Fechas, nombres, ciclos. 40 años después

VictimasCon el relato vivo de algunas de las víctimas, la antropóloga Mariana Tello analiza  el valor de la memoria sobre lo sucedido en Argentina a partir de 1976. Lo sistemático de sus crímenes, sus formas de persecución y la desaparición de personas como método de terror, le otorga a la última dictadura un lugar de memoria que marca un antes y un después en la historia del país. “Un drama – explica Tello– que precisa ser revisado constantemente bajo el mandato de recordar para no repetir”.

Fechas

Desde que Maurice Halbwachs, a principios del siglo XX fundara una sociología de la memoria, las conmemoraciones, los calendarios y los números redondos han sido el foco de innumerables reflexiones. En nuestras sociedades, los calendarios aparecen como una forma de marcar, organizar, incluso controlar el tiempo en el cual los seres humanos sincronizamos nuestras existencias. Pero más allá de la sucesión de días y noches, meses y estaciones; las comunidades dejan marcas en esos compendios temporales, fechas a ser conmemoradas porque resultan fundantes, significativas a la hora de aglutinar identidades. Desde las conmemoraciones personales como los cumpleaños o los aniversarios de bodas, hasta aquellas fechas que evocan momentos claves de comunidades más amplias como la nación, las conmemoraciones nos interpelan, nos interrogan, parecen a obligar a una reflexión retrospectiva. Esa retrospectiva se impone aún con más fuerza si se trata de un número redondo. Los números redondos parecen cerrarse sobre sí mismos, como un círculo que reclama una conclusión y abre una expectativa.

El 24 de marzo de 2016 se cumplen cuarenta años desde aquel día en que las Fuerzas Armadas tomaron el poder por la fuerza. Pese a que los golpes de Estado fueron una constante a lo largo de la historia argentina del siglo XX, el “golpe de 76” ha pasado a ser “El golpe”. Lo sistemático de los crímenes y la persecución, la “desaparición” como método le otorgaría esta singularidad, tornándolo un lugar de memoria que marca un antes y un después en la historia nacional, un drama que precisa ser revisado constantemente bajo el mandato de “recordar para no repetir”.

La fuerza del número redondo, del ciclo que se cierra con la década, nos lleva una vez más a preguntarnos: los esfuerzos para (re)fundar una institucionalidad democrática tras ese pasado autoritario ¿Han sido suficientes? Si la memoria, el olvido y el silencio que trazaron sus claroscuros en el relato de la nación ¿Cuáles son los rastros que sobreviven a aquel drama? ¿Cuál su actualidad?

Quisiera tocar particularmente las experiencias de aquellas personas que fueron militantes en los 70 y sobrevivieron a la represión tras su paso por los campos de exterminio. Si las consignas revolucionarias de aquel entonces postulaban vencer o morir por la causa, los miembros sobrevivientes de aquella generación quedaron atrapados en una zona gris. Ni vencedores ni muertos, son además portadores de las memorias del horror; encarnando los principales tabúes en torno nuestro pasado reciente.

Números

¡40 años! Que lo parió… si te digo que me llevó la vida no exagero dice un mensaje de Cecilia en mi celular. Cecilia fue secuestrada el 24 de marzo de 1976, el mismo día del golpe, de una esquina de Ciudad Universitaria, cuando tenía veinte años. Su tragedia personal y la del país se superponen en capas y confluyen en la misma fecha. Al entrar a La Perla, todos los prisioneros eran numerados, el número suplantaba su nombre de ese momento en más. A Cecilia le pusieron el número 80. Hubo ochenta antes que ella, miles después. Rostros desesperados que se amontonan en su memoria, que se agolpan uno tras otro en cada una de las innumerables veces que ha dado testimonio. Cuarenta a veinte, a treinta, a veinticinco, años de vida y sobrevida, dos años dentro del infierno que cambiaron su existencia para siempre.

El 24 de marzo es el aniversario del golpe, también es el día en que se encuentra el primer registro de existencia de La Perla. Lejos de haberse “inaugurado” como cualquier institución burocrática, el debut de uno de los campos de exterminio de mayor magnitud del interior del país se hizo en secreto. Por lo mismo, la fecha a conmemorar se escapa, se escurre entre los dedos de los tres ex prisioneros que estuvieron ese día para la “fiesta” de apertura y sobrevivieron para contarlo. La fecha se escabulle entre las sombras junto a otros datos de esos que suelen gustar por objetivos y verdaderos, como el número de víctimas, sus nombres y rostros, tanto como los nombres y rostros de sus verdugos.

