Por Guillermo Vazquez *
La Facultad de Filosofía y Humanidades inaugura un premio anual “al compromiso social y político”, bajo el nombre de José María Aricó –nombre que aparece como clave para la interpretación del primer homenajeado−, y decide, por resolución de su máximo órgano representativo, otorgárselo a Ricardo Obregón Cano, ex gobernador cordobés depuesto.
Ricardo Armando Obregón Cano, luego de una intensa apuesta política que desemboca en unos pocos y memorables meses como gobernador de Córdoba, hasta su derrocamiento por un golpe policial, reside en Buenos Aires, a sus 95 años, prácticamente sin dar notas −como si fuera un Thomas Pynchon de la política, o un Maurice Blanchot, o un Salinger−, publicar libro alguno, operar políticamente para nadie, mediatizar su figura, ni tener apariciones públicas notables (la última, de casi nula difusión, en la Cámara de Diputados en el año 2010).
Fue un gobernador que apostó por una construcción política inédita, demandada por amplios sectores a los que escuchó pacientemente y tuvo como programa básico la puesta en marcha de políticas públicas –muchas luego frustradas por la restauración pos-navarrista y la dictatorial− que los incluyeran, así como la legitimación –discursiva y práctica− de identidades populares postergadas y esenciales en una democracia con avanzada justicia social, como pretendía que lo fuera Córdoba. Esa apuesta –contra ciertas ideas ultravanguardistas que Obregón siempre criticó, incluso al interior de su propio espacio−, es definida con una imagen: la del mítico acto del cuarto aniversario del Cordobazo, con el presidente cubano Osvaldo Dorticós de orador en el palco, junto a sindicalistas y militantes políticos. En las secuencias de filmación conservadas, puede verse a Obregón arrastrado por una marea de gente y sin poder llegar al escenario –como sí lo hizo su vicegobernador, Atilio López−, lo que despertó sugestivas especulaciones sobre por qué no estuvo como orador ni aparece en las fotos: llevado de un lado a otro, sin arribar a destino, por una multitud a la que no pretendía controlar ni contener, sino transitar a la par. Sin embargo, sería erróneo y un poco apresurado considerar a Obregón Cano, como muchos lo han hecho, como un hombre “honesto” (virtud que se expone casi siempre como carencia de otras dotes: inteligencia, talento, capacidad) pero ingenuo o poco competente para las tareas que pretendía realizar, ya por falta de lectura de una coyuntura o por gruesos desaciertos políticos. Muy por el contrario, Ricardo Obregón Cano ganó feroces internas en el siempre difícil peronismo cordobés, puso a su propio vicegobernador (a diferencia de otros casos de gobernadores afines a la “Tendencia”), supo construir lealtades, sumar otros partidos en su apoyo y discutir de pie, con programas y sin temores, en los lugares más difíciles, donde se lo tenía por “disfrazado” o (por acción u omisión) por “infiltrado”; injurias que desactivaba fácilmente invirtiéndolas cada vez que era requerida su opinión sobre el tema: había, para él, una infiltración fascista, reaccionaria y “continuista” dentro del peronismo setentista.
Por lo demás, Ricardo Obregón Cano ha legado grandísimas piezas oratorias a la historia política del siglo XX argentino; dicho así suena solemne, pero –inclusive− acaso nos quedamos cortos. No por su prosa (muchas eran leídas) ni por su dicción ni por el vuelo imaginativo y preciso de sus conceptos, todas virtudes que contienen todos ellos. Sino por su capacidad de leer la realidad y de anticipar muchas cuestiones que no aparecían obvias en el ojo de la tormenta. Páginas que no han sido citadas (¿y quién lo haría en Córdoba? ¿desde qué lugar?), ni descubiertas del todo. Una de ellas, reproducida en el libro homenaje editado por la Facultad de Filosofía: su discurso de asunción. Otras (hay que decir: de hallazgo nada fácil), son anticipatorias ya del terror, ya de problemas y deudas que se abrían en los ochenta (y que la última década ha ido pacientemente saldando) y de fenomenal impacto en la realidad política argentina actual. Otro, el discurso en Deán Funes, el 11 de setiembre del 73: en el exacto momento en el cual se bombardeaba el Palacio de la Moneda chilena, y el proyecto político y social de dimensiones continentales, del que Obregón Cano también era un satélite, comenzaba a tener un ocaso duro y oscurísimo. También su alocución fúnebre en el velatorio de Atilio López, cuyas imágenes (la conjunción de figuras: las lágrimas de Obregón Cano, las de Tosco y su oratoria, el pueblo de Córdoba, ex ministros del gobierno derrocado, la Iglesia y sus sacerdotes, fuerzas de seguridad) forman parte de las congojas más grandes que se hayan vivido en la vida política de esta provincia; o en su descargo judicial en los ochenta, contra las dificultades específicas de la pasividad alfonsinista con los poderes que luego lo derrumbarían, y contra la idea de los “dos demonios”, creación ochentosa pero de larga duración, generadora de un kafkiano proceso que lo tuvo tres años en prisión por haber integrado el Partido Montonero en México.
