Documento elaborado por la “Comisión uso inclusivo de la lengua”, convocada desde la Escuela de Letras de la FFyH e integrada por Paulo Aniceto, Amparo Argüello Solís, Beatriz Bixio, Sofía De Mauro, Guadalupe Erro, Eduardo Mattio, Marcelo Moreno y Cecilia Pacella.
En septiembre de este año, el HCS aprobó ‒a partir de la reformulación de un proyecto presentado por Estudiantes por la Universidad Pública‒ una resolución para el uso de un “lenguaje incluyente”, “inclusivo” y/o “no discriminatorio” para discursos académicos y administrativos dentro del ámbito universitario (HCS-2019-1095-E-UNC-REC). Por su parte, se presentó otro proyecto desde una comisión conformada hace un tiempo para la confección de un Manual de Estilo, con recomendaciones para el “empleo de palabras y formas de la lengua castellana” que eviten, “en la medida de lo posible”, el uso del masculino genérico, según aparece en el portal de la UNC. Los dos artículos que se desprenden de aquella resolución dicen, en primer lugar, que se recomienda a los consejos directivos de las quince facultades y a los colegios preuniversitarios de la UNC habilitar el uso del lenguaje inclusivo en aquellos ámbitos de su competencia y que se entiende por éste “toda manifestación libre de palabras o frases o géneros que reflejen visiones prejuiciosas, estereotipadas o discriminatorias de personas o colectivos sociales; toda expresión no nominativa o no designativa de género como así también el uso de perífrasis y relativos en reemplazo del uso de pronombres”.
Como comunidad de la Facultad de Filosofía y Humanidades, hemos creado una Comisión para la escritura de las siguientes páginas, que dan cuenta del interés de las Humanidades respecto de la complejidad del asunto y que, a partir de los vistos y considerandos de la resolución propiamente dicha, extiende algunos argumentos y reflexiones que estimamos de pertinencia académica y política.
Sobre la(s) lengua(s): apreciaciones iniciales
Uno de nuestros primeros planteos aborda la denominación lenguaje inclusivo, expresión que parece depositar en el lenguaje la capacidad de incluir o excluir, con independencia de la agencia de las instituciones y de l*s sujet*s. Cabe preguntarse, entonces: ¿Qué entendemos por lenguaje y por lengua? ¿Cuál es esa lengua castellana a la que comúnmente nos remitimos? ¿Cuál es el adentro de la lengua y, consecuentemente, el afuera, que habilitaría una inclusión y una exclusión?
Desde una concepción esencialista muy difundida, el cambio lingüístico se percibe como degradación de un estado de naturaleza del lenguaje ajeno a los procesos socio-históricos que están detrás de cualquier historia de una lengua (Blommaert, 1999), sobre todo aquellos que contribuyen al establecimiento de una lengua nacional. Así, prevalecen hasta el día de hoy posturas que replican ciegamente cierto darwinismo lingüístico que consiste en presentar algunos supuestos de la evolución lingüística relacionados con causas intralingüísticas, desconociendo toda una serie de factores de otro tipo (políticos, económicos, culturales) que intervienen en este proceso (Mendívil Giro, 2012). De esta manera, siguiendo a Moreno Cabrera (2008), se “desideologiza” un estado de lengua y se lo muestra como natural, dado de una vez y para siempre (Woolard y Schieffelin, 1994). En realidad, lo que se presenta como “lengua castellana” no es más que una variedad entre otras; por lo general la de los sectores que regulan el mercado lingüístico (Bourdieu, 1985) y que la establecen como la lengua estándar. En este contexto de homologación entre lengua castellana/lengua estándar/lengua dominante (Calvet, 2005) cualquier alteración llevada a cabo por les hablantes es estigmatizada desde la figura del error o desde la amenaza de un uso aberrante que acabará por imponerse. Como advierte Halliday (1982), la resistencia a admitir otras formas de habla o el cambio en una lengua no pone en evidencia sino el temor hacia nuevas formas de significación que desestructuran las clasificaciones preestablecidas.
