Hace cuarenta años, Luciano Benjamín Menéndez se erigió en esta tierra para clausurar un ciclo de poder popular y refundar la Córdoba conservadora y clerical, que hasta el día de hoy sigue sin poder salir del pantano neoliberal. En el ocaso de su vida, y multicondenado en los tribunales, el otrora todopoderoso comandante expresa como nadie el paradigma de la argentina antidemocrática, un país que si bien fue capaz de terminar con la impunidad castrense y consolidar la democracia con la recuperación de la política, sigue rengo en la transformación de las estructuras de poder que hicieron posible el 24 de marzo de 1976.
Menéndez es un símbolo, la cara más trágica y dolorosa de nuestra historia reciente. Una viga estructural del Terrorismo de Estado que fracturó en mil pedazos la sociedad argentina. Él es nuestro Pinochet, nuestro dictador. También podría ser nuestro patrón de estancia. El centurión anticomunista y antiperonista que cumplió el objetivo del abuelo Benjamín y papá José María, ambos oficiales del ejército: liquidar la Argentina revolucionaria y el proyecto de la patria socialista y popular. Y lo hizo desde Córdoba, punta de lanza de ese proyecto revolucionario que en 1975 llegó con toda su formación antisubversiva para desmantelar el Estado de Bienestar y construir la patria neoliberal que estalló en el 2001, y que luego de doce años de gobiernos populares amenaza otra vez el futuro y bienestar de las grandes mayorías.
Sus aliados de ayer (Primatesta, la Fundación Mediterránea, la derecha peronista y radical, el poder judicial, las burocracias sindicales) conducen las riendas de esta provincia. Los espacios o sectores progresistas nunca lograron recuperarse de la derrota militar, política y cultural. El sentido común que nos atraviesa y contiene casi ni se acuerda de Atilio López, Agustín Tosco, René Salamanca o Ricardo Obregón Cano, los abanderados de la Córdoba combativa y progresista, cobardemente enterrados en este páramo conservador y neoliberal.
En un esquema de poder feudal como fue la dictadura “colegiada”, según la precisa definición que Videla entregó en una entrevista del 2006 para el libro “Cachorro” [i], Luciano Benjamín fue el líder indiscutido y cuasi divino de un tercio del país, en el cual vivían, según el censo de 1980, 7 millones de personas. Un tercio de la Argentina, que el amigo de Angeloz condujo en forma personal y directa, con cincuenta unidades de combate y la misma cantidad de campos de concentración bajo su órbita. Números que expresan la dimensión del personaje que peregrina distintos juzgados federales y acumula condenas como ningún otro militar en la historia de la humanidad.
Porque Menéndez no compartió liderazgo ni dentro ni fuera del ejército. En la comarca que operaba bajo su mando, la dictadura no fue colegiada, sino hipercentralizada. Admirado por sus subalternos, temido por sus víctimas, recibió la bendición de los sectores eclesiásticos y económicos que confiaron en él para conducir la Córdoba de mediados de los ´70. Los Roggio, los Tagle, los Verzini, los Garlot, los Urquía, los Astori, los dueños de Fiat y muchos otros popes del empresariado mediterráneo [ii], hacían cola en el comedor del Tercer Cuerpo para sacar número y tener el privilegio de almorzar con el “Comandante” y diseñar la Córdoba del futuro.
El hijo y nieto de fusiladores de indios y obreros es un cuadro militar puro, que nació con el siglo cambiado. Él es el heredero selecto de un ejército que surgió antipopular en 1870, después de Pavón, y cuya matriz cultural ni siquiera el peronismo pudo transformar, a pesar de que su líder fue también militar.
Su ejército no se parece en nada al de San Martín. Al contrario, es la continuación del ejército de Mitre y Roca, sus otros dos próceres. Es el ejército de la Organización Nacional que fundó el país agroexportador como contracara del industrial reclamado por Alberdi y Sarmiento, y que condenó o por lo menos retardó varías décadas el desarrollo nacional del siglo siguiente.
