Otra vez: la ilusión de esconder la crisis a través de la fuerza

Con fina ironía y sólidos argumentos, Horacio Javier Etchichury, Doctor en Derecho y Ciencias Sociales (UNC), investigador del Conicet y Profesor Titular de la Escuela de Archivología de la FFyH, comparte una reflexión sobre el proyecto de modificación del Código de Convivencia de Córdoba presentado por un legislador oficialista, que intenta llevarse puesto el derecho constitucional a la protesta y la convivencia democrática.

“La protesta pretende joder a la gente”, dijo Juan Manuel Cid, legislador provincial oficialista, al defender por Cadena 3 su nuevo proyecto de ley. Presentada en agosto, la propuesta crea nuevas contravenciones para castigar la protesta y así proteger –según el legislador– los derechos a circular, a comerciar y a trabajar.

En uno de sus artículos, el proyecto prevé una sanción de 6 días de trabajo comunitario, multas de más de 90 mil pesos y hasta 3 días de arresto para quienes “por cualquier motivo o invocación, SIN AUTORIZACION DE LA AUTORIDAD COMPETENTE, alteraren o interrumpieren el normal tránsito de las vías de circulación de personas y vehículos” (las mayúsculas están en el original).

El texto no castiga solo la interrupción del tránsito, sino también la mera alteración: es decir, modificar aunque sea mínimamente la “normal” circulación, incluso por un periodo breve. No se refiere únicamente a los automóviles, sino también al movimiento de personas. El derecho a protestar queda visiblemente recortado, bajo la amenaza de sanción.

Pendientes de la sensatez y la bondad

Supongamos que un grupo de habitantes de un barrio se reúne en una plaza para exigir más seguridad, o la provisión de electricidad o agua. No cortan la calle, pero seguramente –si se trata de una convocatoria masiva– van a “alterar” temporariamente la forma “normal” en que el resto de los individuos de a pie caminan por ese espacio público. El artículo proyectado, tal como está escrito, habilita la actuación policial para disolver este reclamo colectivo. Más aún: permite sancionar a sus participantes hasta con penas privativas de la libertad.

Alguien querrá tranquilizarnos. Podrá decir que el ejemplo es extremo; que ninguna autoridad política o policial aplicaría este artículo a esa pacífica reunión en la plaza. ¿Seguro? ¿Ninguna autoridad? Aquí radica el peligro: que nuestro derecho a protestar dependa de la presunta sensatez o de la graciosa buena voluntad de quienes están al mando.

Y algo más: para evitar las sanciones habrá que pedir “autorización” previa. Dicho de otra forma: el mismo funcionariado decidirá si permite un reclamo en su contra, o si prefiere negar autorización, o simplemente demorar eternamente el expediente, para dejar abierta la posibilidad de la intervención policial, las multas y los arrestos. ¿Dónde quedará entonces nuestro derecho a protestar?

Villanos elegidos

El proyecto revela su objetivo político al duplicar la pena si quienes alteran el tránsito son agentes públicos o personal de las empresas de transporte. Sin mucho esfuerzo puede imaginarse la lista de los gremios específicamente alcanzados por esta cláusula. ¿Qué justifica esta sanción agravada? ¿Por qué castigar más a una maestra de escuela estatal que a al cajero de un banco privado? Si se busca disuadir el corte de calles, ¿qué importancia tiene el recibo de sueldo?

Cuando la ley trata de manera desigual a un grupo de personas (como en este caso, aumentando al doble la sanción), debe hacerlo de manera justificada. Es necesario presentar un fin legítimo para la clasificación: por supuesto, perseguir o debilitar a gremios no es un objetivo aceptable. Los fundamentos del proyecto no aportan ninguna explicación para este castigo particularizado. Cuando la diferencia no tiene bases razonables se vuelve discriminación.

Lo material

Pero todavía nos falta averiguar dónde irían a parar esas multas de más de 90 mil pesos por cada participante. ¿Van acaso a áreas de salud, de educación o de mejora social? ¿Se utilizarán para dar mejores servicios públicos en lugares alejados de la capital provincial? ¿O acaso para mejorar las calles y avenidas, o los espacios públicos que se quieren proteger?

Por supuesto que no. Lo recaudado se destinará “a resarcir a los comerciantes, instituciones y actividades laborales perjudicados” y se distribuirá “a través de las diferentes cámaras y entidades” que agrupen a los afectados. El dinero extraído a quienes protestan se entregará a instituciones particulares, sin que quede claro quién y cómo demostrará el perjuicio sufrido. La cifra no dependerá del daño efectivamente padecido (si lo hubiera): se transferirá completa a estos grupos y serán ellos quienes decidirán su reparto.