Hace ya un tiempo que la lingüística ha refutado el mito de la existencia de variedades lingüísticas intrínsecamente mejores que otras, lo que ha habilitado el supremacismo lingüístico (Moreno Cabrera, 2008). Como sabemos, en realidad, la lengua estándar es un sistema abstracto que nadie usa completamente en tanto hablamos variedades sociales y regionales de una lengua. Las academias e institutos de la lengua imponen la idea anquilosada de que la lengua castellana es algo fijado (o que solo ellos pueden fijar), que debe ser reproducido fielmente, como también la de una homogeneidad que no es tal. Esta aparente unidad de la lengua es, en definitiva, una ficción: la lengua, cualquier lengua, no es más que pura variación, es un mosaico de dialectos, sociolectos, registros e idiolectos que se diferencian por sus funciones y por el grado de legitimación que adquiere cada variedad en determinadas circunstancias históricas y sociales. Esta aparente paradoja pone al descubierto no solo la variedad de lenguas, sino las muchas lenguas dentro de una lengua. Y también, la necesidad de deconstruir lo que se nos expone e impone como el uno de la lengua (Derrida, 1997).
Algunas precisiones: lenguaje no sexista y lenguaje neutro
Blas Radi y Marina Spada (2019) remarcan que no es conveniente confundir los términos lenguaje no sexista y lenguaje neutro ‒que suelen aparecer bajo la etiqueta lenguaje inclusivo‒, dado que se trata de “estrategias de intervención lingüística que reconocen genealogías, propuestas, agentes y objetivos que son muy distintos y hasta, en ocasiones, contrapuestos.” Entendemos que es importante profundizar en estas precisiones no para desambiguar los términos en búsqueda de definiciones llanas, sino, en todo caso, para poner sobre la mesa una de las cuestiones de fondo que creemos más relevantes: la explícita intervención de la sociedad sobre la lengua (Guespin y Marcellesi, 1987; Narvaja de Arnoux y del Valle, 2010; del Valle, 2019) o, más bien, el carácter de intervención política por/para/desde/con/en el lenguaje, que supone el “lenguaje inclusivo”.
Lenguaje no sexista
En el centro de la agenda feminista de “la segunda ola”, aparece el tema del sexismo lingüístico (Lakoff, 2004 [1975]).[1] La categoría lenguaje no sexista intenta visibilizar las relaciones de poder androcéntricas de la sociedad en las que se ha identificado al hombre y lo masculino con el “parámetro de lo humano”, de lo normal, de lo universal y generalizable. Lo que, consecuentemente, ubica a la mujer y lo femenino como lo secundario y subsidiario al sexo masculino. Según Robin Lakoff y otras lingüistas que trataron el tema, las relaciones asimétricas entre dos de las identidades sexo-genéricas –hombres y mujeres– tienen un correlato lingüístico; la lengua así, tiene la capacidad de reflejar fenómenos sociales. En efecto, el interés estaba puesto en mostrar “cómo el sexismo se expresaba en las prácticas lingüísticas” (Radi y Spada, 2019), estableciendo una relación causal: la forma de la relación social se refleja en el lenguaje, como en un espejo. Al decir que algunos rasgos de la gramática, palabras o frases “reflejan” visiones prejuiciosas, estereotipadas o discriminatorias, estamos diciendo que esas visiones no son algo que está en el lenguaje sino que proviene de afuera. Y entonces, desde esta postura, se trata de un fenómeno que no le compete específicamente al lenguaje, sino que solamente se refleja en él. Eso excusa al lenguaje y hace que estos rasgos de las formas lingüísticas sean percibidos como un ataque desde afuera.
Esta mirada pronto encontró su réplica en la producción de recursos didácticos de instituciones universitarias, editoriales, medios de prensa, organizaciones sociales y organismos gubernamentales que propusieron manuales o guías de uso, es decir, un conjunto de usos preferibles ‒sin salirse de los marcos de la gramática oficial‒, que, en muchos casos, también asignan un carácter causal a la relación entre el cambio lingüístico y el social pero invirtiendo el orden que Lakoff había advertido (en Radi y Spada, 2019): las construcciones de la lengua producen un estado determinado de diferencias sociales.