Luciano es el símbolo del país elitista y europeo, pensado para pocos, contrario a la patria mestiza, popular y nacional. San Martín liberó pueblos con ejércitos de negros e indios. Menéndez los exterminó. Por eso es la figura descollante de una familia tan liberal como autoritaria, y de la institución que aportó toda su materia gris y sus tanques para debilitar el sistema democrático, con distintas excusas o justificaciones que se acomodaron a la ocasión: los caudillos del interior y los pueblos originarios en el siglo XIX, el anarquismo, el comunismo bolchevique y la “chusma” radical a principios de siglo, el populismo peronista en los ´40-´50, y el marxismo de los ´60 y ´70. Ahora sus enemigos son los “gramscianos del siglo XXI” que juzgaron el Estado genocida.
Todos esos sectores populares fueron enemigos de Luciano Benjamín. Lo habían sido del abuelo y el padre. Del tío abuelo y de varios primos, que también se alzaron contra causas y proyectos populares en el ´51, el ´55 y el ´62. Por eso no está mal decir que Menéndez es, antes que nada, un enemigo del pueblo.
Duro entre los duros, el comandante todopoderoso que mamó desde chiquito la pasión por la milicia y la ideología de una dinastía castrense hasta la médula, se convirtió en dios de la muerte y la desolación. En el paradigma de la política del garrote, tan necesaria y eficaz para derrotar a la política de la participación y el compromiso militante.
El “prototipo del milico” como lo definió su amigo Jorge Rafael, pasó a la historia no por la frustrada guerra con Chile que tanto promovió y que hubiera sido catastrófica para argentinos y chilenos. Tampoco por la vergüenza de Malvinas. Lo hizo porque sus ideólogos y formadores lo convirtieron en lo que es: un cruzado de la barbarie y de la muerte, que lejos de defender a la Nación la atacó sin pausa hasta ponerla al borde de su desintegración social. El plan económico de la dictadura, encabezado por Martínez de Hoz como la figura visible del régimen, se propuso con éxito destruir la organización popular, subordinar la política al poder de las corporaciones económicas, y refundar la argentina agroexportadora como contracara de un país con las bases reales para su industrialización.
Hace cuarenta años Menéndez se erigió en esta tierra para clausurar un ciclo de poder popular, y refundar Córdoba. La Córdoba de las campanas se tragó a la Córdoba revolucionaria y vanguardista. Y Luciano Benjamín fue gran responsable de que eso pasara, porque su avasalladora presencia se extendió mucho más allá de los cuarteles y los campos de concentración. Su inmenso poder de comandante perforó a la civilidad cordobesa y construyó una alianza que perduró en el tiempo, aunque más tarde el precio por los servicios prestados recayera sólo sobre los bolsillos del ex general.
Después de décadas de impunidad, y antes de que la biología haga su trabajo, Cachorro no podía irse de este mundo sin un rasguño, y es una buena noticia para nuestra democracia verlo desfilar por los tribunales pagando por sus crímenes atroces. Su soledad en el banquillo es una foto que ilustra la derrota de la Argentina genocida, que nadie mejor que él puede sintetizar.
Por Camilo Ratti
Autor del libro «Cachorro. Vida y muertes de Luciano Benjamín Menéndez»
Fotografía: Irma Montiel
Material Audiovisual: «Panorama de la lucha contra la subversión». Disertación de Luciano B. Menéndez ante público que incluye civiles, militares y clero. Centro de Conservación y Documentación Audiovisual, FFyH – UNC
- [i] Cachorro. Vida y muertes de Luciano Benjamín Menéndez, de Camilo Ratti
- [ii] Testimonios de Rubén Pellanda, último interventor de la Provincia de Córdoba de la dictadura, y del general Huberto Santiago, segundo comandante del III Cuerpo en 1977, vertidos al autor de esta nota.