En Argentina, «el fútbol y el rugby, funcionan como espejos invertidos» pero que «hay un reflejo que los asimila: ambos se construyeron históricamente como espacios de varones cis heterosexuales», escribe en este artículo Nicolás Cabrera, sociólogo y Doctor en Ciencias Antropológicas. Aquí, analiza los sucesos deportivos y sociales de las últimas semanas: el fallecimiento de Diego Maradona y las repercusiones por las acciones y gestos de los integrantes de los Pumas.
Argentina no es un país blanco. Es una nación –¿exitosamente?– blanqueada. Hablamos de un proceso tan largo como vigente sobre el cual los deportes tienen mucho para decir. No porque “reflejen” la sociedad, sino porque la producen. Esta verdad repetida como mantra por quienes hacemos antropología en los deportes –y no antropología de los deportes–, se impuso como pocas veces en la última semana. Del fútbol a la guinda; de Maradona a Matera; de Fiorito a San Isidro; del homenaje a la cancelación; en todos estos contrastes se ostentó lo inapelable: que los deportes –y lxs deportistas– identifican diferentes y jerarquizan iguales a partir de moralidades biologizadas.
No es casualidad ni el cómo ni el cuándo de lo sucedido. Porque en Argentina, el fútbol y el rugby, funcionan como espejos invertidos. Hay un reflejo que los asimila: ambos se construyeron históricamente como espacios de varones cis heterosexuales. Son pactos de género. En consecuencia, uno y otro ensalzan al “macho” y se definen en oposición a las mujeres y las diversidades sexuales como esos Otros radicales a excluir. Tendencia en tibio pero alentador retroceso.
Pero también hablamos de dos deportes que se vinculan por contraste. Si el rugby se construyó como práctica y consumo de los sectores medios-altos y altos de nuestra sociedad; el fútbol se expandió como mancha de tinta por los sectores populares. Una división clasista que siempre supuso su contrapartida racial: rugby para “chetos”, fútbol para “negros”. Tendencia en tibia pero preocupante agudización.
Si el par “machos”- “putos”, entonces, identifica ambos deportes; el binomio “blancos”- “negros” los distingue. Y esto último es lo quiero profundizar –a riesgo de separar lo indivisible– por varios motivos: primero porque me parece que es un elemento recurrente de la “violencia rugbier” la racialización de la víctima: lo veo en el asesinato a Fernando Báez bajo el grito “negro de mierda” en Villa Gesell a principios de este año; en la discreción para homenajear a Maradona con el infaltable “buen deportista, mala persona”; y en la catarata de odios que destilan los twits de los Pumas Matera, Socino y Petti.
En segundo lugar, quiero enfatizar lo racial porque me parece un debate que, infelizmente, tiene menor voltaje en nuestra sociedad. Porque sabemos… “en Argentina no hay racismo”. Y es justamente esta dimensión la que permite, por ejemplo, remarcar las rupturas por sobre las –abundantes– continuidades entre fútbol y rugby.
Finalmente, repensar al racismo en tanto discurso de odio abre el debate en torno a la “cultura de la cancelación” o, en otras palabras, invita a problematizar la pasión punitiva que nos habita.
Blanco sobre negro
Ambos deportes son importaciones inglesas vehiculizadas por las elites criollas a fines del siglo XIX. No obstante, se diferencian en su apropiación. Si el fútbol es rápidamente popularizado; el rugby se mantiene elitizado. Ambos procesos son excelentemente descriptos por dos autores que recomiendo para quien quiera profundizar: Pablo Alabarces para el fútbol; Juan Branz en el rugby. Leyendo y escuchando ambos investigadores podemos entender cómo esa marca de origen estructura un imaginario plebeyamente ennegrecido para la redonda y patriciamente emblanquecido para la ovalada. Aclaración: esta distinción debe matizarse, pues en el fútbol –y en el resto de los deportes – también abundan las expresiones racistas. No obstante, es innegable que puestos en contraste ambos deportes, los colorismos asociados al uno y al otro son evidentes.
Un cromatismo que se traduce en “valores”. Como bien sostiene Branz en su libro “Machos de verdad. Masculinidades, deporte y clase en Argentina”, lo “blanco”, en el mundo del rugby en tanto espacio administrado por las clases dominantes, se asocia a lo honorable, educado, laborioso, refinado, decente, pulcro, moderado, nacional, republicano. Dicho deporte es la apoteosis de la patria soñada por nuestras elites: blanca, europea, masculina y civilizada. Un proyecto de país cuyo racismo tiene rango constitucional, lean el artículo 25.
La contracara es la ominosa negritud. Símbolo ligado a lo ocioso, vago, peligroso, inculto, hedonista, vulgar, sucio, delictivo, peronista, extranjero. Mucho de lo que el fútbol contenta y ostenta. Por eso, quien alguna vez compartió esta discusión con un rugbier, tarde o temprano escuchará una de sus frases de calendario: “el rugby es un deporte de bestias practicado por caballeros, y el fútbol es un deporte de caballeros practicado por bestias”. El machismo identificando lo que el racismo jerarquiza.
