Opinión
El gobierno anunció recientemente que permitirá a los alumnos ver los partidos de fútbol del campeonato mundial en los que juegue la selección nacional. Tras la polémica generada en los medios de comunicación, Alicia Carranza –docente de la Escuela de Ciencias de la Educación de la FFyH- critica las diferentes posiciones que surgieron a raíz de esta decisión gubernamental y analiza las posibilidades reales de transformar la propuesta en una oportunidad de “experimentación educativa”.
Hace unos días se desató una controversia generalizada acerca de la decisión, asumida por algunas autoridades educativas, de permitir la transmisión en las escuelas de los partidos de la selección nacional, durante el próximo mundial de fútbol.
A la controversia se sumaron docentes, gremialistas, políticos, funcionarios, rectores y ex rectores de universidades y colegios nacionales, docentes universitarios, maestros, profesores, padres, estudiantes. Las discusiones tuvieron, en algunos casos, una fuerte carga emotiva y los argumentos, en general, fueron diametralmente antitéticos. Unos defendían la medida aduciendo, entre otras cuestiones, la responsabilidad que tiene la escuela de hacerse cargo de esta parte de nuestra realidad cultural y transformar la oportunidad en una experiencia de reformulación de principios, reglas y valores, al mismo tiempo que en una ocasión para desarrollar conocimientos disciplinarios en torno a la historia, geografía, matemáticas, etc., vinculados a los países y sus culturas, representadas por los equipos presentes en ese evento.
Los críticos a esta decisión apelaban al argumento de que la escuela es el lugar del saber disciplinario y de la construcción de valores y comportamientos, en ocasiones, reñidos con los del entorno, ganado por el exitismo, la competencia y el negocio económico, dimensiones valorativas de las que el fútbol, es hoy, un ejemplo por demás ilustrativo.
Semejante despliegue argumentativo y mediático en torno al tema del mundial de fútbol en las escuelas me pareció, por lo menos, exagerado y algo simplista.
Personalmente pienso que una posición menos apasionada, más racional, reflexiva y práctica, nos permitiría relativizar los fundamentos de cada una de las posiciones.
Si por un lado el fútbol, más allá de ser un negocio multimillonario, es una pasión sentida profundamente por millones de personas, esto significa que tiene un lugar en la conformación de las identidades subjetivas y esta realidad no puede ser soslayada por las instituciones cuya función social es la formación o transformación de las conciencias. Esta transformación no sólo se produce en la transmisión de las disciplinas académicas. Reflexionar sobre los sentidos que tiene este deporte para los púberes y jóvenes, sobre las conductas que semejante pasión desata en las multitudes y en los jugadores, examinar esas conductas, imaginarse otras, contextualizarlas en el conjunto de las prácticas sociales que hoy predominan en nuestra sociedad, es una oportunidad de contribuir a la construcción de una conciencia crítica y ciudadana.
Pero también el fútbol, precisamente porque tiene una dimensión emotiva de alto voltaje asociada al placer, a momentos de ocio, esparcimiento y comunicación afectiva, no se presta fácilmente al objetivo de “escolarizarlo” al punto de transformarlo rápidamente en un contenido “transversal” de las asignaturas académicas.
Pero entonces, convengamos que “ni tanto, ni tan poco”. La escuela no debería excluir la oportunidad de hacerse cargo de un fenómeno social y experimentar tanta reflexión y controversia como sea posible y deseable. Tampoco creer que pueda “academizarse” demasiado.
Al fin de cuentas, el éxito de una buena enseñanza está asociado a la habilidad del docente para articular los contenidos de las disciplinas, abstractos y lejanos, con la vida presente del sujeto y lograr de ese modo el interés que se busca para que se produzca el aprendizaje. Una estrategia exitosa suele consistir en tomar como punto de partida la experiencia vital del alumno. En este caso, la operación sería similar: articular lo que siente y piensa, desde el sentido común o la vivencia emocional, a una reflexión que acerque conocimientos.
Por cierto que esto puede hacerse sin suspender clases y sin pasar la transmisión de los partidos en la escuela. Sin embargo, la posibilidad de compartir lo emocional colectivamente suele generar un escenario diferente, donde lo informal desritualiza lo escolar tradicional y provoca otra comunicación, quizá más comprometida con lo que se dice y se hace.
Todo lo anterior no sólo es opinable, sino totalmente relativo. Muchos factores condicionan el éxito o fracaso de la experiencia. Por un lado, la edad de los alumnos, el clima institucional, las posibilidades de “contención” de la institución, y sobre todo la disposición y habilidad de los docentes para transformar la propuesta en una oportunidad de “experimentación educativa”.
De todos modos, me gustaría una sociedad donde los padres no aceptaran que sus hijos falten a la escuela para ver el fútbol en casa o en algún boliche y escuelas que incorporaran la reflexión sobre el fenómeno social sin suspender las clases. Esto supondría un valor asignado al conocimiento sistemático y a la escuela por sobre la satisfacción inmediata de emociones. Sin embargo, hoy, con sentido de realidad, prefiero a los pibes en la escuela, advirtiendo, sin embargo, que si las instituciones no intentan una experimentación educativa diferente a cierta rutina simuladora de aprendizajes o a ciertos comportamientos solamente catárticos de emociones, la escuela vuelve a colocarse en un lugar cuestionado como institución específica de construcción de conocimientos.
Por
Alicia Carranza
docente de la
Cátedra Organización y Administración Escolar
y directora de la carrera de posgrado en Pedagogía de la Formación
de la Facultad de Filosofía y Humanidades
(UNC)