Editorial

Sobre los usuarios de bibliotecas universitarias y la confidencialidad de sus datos

Todos nos preguntamos cómo sería el mundo hoy si no hubiera ocurrido el 11/S. Puede que un mundo diferente surgiera desde ese atentado cuando no solamente se derrumbaron las Torres Gemelas en Nueva York, sino que además fue el día en que todos comenzamos a vivir con miedo. Un miedo que nos paraliza porque no tenemos la capacidad de reconocer dónde será el próximo y si sobreviviríamos.

Con ese atentado no sólo perdimos la capacidad de vivir en paz sino además perdimos la privacidad y la intimidad.

A raíz del 11/S, los Estados Unidos se embarcaron en una lucha por destruir una cultura diferente que choca con sus intereses, comenzaron lo que ellos llamaron una nueva cruzada con el objetivo principal de enfrentarse a musulmanes que no entienden de paz y convivencia.

Pero no sólo fue la guerra en el Afganistán Talibán o la ocupación de Irak, con el derrocamiento de un gobierno de características no compatibles con el sueño americano. El objetivo era terminar, en nombre de la democracia, con toda línea de financiación a quienes los norteamericanos se empeñaban en afirmar eran los autores materiales e intelectuales de esos atentados.

También se dictaron leyes y una particularmente crítica. Se trata del “Acta Patriótica”[1], o sea, la ley que les concede a los servicios secretos de EE.UU. carta blanca para vigilar la vida privada de los ciudadanos estadounidenses bajo el pretexto de protección contra el terrorismo y que todo sea investigado. No sólo legalizó la escucha de las conferencias telefónicas, la intercepción de la correspondencia y los mensajes del correo electrónico y la vigilancia externa, sino también formas más refinadas de intervención en la vida privada, tales como sustracción en secreto de documentos de trabajo e historias clínicas. Los servicios secretos hasta llegaron a ver las tarjetas bibliotecarias de los norteamericanos a fin de saber si leen literatura subversiva. También a través de la lectura se puede conocer el perfil de un asesino. Y todo eso sin autorización.  

Afortunadamente nuestro país aún está un poco lejos de esa psicosis, aún no tomamos conciencia de todo lo que nos espían.[2]

Pero el “Acta Patriótica” generó entre los bibliotecarios norteamericanos y de otros puntos del planeta un debate intenso sobre la ética profesional.

Tal vez hayan visto la película “Siete pecados capitales” que, al margen de sus virtudes como film, desnudó una realidad que nos dejó pensando a todos quienes trabajamos en bibliotecas y tenemos acceso a registros de lectura de nuestros usuarios. En el film, un policía accedía a los registros de lectura de la Biblioteca Pública de Nueva York,  una de las más grandes e importantes del mundo; pero lo hacía solapadamente y en connivencia con un guardia de seguridad privado en horario nocturno, o sea cuando la cantidad de empleados era menor (muchas bibliotecas en Estados Unidos están abiertas las 24 horas) y el movimiento de público también bajaba.

Porque de esta manera muy simple nadie, ni siquiera la policía, puede husmear en los registros, sólo se puede acceder a ellos con una orden judicial debidamente fundamentada.

Algunos sistemas de préstamo automatizado poseen la capacidad interna de generar una base de datos donde figure un listado completo de los libros o cualquier otro material bibliográfico que utiliza un lector.  Pero esto, desde nuestro punto de vista, no es legal ni ético, puesto que es una invasión a nuestra privacidad y una clara violación a nuestros derechos civiles.

Todos sabemos que no debemos abrir correspondencia, que no podemos ingresar a una computadora ajena, mucho menos abrir el correo electrónico y los archivos en ella existentes, eso es delito aún cuando todavía en nuestro país no se haya legislado con profundidad sobre el tema. Es decir, estamos en manos de quienes quieran ingresar en nuestros registros electrónicos de datos.