Lenguaje neutro
Por otra parte, con la expresión lenguaje neutro se alude a aquella intervención en la lengua castellana que rompe con el binarismo de género de la gramática española para los seres animados e incluye uno tercero, neutro –ni masculino ni femenino‒, que aparece como no marcado, que no es indicador del sexo. Esto es, mediante una serie de marcadores como la *, la e, la @, se marca la no marca de género, disputándole, así, a la “o” la presunta cualidad de género no marcado. Según este criterio, los marcadores neutros vendrían a incluir todo lo excluido por los dos géneros marcados y lo que no se contempla en el no marcado. Fueron, fundamentalmente, miembrxs de los colectivos queers[2] y trans[3] quienes impulsaron estas nuevas formas, “en la búsqueda de desarmar el imperativo de la diferencia sexual y el binario de género, que marcan con violencia la vida de personas queers y trans*” (Radi y Spada, 2019).
Así, el lenguaje neutro
[…] impugna y desestabiliza la gramática de la identidad que codifica nuestra experiencia cotidiana, haciéndole perder su transparencia inicial y su pretendida espontaneidad, abriendo el universo de discurso a aquellos cuerpos y subjetividades que no se acomodan a la grilla hermenéutica del binario de género y la diferencia sexual. Por otro lado, las personas trans* reconocen en el lenguaje uno de los campos de batalla fundamentales en los que debe negociarse el reconocimiento de su identidad. (Ibídem).
Sin embargo, Radi y Spada también entienden que muchas veces la utilización del lenguaje neutro funciona “como un mecanismo para generar una fantasía de inclusión sobre una base fuertemente excluyente” (Ibídem). Y esto sucede cuando, de hecho, se utiliza para incluir solamente a mujeres cis,[4] como con el lenguaje no sexista.
La/os gramática/os, frente a esta innovación lingüística responden que no resulta necesaria pues el morfema “o” puede cumplir tanto la función de marcación de género masculino (el perro en oposición a la perra) como la de género no marcado, o sea, que no indica sexo (sea como generalizante: el perro es un animal canino o pluralizado: los perros de la plaza).[5]
Explicar el uso de la e como expresión capaz de aglutinar las posibles identidades bajo un nuevo género, el neutro, posiblemente reproduce la lógica binaria que domina la gramática oficial que solo se “enmienda” con el agregado de un tercer miembro. En efecto, esta intervención, de amplia repercusión y con niveles variables de aceptación, implica un importante avance en relación con el binarismo. Sin embargo, en definitiva, propone una nueva clasificación de género ‒ya no de dos, sino de tres miembros‒, mientras el objetivo de desestructurar el lenguaje debe identificarse con el de hacerlo permeable a una infinita variedad de experiencias y construcciones de nuestras relaciones de género y con el desmantelamiento de toda posición generizada.
Se hace necesario, por lo tanto, poner de manifiesto que la norma que resguarda esa función para el masculino no es necesaria, que apareció en un momento preciso de la historia sobre la base de un conjunto de condiciones de posibilidad. En el concepto mismo de no marcación, y aun en el de neutralidad, parece haber un reconocimiento de algo que escapa al dominio gramatical y, al mismo tiempo, un intento de eludirlo.
Uso inclusivo de la lengua
En relación con el uso inclusivo de la lengua hemos visto, por un lado, el enfoque que sostiene que los usos lingüísticos nombran las relaciones sociales que preexisten aseguraría que esos usos encuentren sus modelos en esas relaciones en cada momento. Por otro lado, el punto de vista que sostiene que los usos dominantes de la lengua son la causa de los (des)equilibrios de la estructura social afirmaría que esos modelos deben buscarse en el mismo sistema de expresiones lingüísticas en un momento dado y en sus cambios.
El contenido de nuestra reflexión sobre el uso inclusivo de la lengua en nuestra Facultad, pero también en el ámbito universitario en general, dedica un esfuerzo a pensar en este punto, desde aportes de la sociolingüística crítica, de la sociología constructivista y de la filosofía del lenguaje, reconociendo e insistiendo, en que el uso inclusivo de una lengua no se agota en la gramática relativa al género (masculino y femenino) sino que afecta a la misma complejidad del uso del lenguaje. Es decir, se vuelve relevante reflexionar respecto a quién asume el derecho al uso de la palabra, qué cantidad de discurso corresponde a cada turno, quiénes están autorizados a pronunciarse y con qué restricciones, qué contenidos son pasibles de actualizarse mediante el discurso, con qué metáforas, con qué claves, géneros, gestos, etc.