Esos “negrxs” cambian de “rostros” pero no de “almas”, porque la negritud no sólo es una forma de parecer, es una forma de ser. Durante el siglo XVIII y XIX fueron, principalmente, los pueblos indígenas, mestizos y descendientes de esclavxs; ya en el siglo XX se suman lxs cabecitas negras del interior y lxs trabajadorxs peronizados; en los últimos años se señala a lxs villerxs, marrones e inmigrantes de países limítrofes.
Pensar a lo negro como signo, como dice Segato, habilita a comprender que no hay nada esencialmente inherente al sujeto racializado por fuera de la mirada que lo constituye. Una mirada que siempre es de arriba hacia abajo, porque lo negro fue, es y será lo subalterno.
La semana
Desde esta brevísima reconstrucción histórica y social, creo, podemos entender mejor lo ocurrido en los últimos días. La imperceptible cinta aislante que rodeaba a los macizos brazos rugbier, mostró la reticencia a homenajear la otredad. Lógico: Maradona es, ante todo, fútbol. Claro, lo trasciende como nadie, pero nunca se desmarca del “deporte más popular”. Como tampoco se desmarca del prototipo de lo popular que las elites aborrecen: el orgullosamente villero, el atleta hedonista y vicioso; el cabecita negra bravucón y soberbio; el peronista ostentoso; el “nuevo rico” con tatuajes del Che y Fidel.
Lo que quiero decir es que, tal vez, entre fútbol y rugby, hay dos narrativas de la argentinidad en tensión –repito: con puntos en común como por ejemplo la exclusión de las voces femeninas o disidentes–. No nos olvidemos que el deporte es un territorio privilegiado para imaginar la patria. En consecuencia, creo que reconocer la figura de Maradona por los Pumas supondría ceder en la disputa patriótica. Y si algo sabemos es que nuestros sectores dominantes son violentamente intransigentes cuando se trata de resignar aquello de lo que se sienten dueños.
Despues vinieron los twits de los tres jugadores del seleccionado argentino de rugby, la reacción virtual y la sanción de la Unión Argentina de Rugby (UAR). Y acá entra el debate de la “cultura de la cancelación”. Una práctica que no me simpatiza porque la veo como la actualización de una sociedad ávida de castigo. Práctica doblemente peligrosa en tiempos de pantallas devenidas encierro- consumo donde la inmediatez intensifica la pasión punitiva. Ahora bien, como dijo en un Twit Flor Benson “no confundir la cultura de la cancelación con frenar discursos de odio”.
Es cierto, las frases de Pablo Matera –las más graves por su odio extremo y peso simbólico al tratarse del capitán– son del 2012, cuando tenía 19 años. Tenía la misma edad que la mayoría de los rugbiers imputados por asesinar a golpes a Fernando Báez en Villa Gesell ¿Qué quiero decir con esta relación? Nunca hay que subestimar el efecto de las palabras. No hay muerte física sin muerte simbólica previa. Del decir al hacer a veces sólo hay oportunidades. Por ende, el efecto nocivo de esas expresiones no prescribe. La sanción sufrida –que por ahora es sólo suspensión y no expulsión– no evita que él deje de pensar eso, pero sí que no lo pueda enunciar públicamente. Y eso importa.
De todas maneras, resulta más que ingenuo creer que el problema empieza y termina con los nombres propios. A lo largo de la nota he intentado mostrar el carácter estructural del racismo en Argentina. Una lógica tan profunda que se suele negar con alevosa ignorancia hasta que emerge de la peor forma. La UAR y cada uno de los clubes deberán desandar un largo camino para deconstruir sentimientos, prejuicios y sentidos profundamente arraigados en todas sus líneas. De lo contrario se seguirán dinamitando los puentes con grandes sectores de la sociedad que los miran con recelo. Lo dicho también debería alertar al resto de los deportes que, no por menos exposición, son más inocentes.
Entonces, ¿Qué hacer con tanto odio acumulado? ¿Inundar al rugby con talleres de capacitación y concientización? ¿Sancionar un equivalente a la ley Micaela virada a la cuestión racial, clasista y xenófoba? ¿Arrobar a los sponsors de Los Pumas? ¿Oír las disculpas y aceptar la redención? ¿Endurecer las penas? ¿Judicializar dirigencias? ¿Profesionalizar y “popularizar” el deporte?
No lo sé.
Lo que sí sé es que esto va más allá de algunxs –como los bautizó Camila Sosa Villada– “pobres y estúpidos niños ricos”.
Por: Dr. Nicolás Cabrera
Investigador de Idacor/Conicet – Museo de Antropología/UNC
Fotografía de portada: David Gray | AFP