Según un docente que dictó a fines de los 90 un curso de actualización sobre automatización de bibliotecas, los sistemas integrados utilizados en su país, España, no guardaban el registro de lectura de un usuario, sólo se cruzaba la información mientras el libro estuviera en poder de un usuario a través del préstamo domiciliario, y cuando era devuelto a la biblioteca, sólo quedaba en la base oculta el dato de que tal lector había retirado un libro pero no cuál libro. No se identificaba qué había leído y, por otro lado, en otra base quedaba el registro de qué libro era retirado pero no quién lo había retirado.  De ese modo, no se podía cruzar la información a futuro y a los fines estadísticos estaba todo correcto.

Cuando se comienza a automatizar aquí, nuestro sistema de préstamos  rudimentario y gratuito, genera una base de datos con total impunidad y la misma se almacena en la computadora madre y queda vigente de por vida o hasta que alguien decida borrar la información; quedan registrados todos los libros que un usuario ha retirado identificando de esa forma un perfil de intereses, pudiendo acceder a ellos en cualquier momento.

Aquí vuelve la discusión a nuestro ámbito. ¿Qué pasa en las bibliotecas universitarias? ¿Se sigue generando esa base o se la anuló? ¿Hay alguien que nos controla o, simplemente, como no tenemos idea de eso o no nos interesa, dejamos que  suceda? ¿Qué hubiera pasado si sobre los finales de los ‘70 ya hubiéramos estado con las bibliotecas universitarias totalmente automatizadas y las fuerzas de seguridad y las fuerzas armadas hubieran tenido acceso a esos registros? ¿Serían 30 mil los desaparecidos o serían más? ¿Porqué no adoptar una postura?

Sostenemos que esto es algo sobre lo que hay que trabajar y los bibliotecarios somos responsables de destruir esa información y así evitar los problemas que su almacenamiento pudiera generarnos, a nosotros como profesionales de la información, y a la comunidad por una flagrante  violación de su privacidad.

Con respecto al “Acta Patriótica” cabe aclarar que colegas de otros países se han manifestado abiertamente en su contra, además fue rechazada formalmente por la American Library Association[3]

Si fuimos capaces de obligar a una editorial a distribuir un libro[4] de Michael Moore que hablaba en contra del gobierno norteamericano y con ello desenmascarar una realidad oculta y fuimos capaces de formar el colectivo Bibliotecarios por la Paz[5], creo que debemos ser capaces también de ser los bibliotecarios que nuestra Universidad se merece y pensar y decidir que no es correcto mantener los registros de lectura y con ello asegurarles a nuestros usuarios su intimidad en el contacto con el libro y, por ende, con el conocimiento. Por respeto a ellos, se lo debemos. Por respeto a ellos,  lo haremos.

Como dijo Michael Moore “¡Malditos bibliotecarios! Dios los bendiga. No debería sorprender a nadie que los bibliotecarios fueran a la vanguardia de la ofensiva. Mucha gente los ve como ratoncitos maniáticos obsesionados con imponer silencio a todo el mundo, pero en realidad lo hacen porque están concentrados tramando la revolución, se les paga una mierda, se les recorta la jornada y los subsidios y se pasan el día recomponiendo los viejos libros maltrechos que rellenan sus estantes. ¡Claro que fue una bibliotecaria la que acudió a mi ayuda! Fue una prueba más del revuelo que puede provocar una persona ….”

 

Silvia María Mateo

Directora de la Escuela de Bibliotecología


 

[1] http://thomas.loc.gov/cgi-bin/bdquery/z?d107:h.r.03162 [consulta: 19 de abril de 2006]

[2] Argentina. Ley de Protección de los Datos Personales. Buenos Aires : Red de Consumidores, 2000

[3] ALA Resolution on the USA Patriotic Act and Related Measures That Infringe on the Rights of Library User  [en línea] www.ala.org [consulta 19 de abril de 2006]

[4] Moore, Michael. Estúpidos hombres blancos.  Barcelona : Ediciones B , 2001

[5] http://www.libr.org/peace/ [consulta 19 de abril de 2004]