El número de víctimas: un tópico de gran controversia en estos tiempos. ¿Acaso una demografía del horror da cuenta precisa de su magnitud? ¿Acaso la cantidad de muertos estipula la importancia de la deshumanización? Pensar en gradaciones o cantidades que puedan medir en la gravedad de la deshumanización es casi un oxímoron. La obsesión del Estado moderno por los números y las estadísticas es reveladora más que de un daño cuantificable de la perversidad del Estado desaparecedor. No se pueden reclamar números precisos cuando fue la misma maquinaria estatal la que se encargó, primero, de documentar minuciosamente sus crímenes y, después, de esconder sus rastros. El Estado desaparecedor no sólo ocultó cuerpos, también saberes. Es ante todo el control sobre ese saber lo que constituye un daño permanente, una política de disciplinamiento que resuena hasta el presente.

La controversia soslaya también el esfuerzo incansable de los que recompusieron, entre los fragmentos, ese saber; que la experiencia de la desaparición no se agota en una cifra y que el esfuerzo de nombrarla convoca lo imposible. Soslaya quizás la idea principal: que a diferencia de lo que reza el sentido común los numeros, y los muertos, no hablan por si solos.

Nombres

Ana robaba nombres. Antes de “liberarla definitivamente” –y el término reclama comillas de un modo perentorio- los represores la dejaban salir de La Perla los fines de semana para visitar a su familia. Empezó a robar nombres de a diez, primero memorizándolos, después escribiéndolos en papelitos que fueran fáciles de ser tragados, por las dudas. 118 nombres.

Graciela repasaba en su mente el orden de las colchonetas en las que yacían los prisioneros, y cada rostro y nombre en cada una de ellas. Liliana el organigrama de su organización, y cómo se iba llenando de identidades en la sucesión de “caídas” que, día a día, fueron poblando “La Cuadra”.

Todos recuerdan el camión, el silencio, las despedidas tácitas. Las dignidades discretas: el puño en alto, la palabra de aliento, el abrazo. Y la reiterada promesa: “el que salga tiene que contar”. Todos, absolutamente todos, el nombre, el rostro, al menos una seña, de los verdugos.

Llenar le vacío que dejó la represión clandestina no se trata de números (los números son sólo una consecuencia), se trata de nombres, de historias, de cuerpos. Se trata de recomponer desde los fragmentos las identidades arrasadas por la experiencia concentracionaria. La obsesión de los sobrevivientes por los nombres no es vana. Ante el silencio de los ejecutores de la represión hacer saber sobre lo ocurrido en ese cono de sombra que se cierne entre el secuestro y la muerte de miles de personas, queda en manos de un puñado de sobrevivientes. Los sobrevivientes han sido, a lo largo de estos 40 años, los únicos capaces de relatar el horror en nombre de aquellos que sólo lo harían con el hecho de su desaparición.

Pero que los sobrevivientes se convirtieran en testigos no ha sido un proceso lineal ni sencillo. Supuso dilemas específicos que deben ser situados en la encrucijada entre su voluntad de hablar y tiempos, espacios e instituciones concretas que condicionaron la escucha. ¿Cómo escuchar esas experiencias “al límite” entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte?

Las experiencias vividas en los campos de concentración parecen pertenecer al orden de lo “imposible” dentro de nuestras culturas ¿Cómo unas personas, representantes de las instituciones del Estado, pudieron secuestrar, torturar y desaparecer a miles de otras? ¿Cómo seres humanos pudieron hacer un daño infinito a otros seres humanos? Esas experiencias nos confrontan permanentemente con la dificultad de comprender como todo aquello fue, efectivamente, posible. También con la dificultad de transmitirlas y de escucharlas, de ponernos en el lugar del otro. Nos empujan a pensar –desde esa presunción de que todo lo “imposible” es efectivamente posible- en nosotros mismos, como nación, como ciudadanos, como seres humanos. La identidad –dice Noelle Burgi Golub- “surge como un problema cuando ‘los tiempos del mundo terminan y comienzan’, cuando lo habitual y los puntos de referencia de lo vivido parecen derrumbarse ante la brecha de las preguntas planteadas por lo desconocido, lo imprevisto, lo inconmensurable. (…) es el momento en el que la identidad herida emerge a la superficie para interrogar las certezas a menudo imaginadas”.