Desde las primeras investigaciones sobre lenguaje y género se reconocieron ciertos desequilibrios en este sentido: en intercambios mixtos se ha observado que los hombres acaparan la palabra, hablan en voz más alta, sus turnos de palabra son más largos, tienen mayor legitimidad para interrumpir la palabra femenina, para cambiar el tema, etc. (Tannen, 1996; 2001), e incluso las metáforas pueden hacer referencia también a ciertas construcciones de lo femenino que establecen analogías con lo pagano, lo desviado, lo inmoral, hasta el uso recurrente de la sensibilidad, la emocionalidad y la debilidad.
En definitiva, ante las preguntas por las formas adecuadas de nombrar nuestra lectura de esta problemática, en la complejidad que le reconocemos, surge una respuesta posible, que propone la categoría uso inclusivo de la lengua. La noción implicada refiere a qué o quién es pasible de ser calificado/calificadx como inclusiva-excluyente. Concluir sobre la naturaleza inclusiva del lenguaje conlleva una operación abstracta que requiere tareas complejas: definir lenguaje, repertorio de formas lingüísticas disponibles para el usuario de la lengua, que decide cuáles de ellas realizar en sus enunciados cotidianos, establecer límites entre un afuera y un adentro del repertorio y atribuirle a esta entidad conceptual (el lenguaje) la acción de incluir/excluir. Reconocemos el valor de emprender esas tareas y no eludimos su complejidad, pero aquí, creemos esencial destacar un aspecto del problema que la categoría lenguaje inclusivo no pone en primer plano: la acción inclusiva o exclusiva, por medio del uso de la lengua, es realizada siempre por unx agente, y los límites que marcan un afuera y un adentro resultan de enviar al exterior o reconocer y visibilizar las múltiples identidades sexo-genéricas en nuestras comunidades.
En sus últimas conceptualizaciones (no necesariamente académicas) el esfuerzo por tensionar la gramática se entiende como una acción política que no sólo visibiliza la existencia de un conjunto de sexualidades no binarias sino, y fundamentalmente, da un espacio en el lenguaje a procesos de identificación variados que no se reconocen a sí mismos bajo ninguna rotulación previa y los consagra en relación a opciones de género vivido. Se entiende que el cambio lingüístico es tanto causal de un cambio en las representaciones sociales como un efecto de cambios en las representaciones.
En general, la reflexión sobre el uso inclusivo de la lengua asume una postura más compleja ‒a la que adherimos‒, que piensa de otro modo la vinculación entre nuestro habitus lingüístico y las relaciones sociales. No hablamos de la relación entre el cambio lingüístico y el cambio social en los términos feministas de ‘la segunda ola’ ni en gran parte de los de los recursos elaborados por instituciones desde finales de los 80. Los enunciados, las palabras de una lengua, son activos componentes del mundo social porque construyen divisiones y diferenciaciones, mediante ritos institucionales que los legitiman. Estos ritos garantizan que su locutor no hable en nombre propio sino en tanto representante, portavoz, de un espacio socioinstitucional. El capital simbólico o el poder que esos ritos poseen para legitimar o contradecir los enunciados dominantes sobre las relaciones de género nos señala la importancia del papel que debe cumplir en esta tarea la universidad pública.
Las estructuras de dominación en las que se asientan las gramáticas sexistas no tendrían la legitimidad de la que gozan sin actos enunciativos que las consagren todos los días al carácter de distinciones, de verdades incontestables, apelando al reconocimiento de autoridad de su fuente. Así, el uso inclusivo de la lengua no apunta a sacar a la luz lo que el uso sexista estaría solapando, porque este último expresa sin reparos los dualismos sexualizados que se determinan en las estructuras de dominación, los consagra explícitamente como cosa legítima; hablamos, en todo caso, de disputar tal dominación. En síntesis, ni causa ni consecuencia. Se trata de una batalla continua en la que se juegan estrategias para otorgar reconocimiento, legitimidad simbólica, a determinadas divisiones del mundo social que, mediante las palabras, configuran verdaderas operaciones de percepción (Bourdieu, 1985: 66).