A esta altura es bueno recordar que –contra lo que afirmó el legislador– la protesta no busca “joder” a la gente. Se trata del derecho que queda a personas, familias, vecindarios y movimientos que no logran –mientras pasan los años– hacerse oír, hacerse respetar, alcanzar aunque sea una mínima parte de lo que otros grupos disfrutan sin necesidad de atravesarse en una esquina. A esos sectores les basta una llamada, una carta, una acción judicial; o apenas una severa advertencia publicada como editorial sin firma.

Hambre y buenos modales

El proyecto también apunta contra los sectores más excluidos de nuestra provincia. Sanciona a quien “removiere […] escombros, residuos o basura”, al “hurgar los contenedores de basura o elementos similares”, ensuciando espacios públicos o privados. Este artículo amenaza a las personas  que buscan comida entre los desperdicios. Les impone 5 días de trabajo comunitario,  50 mil pesos de multa o 3 días de arresto.

En lugar de garantizar el derecho humano y constitucional a la alimentación, nuestro Estado prefiere reprimir una conducta desesperada. ¿Realmente se piensa que una multa o la amenaza de cárcel disuadirá a quien atraviesa el extremo agobio de no tener comida para sí o para su familia?

Encargar a la Policía la solución de los efectos más crueles de la crisis social representa –por experiencia histórica y por principio ético– una salida inaceptable.

El proyecto, por otra parte, establece una pena de 15 días de trabajo comunitario, más de 90 mil pesos de multa o hasta 10 días de arresto a quien “escupiere en espacios públicos o privados”. Resulta un poco difícil imaginar la escena en la que agentes policiales detienen a una persona que acaba de expulsar saliva sobre el pavimento.

Para mucha gente, sin duda, resulta desagradable estar cerca de una escupida. Sin embargo, cabe preguntarse si queremos darle a la Policía de la Provincia la habilitación para llevar gente detenida por ese acto. También es lícito dudar sobre la sensatez de gastar dinero público en abrir y tramitar –con el costo de trabajo y de materiales– una causa contravencional centrada en la saliva arrojada por un habitante de Córdoba. ¿Cuál es el daño social que prevenimos? ¿Qué otras conductas corporales molestas deberían caer bajo la autoridad policial? ¿Hasta dónde llegaremos con nuestra confianza en los efectos benéficos de la intervención de personal armado sobre los modales mediterráneos?

La ilusión permanente

Todo el sistema contravencional –el del antiguo “Código de Faltas” y el del actual “Código de Convivencia”– siempre está sujeto a objeciones, por afectar en mayor o menor grado derechos constitucionales. Las libertades individuales, como ya se ha señalado muchas veces, quedan en riesgo cuando se las castiga con figuras como el “merodeo rural”, por ejemplo. También el derecho de acceso a la justicia está en observación, dado que la ley contravencional cordobesa no asegura la intervención de un tribunal, sino apenas de funcionarios fiscales.

Un movimiento fuerte y sostenido, en la última década, logró cambiar el viejo esquema de Faltas, y expuso con claridad cómo el amplio margen para las fuerzas policiales había permitido abusos y discriminación cometidos desde el Estado. La Legislatura inició un largo proceso de revisión y reforma, que dio a luz un nuevo código.

Con esa historia como trasfondo, este proyecto genera legítima preocupación. Ahora se intenta restringir el derecho a la protesta, modalidad crucial de la libertad de expresión y del derecho a peticionar. La propuesta refuerza, además, el poder punitivo del Estado contra grupos políticamente seleccionados por su relevancia gremial o social. También quiere responder al hambre con intervención policial y habilita la posibilidad de abrir causas e imponer sanciones por pequeñas transgresiones a los buenos modales. Es, otra vez, la ilusión de que con un poco más de patrulleros lograremos el supuesto orden que extrañamos. La idea, tan infundada como persistente, vuelve cada vez que la crisis nos pone frente a sus consecuencias visibles.

Para lograr la vigencia plena y simultánea de todos los derechos –desde la circulación y el comercio hasta la protesta y la alimentación– habrá que retomar el eje de la convivencia, única justificación posible para el uso de la fuerza pública. Reconocer los deberes del Estado provincial en el marco de la crisis es un buen punto de partida. Garantizar salud, educación, trabajo, vivienda y alimentos hará una contribución mucho mayor a la paz social. El objetivo nos une. No nos dividamos recurriendo a las herramientas que –desde hace décadas– nos han demostrado su ineficacia.

Por Horacio Javier Etchichury
Doctor en Derecho y Ciencias Sociales (UNC). Magister en Derecho (Yale University).
Profesor Titular, Escuela de Archivología, FFyH, UNC. Profesor Adjunto, Facultad de Derecho, UNC.
Investigador Adjunto, CONICET. Director del Grupo de Investigación en Derechos Sociales (GIDES).

 

Fotografías: La tinta