras responsabilidades laborales (y cívicas) y la necesidad de luchar
por su mejor y más pleno ejercicio, o a la simple resignación ante tantas
derrotas, o al escaso compromiso y desconfianza hacia las representaciones
gremiales, o a la compleja y heterogénea estructura salarial que nos divide en
docentes con pocas horas y docentes con dedicación exclusiva.
El caso es que, en esta lógica de la presión y el conflicto, nuestra actitud
pasiva, incluyendo nuestras pasivas adhesiones a medidas de fuerza resueltas sin
nosotros y sin un marco general que les dé sentido, resulta previsiblemente
anodina y a veces brutalmente contraproducente.
Las razones para encarar la urgente recuperación del presupuesto para la
educación pública, en todos sus niveles, sobran: que se incorporen a los
salarios la totalidad de las sumas no remunerativas y no bonificables, que se
incrementen sustancialmente los salarios en todas sus escalas, que se
incrementen de un modo también significativo las dedicaciones horarias de los
cargos, que se mejore la proporción del presupuesto destinado a gastos (bienes,
servicios, mantenimiento) que no son los salariales.
Nos falta más imaginación, continuidad y firmeza para defender estos reclamos, y sobre todo, una reflexión profunda acerca de cuáles poderes políticos estamos contribuyendo a sostener con nuestro voto.
Dra. Carolina Scotto,
Decana FFyH (UNC)