El hecho de que las verbalizaciones sexistas y binarias que emergen a diario en los espacios que habitamos y transitamos contribuyan a esta legitimación simbólica tiene, desde esta perspectiva, una explicación. Primeramente, la legitimidad que le otorgan gramáticxs, academias de la lengua e instituciones pedagógicas que la confirman y la confirmaron por siglos. Esas expresiones y lxs agentes que las emiten dotan de un estatus jurídico (de deber ser) a las representaciones dualistas sobre las identidades, que se instituyen de hecho en el mundo social. Esas representaciones que emergen y se conforman en comunidades concretas no sólo hacen referencia a un sistema de denominaciones y a sus objetos, sino también a evaluaciones sociales de ese sistema.
En definitiva, la persistencia de tales representaciones termina por instaurar regímenes de normatividad (Schieffelin, Woolard y Kroskrity, 1998; Kroskrity, 1990) que articulan la relación entre las formas lingüísticas y su valor social (Arnoux y del Valle, 2010). En el marco de este dominio normativo, ciertas representaciones dualistas de las relaciones de género pugnan por seguir prevaleciendo. Ellas solventan un discurso de imposición o institución que produce un efecto de extrañamiento: hacen percibir las cosas encasilladas en esos regímenes de normatividad que han instaurado como el sentido común o lo evidente (Bourdieu, 2009).
Pero lo hacen, legitiman los dualismos sexualizados, nombrándolos. No ocultan sus ideas binaristas, sino el hecho significante de que son tales agentes y expresiones las que las imponen y, por lo tanto, ocultan otro hecho: que otras expresiones y agentes siempre pueden contraponerse debido a la arbitrariedad constitutiva de las cosas de lenguaje.
En este sentido, los usos inclusivos de la lengua pueden irrumpir instalando una polémica en el espacio social, en el que estos actos de consagración o legitimación tienen una fuerza predominante. La potencia de su irrupción en diversos ámbitos y las posiciones reflexivas que clausuran o abren el tema a la discusión, interpelan especialmente a lxs sujetxs universitarixs, llamades a mantener su mirada atenta a la historia de los problemas y a reconocer y poner entre paréntesis los esquemas socialmente incorporados de prácticas y representaciones.
El rol de la universidad pública frente al uso inclusivo de la lengua
Como vimos, la discusión sobre el sexismo lingüístico era sostenida sobre el supuesto de una relación de causalidad. Una postura asegura que un paradigma de designaciones hace existir y delimita un mundo patriarcal y jerarquiza uno de los términos de sus dualismos sexualizados; y la otra, que ese paradigma llega para nombrar lo que ya existe. Una tercera mirada, la que asumimos aquí, resuelve esta relación desde un enfoque sociosemiótico y reconoce un tipo de anudamiento alternativo al de la causalidad. El enunciado ‘hola a todos’ restituye y resguarda la gramática del género no marcado, pero da un paso más. En definitiva, instituye y legitima un orden dado según el cual todes deberíamos sentirnos interpelados por ‘todos’. Aquí, lo dicho no es la causa de una situación de hecho (de la interpelación) ni su consecuencia, sino las dos cosas al mismo tiempo. El enunciado refuerza una determinada forma de administrar el poder de decir las relaciones de género (Haug, 2006) en un momento dado, y lo hace repetitivamente, en cada conversación, en las aulas de las universidades y en las escuelas, en los medios de comunicación, en las iglesias y en los actos políticos.
En la revisión o la conservación de esta gramática de la identidad que ha codificado nuestras relaciones (Radi y Spada, 2019) se juega el reconocimiento de las subjetividades que no tienen, a priori, correspondencia con elementos gramaticales impuestos con fuerza de ley. En definitiva, nuestro planteo de una tercera postura no se orienta hacia la búsqueda de definiciones antagónicas en las que predomine una determinada postura como única legítima, pero tampoco se orienta hacia una conciliación forzada o necesaria. El cambio lingüístico no es antecedente ni consecuente de las transformaciones en los campos de disputa, sino que se integra dinámicamente a ellas.