La cadencia en la voz de Obregón, cautelosa y precisa, sin euforia pero sin mezquindad para enunciar muchos sintagmas de alta densidad en ese tiempo (“liberación del pueblo”, “socialización de la economía”, “socialismo nacional”, etc.), es la muestra de otros setenta –que Nicolás Casullo había retomado en sus últimos textos, y que un grupo dentro de la revista Controversia, en el exilio mexicano compartido con Obregón, repensó hace mucho. Es decir, de una lectura epocal distinta que puede hacerse aún hoy de esa década de política y pasión desatadas. Ni la mitificación del protagonismo exacerbado –cuando no unánime− de las organizaciones armadas como determinantes últimos del cambio social; ni el sostenimiento de una pasividad histórica, provista de una falsa equiparación de fuerzas y voluntades, con su consecuente despolitización, de la teoría de los “dos demonios”, desprendida del primer prólogo del Nunca Más.
El proyecto gobernativo de Obregón no proponía una salida socialista armada (¿por qué hacerlo, si había ganado elecciones, reinstaurado un sistema democrático, aceptado la convivencia con oposiciones políticas, terminado con una dictadura proscriptiva y represiva?). Tampoco congeniaba con la ortodoxia “peronista”, a la que Obregón, insistimos, como buena parte de la izquierda contra la conjunción “socialismo real”, siempre negó el carácter de peronista, pues veía en el movimiento del que se sentía parte sólo revolución y avance, contra el “continuismo” y la “restauración” en la que Antún, Simó, la conducción de la CGT nacional y el eje porteño con el ministerio de Bienestar Social comandaban. Ortodoxia que negaba razones y aciertos de la izquierda en su construcción política y gremial, concibiéndola como un microrganismo ponzoñoso que afectaría vaya a saber qué naturaleza prístina –desgraciada paradoja: el peronismo, paradigma de la heterogeneidad, del desquicio de las categorías sociales, usando metáforas higienistas.
Asediado por distintos poderes (empresariales, corporativos, de integrismos políticos y religiosos), con ideas (o mejor dicho: con formas –medios− de concretar esas ideas, que sí compartía tanto con la época argentina y latinoamericana) que no parecían sintonizar con la coyuntura histórica, y efecto de una alianza compleja y precaria, Obregón Cano estuvo en el centro más complicado de una escena para conducir un proceso que ni el propio Perón (que llamó a que Córdoba se cueza en su propia salsa −con notas bien distintivas de su último tono admonitorio: un poco místico y con una conjugación ligada a alguna gauchesca siempre presente−; dijo “que Córdoba…”, pero en realidad estaba diciendo “que Obregón…”) pudo hacer.
Muchos de los textos del libro homenaje –con una considerable heterogeneidad política y estilística−, se replantean una actualidad de Obregón Cano, que es acertada por varios motivos. El año 73 marca un punto de inflexión con el proceso político iniciado exactamente treinta años después: hay reactualizaciones varias (los nombres de Righi, Ber Gelbard, Cámpora, Abal Medina, Bidegain o Puiggrós, parecían no poder volver a reconstruirse), y −sin abundar ni redundar en algo que no hace a este espacio− hace pocos meses, por caso, Cristina Fernández anunciaba en Santa Cruz la construcción de dos represas hidroeléctricas conjuntas: “Jorge Cepernic” y “Néstor Kirchner”. Pero en realidad deberíamos pensar condiciones más “objetivas” en estas similitudes entre ambas experiencias: en primer lugar, una revalorización del Estado y el rol transformador que puede jugar en un proceso político intenso y movilizador, y no con el determinismo que lo juzga siempre como el más frío de todos los monstruos fríos; en segundo lugar, un modo de reconsiderar democráticamente las consignas de organizaciones otrora armadas, con la respectiva autocrítica de su militarización y su rol en el retorno institucional en la primera parte del 73; en tercer lugar, un modo de tener en cuenta alianzas complejas: todo proceso político –dentro o fuera del peronismo− las tiene y debe lidiar con ellas, con los riesgos que implica (“nadie puede proteger a la humanidad contra la locura o el suicidio”, escribió Castoriadis) y que Obregón asumió, más allá de su resultado. Pero, por último, son sobre todo cuestiones pendientes a reactivar de nuestra democracia cordobesa, y un proyecto de articulación de actores claves que todavía siguen vigentes y resignificados, que fueron también banderas del 73: la necesidad de una reforma policial y una seguridad democrática, los poderes a los que enfrentó Obregón (jerarquía eclesiástica, empresarios del transporte, de la carne, etc.) y las articulaciones que hizo confluir, por citar algunas pocas, entre las juventudes movilizadas, vastos sectores del gremialismo y sus muchas corrientes –Agustín Tosco, entre ellos−, el Movimiento Peronista Villero, la iglesia tercermundista y la enigmática (es decir: no comprobada, pero posible) participación política del Frente de Liberación Homosexual.
Para tener a mano, además de las actividades del homenaje, la Facultad de Filosofía dejó un libro que testimonia una cuestión importante. Pues se trata de una compilación de textos en la que desfilan distintas generaciones, procedencias (y actualidades) políticas, culturales (académicos, sacerdotes, militantes, funcionarios, periodistas, amigos de Obregón), y que tuvieron la fortuna de juntarse en torno a una idea en común: se resisten a permanecer inconmovibles ante las páginas de un ensayo político y social que todavía tiene mucho por dar.
* Texto publicado originalmente en la revista Deodoro, noviembre de 2012.