Ciclos

Ya a finales de 1976 aparecen los primeros testimonios anónimos sobre La Perla. Poco tiempo después, entre 1979 y 1980, los de algunos sobrevivientes en el exilio. Aquellos documentos recopilaban cientos de nombres, datos y organigramas. Además de escenas kafkaianas que obligan a apartar la vista o enjugar lágrimas para seguir leyendo. Pero esos relatos, sobre todo, decían algo difícil de asimilar en aquel momento: los desaparecidos estaban muertos. Portadores de noticias, pero malas, los sobrevivientes fueron a la vez requeridos y rechazados, interpelados. Siempre interpelados: si tantos no volvieron ¿Por qué ellos sí?

Devenir testigos fue para los sobrevivientes un hecho vital, pero no por ello sencillo. Sostener el relato de los horrores que portaban en sus memorias y en sus cuerpos a lo largo de cuatro décadas tampoco. Por mucho tiempo, invisibilizar las propias experiencias fue el modo de lidiar con esa tensión, obviando el hecho casi obvio de que detrás de cada relato hay un sujeto que pasó por las mismas experiencias que los que no volvieron; un sujeto que demuestra –con su propia existencia, con su relato- la fragilidad de la línea que separa a los vivos de los muertos.

Esa tensión delineó el sinuoso camino de sus testimonios, y con ello de sus identidades. Los sobrevivientes –señala Ludmila Da Silva Catela- todavía son acusados socialmente “Sobre ellos se ejerce la violencia simbólica de la culpa, por ‘haber impuesto la violencia política en los ’70; ‘por haber sobrevivido’; son silenciados porque sólo ellos pueden contar la deshumanización de los centros clandestinos de detención”. A cuarenta años -uno podría preguntarse- qué nuevas vías simbólicas, qué nuevas preguntas interrogan a esos tabúes y silencios.

Lineal o circular,  la paradoja entre la necesidad social de saber y no saber, ciertos ciclos, parecen repetirse a lo largo de la historia y no ser exclusivos de nuestra propia tragedia. Desde mitos que se remontan al comienzo de nuestra era, como la historia de Masada y pueblo de Israel, pasando por tragedias más contemporáneas como la Shoa, la asociación de la supervivencia con la cobardía o la traición y la simultánea importancia de esos hombres y mujeres memoria marcan una paradoja que, como esquema, parece mantenerse a lo largo de los siglos.

Círculos y ciclos. Sobrevivientes de la Shoa tan célebres como Primo Levi, destacaron la imposibilidad social de la escucha hasta la tercera década, en la cual la era del testigo al decir de Wieviorka, (re)conoció a los sobrevivientes como sujetos activos del relato.

En el caso argentino, matrices de interpretación y ciclos se repiten. La escena judicial contemporánea y la demoledora consistencia de los horrores sufridos, relatada día tras día por cientos de testigos, parece haber dado otra textura a esas experiencias y, con ello, propiciado el (re)conocimiento de sus portadores.

¿Qué será de todo aquello en el futuro? ¿Cómo serán apropiadas esas historias por las generaciones venideras? Al día de hoy, el reanudamiento de procesos penales por los crímenes cometidos durante la dictadura, la investigación judicial y la llevada adelante en los ex campos de concentración devenidos en Sitios de Memoria, echan luz sobre la sistematicidad del exterminio y reúnen un importante corpus para la reconstrucción histórica de lo que el mismo significó fácticamente. Pero la actualidad del relato sobre ese tiempo-espacio de la vida nacional y el significado ético y político del exterminio, lo que “queda” de la instalación de campos de concentración en nuestras sociedades -dentro del cual los sobrevivientes constituyen una de sus principales encarnaduras- continúa siendo un terreno de constante resignificación en torno a “los ‘70” como lugar de memoria.

Por Mariana Tello Weiss

Doctora en Antropología Social. Investigadora en el Espacio para la Memoria “La Perla” y docente en la Licenciatura en Antropología (UNC).

Fotografía: Irina Morán