Aquí aparece una pregunta: ¿la legitimación de ciertas representaciones sobre las relaciones de género se garantiza sólo con un enunciado? En el ejemplo de ‘hola a todos’, la legitimidad simbólica está asegurada, por paradójico que pueda parecer, por quienes efectivamente se sienten aludidxs. Nuestros enunciados cotidianos constituyen simbólicamente nuestras relaciones, las posiciones que adoptamos frente a un problema, el reconocimiento o la negación de l*s otr*s. Es cierto, esas cuestiones dadas de hecho coexisten con los enunciados, pero son profundamente transformadas por ellos, que pueden confirmarlas o cuestionarlas.
Desde esta perspectiva, o tercera postura, un uso inclusivo de la lengua que reconozca la función de legitimación de los enunciados debería nominar la realidad no-dicha y, por lo tanto, no-legitimada por las gramáticas sexistas de la identidad (Radi y Spada, 2019). Esta realidad tiene, a grandes rasgos, dos dimensiones: (i) la dada en las relaciones de género donde se producen más identidades que aquellas dichas por la gramática, y (ii) la que se describe diciendo explícitamente que esa gramática particular establece a la fuerza un binomio y jerarquiza uno de sus términos. Pensar en el uso inclusivo de la lengua desde el espacio universitario, de sus prácticas significantes es, entonces, pensar en formas abiertas y flexibles de expresar nuestras relaciones de género. Consiste, en otras palabras, en formas de legitimar una representación de esas relaciones como nunca clausuradas, como inestables y cambiantes. Como propone Emmanuel Theumer (2018), también entendemos el uso inclusivo (o “incisivo”) de la lengua como práctica que “incita a la sucesiva expansión de los límites con los que vamos a comprender la inclusión”:
Cuando damos la bienvenida al todes tomamos distancia de una presunción del mundo dividido en “varones” y “mujeres”. Esta apuesta política quizás ha sido la menos comprendida por quienes le critican al “todes” una nueva invisibilización de las mujeres. Pero no se trata de anteponer la visibilidad trans a la de las mujeres cis, sino más bien asumir la imposibilidad de contener a través del lenguaje las múltiples experiencias para con el género y la sexualidad. No se trata tanto de lograr una nueva versión acabada de la lengua castellana como de introducir fisuras a las convenciones lingüísticas mediante las cuales versiones recalcitrantes del género perviven y se actualizan.
En este sentido, entendemos también, volviendo a nuestras primeras reflexiones, que es necesario rescatar el gesto de intervención política de estos usos y acompañar y defender el desborde de sentido que genera en la lengua castellana; aunque (o justamente) cuando esto implique el corrimiento de la norma, lo universalizable y lo normal.
Con este enfoque, un uso inclusivo de la lengua en el espacio de la comunidad universitaria basa su no sexismo en la asunción de una actitud: la de reconocer el papel que la forma de nuestros enunciados juega en la producción y reproducción de nuestras relaciones. En el horizonte de un uso inclusivo de la lengua se encuentra la producción performativa (Butler, 2004; Joseph, 2004; Pérez Navarro, 2008; De Mauro Rucovsky, 2016) de identidades excluidas por la gramática oficial, pero también, la tarea política de dejar al descubierto el hecho de que esta gramática las excluye. Es decir, de hacer visible el hecho de que las identidades, tal como sostienen Grad y Rojo (2008), “son creadas, reproducidas, negociadas, impuestas o incluso resistidas a través del discurso” (p.8). La Universidad Nacional de Córdoba, y la Facultad de Filosofía y Humanidades en particular, son espacios desde donde hacer visibles y describir los efectos que la gramática sexista produce en los modos de vivir la rutina laboral, los hábitos domésticos, las actividades religiosas, las relaciones de pareja, la división de las tareas de cuidado de lxs hijxs, las actividades culturales, el consumo, etc. La universidad pública, en este sentido, debe comprometerse con un proceso reflexivo que ponga en cuestión las prácticas ejercidas en diversos campos del espacio social, en el que distintxs agentes dicen las relaciones de género.
Bibliografía
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[1] El sexismo lingüístico remite a la forma o el contenido del mensaje que resulta discriminatorio, estereotipado o prejuicioso por razones de género, roles de género o sexo, o cuando se invisibiliza a grupos sociales. El sexismo léxico puede verse en el uso preferencial de, por ejemplo, ciertas profesiones, cargos y definiciones de palabras y frases. Por su parte, el sexismo gramatical es el uso del masculino genérico en castellano.
[2] Luego de las décadas del sesenta y del setenta, en las que las autoras feministas angloamericanas debatían acerca de la igualdad y la diferencia, de la justicia y el reconocimiento, el feminismo angloamericano fue criticado desde su interior por una serie de posiciones(lesbofeminismo, feminismo afroamericano, feminismo chicano lesbiano y las feministas pro-sexo o sex radicals) que se basaron, principalmente, en la discusión acerca de la producción transversal de las diferencias y sobre un objetivo común: la constitución del sujeto político del feminismo. Todas estas estrategias políticas coincidieron en plantear la necesidad de cuestionar las categorías identitarias asumidas por el feminismo. La crítica posfeminista de los ochenta al sujeto «mujeres», entonces, tendrá su correlato en el movimiento gay y lesbiano (dado que su objetivo es la obtención de la igualdad de derechos y que para ello se basan en concepciones fijas de la identidad sexual, contribuyen a la normalización y a la integración de los gais y las lesbianas en la cultura heterosexual dominante) y se traducirá en la teoria queer o teoria cuir durante los años noventa. El movimiento queer señalará a este sujeto político, entonces, como un sujeto homogéneo y excluyente. Por el contrario, el colectivo que no entraba en esa identidad (disidentes sexuales, trabajadoras sexuales, trans, discapacitados y diverso funcionales, tullidxs y crips), que escapaba de la homonormatividad hegemónica, se constituye como sujeto político inestable y dispuesto a la rearticulación permanente. Es así como estos microgrupos se reapropian de lo que, en un principio, se entiende como un insulto y se autodefinen políticamente a partir de este término: queer-cuir. Podría, entonces, traducirse la palabra queer como torcido, desviado o perverso, principalmente en el ámbito sexual, llevando el significado de la palabra a insultos fóbicos como marica, puto, puta, tortillera, raritx, trolo, bichas, michês, viados, sapatões, monas, ades, monocos, jotos, saboeiras y otras tantísimas identidades.
[3] La fórmula Trans funciona de modo alegórico al evocar esta multiplicidad sin resumir la complejidad de posiciones posibles y las definiciones que son a su vez objeto de lucha como identidades políticas. Una interesante evocación de esta fórmula se refiere a lo Trans como “todas aquellas personas que han elegido una identidad o expresión de género diferente a la atribuida al nacer, incluyendo a personas transexuales, transgéneras, travestis, cross dressers, no géneros, multigéneros, de género fluido, gender queer y otras autodenominaciones relacionadas” (Aimar Suess, 2010:29). Asimismo, es importante destacar el legado y la historia propia del activismo Trans en el contexto rioplatense y la resignificación singular de la identidad política travesti (Berkins, 2008).
[4] Por cisexualidad o cisgeneridad nos referimos a las fronteras de la diferencia sexual que dividen todas las identidades y expresiones de género entre trans y no trans. La distinción entre hombres y mujeres y personas transexuales funciona sobre una lógica de distribución que privilegia el primer conjunto mientras que desconoce al segundo (o lo reconoce bajo el imperio de una cópula menor). Una explicación simple se refiere al género identificado al nacer, si unx se identifica con éste, es una persona cisexual y si unx no se identifica con el género identificado al nacer, es una persona trans. Invirtiendo la carga de la prueba, la cisexualidad denota a aquellxs que carecen del atributo de ser trans. Por lo demás, el cisexismo mantiene y reproduce la distinción jerarquizante entre el cuerpo «íntegro» y el cuerpo «intervenido». De otro modo, la cisexual supone un ejercicio de privilegio corporal, epistémico y político sobre la trans.
[5] De hecho, la RAE, en la Nueva gramática de la lengua española, lo dice literalmente: “la expresión no marcado alude al miembro de una oposición binaria que puede abarcarla en su conjunto, lo que hace innecesario mencionar el término marcado” (párr. 11.1g).