El 7 de mayo se cumplieron seis meses de la destitución irregular de Pedro Castillo de la presidencia de Perú. En ese marco, Álvaro Torero, estudiante de Historia en la FFyH, comparte sus impresiones sobre las movilizaciones populares y el entramado del proceso democrático peruano. Álvaro es oriundo de Lima, vive en Córdoba desde 2010 y es miembro de Peruanxs Autoconvocadxs de Córdoba. El 11 de abril participó en el Panel «América Latina. La democracia ante la amenaza de los intereses hegemónicos. Los casos de Bolivia, Perú y Haití» junto con María Bolivia Rothe Caba (sobreviviente del golpe de estado de 2019 en Bolivia y refugiada en Buenos Aires y actual Directora Nacional de Seguros de Salud del Ministerio de Salud y Deportes de Bolivia) y Henry Boisrolin (coordinador del Comité Democrático Haitiano en Argentina). La actividad fue organizada por la cátedra de Historia de América II de la Escuela de Historia, el Comité de Solidaridad con los Pueblos Latinoamericanos, la Mesa de Trabajo por los DD.HH. de Córdoba y Casa Patria Córdoba.
“(…)Lo que se propone es encontrar un camino
para dejar de ser forastero en este país”.Julio Cotler
El Perú vive una de la más importantes movilizaciones populares de los últimos cincuenta años. Al cumplirse seis meses desde que el Congreso destituyera de manera irregular a Pedro Castillo, la lista oficial enfila casi 70 personas asesinadas en un contexto de protesta social, un centenar de heridos, además de persecuciones a dirigentes sociales y sindicales. Este nuevo ciclo de protestas responde a una profunda crisis política de una sociedad colapsada que se hace inteligible sólo a través de dos niveles de análisis: uno desde la historia reciente y otro desde una historia de largo aliento. Desde el primero, el golpe de Estado de Fujimori y la constitución de 1993, la crisis del sistema de partidos políticos, el conflicto interno armado, una transición democrática inconclusa, la confrontación entre las elites políticas, y la figura de Pedro Castillo, como un forastero en Lima, en todo este proceso -de ascenso y caída-, son algunos de los aspectos a tener en cuenta. Desde el segundo, el Perú se erige sobre una herencia colonial: rezagos de una sociedad estamental, fragmentada política y socialmente, de un carácter dependiente respecto del capitalismo extranjero y la persistencia de relaciones coloniales de explotación de la población indígena. De ahí que las relaciones sociales de dominación estén cargadas de un fuerte ingrediente étnico (Cotler, 1978) y que en los periodos de protesta existe una estructura subyacente de violencia y racismo que se entrelaza en el tejido social de la vida andina (Klaren,2003).
A partir de este contexto general, ¿Qué características tiene esta protesta social histórica en el Perú? ¿Por qué la destitución de Castillo movilizó la indignación de los sectores populares excluidos históricamente? ¿Qué lugar ocupa la movilización social, principalmente rural y campesina, de los últimos meses en este proceso destituyente/constituyente?
Movilización popular rural y campesino
Las protestas en el Perú están protagonizadas por comunidades rurales y campesinas del interior del país, sobre todo Puno, una región con altos niveles de autonomía y gran identificación con lo andino. El movimiento social es muy heterogéneo, de carácter asambleario y local sin liderazgos visibles, pero que presenta demandas estrictamente políticas; tales como la renuncia de Dina Boluarte o el cambio de la constitución de 1993, hecha en dictadura. A diferencia de lo que sucedía en 1970, no hay grandes organizaciones sociales dirigiendo las movilizaciones. En contraste con la Marcha de los Cuatro Suyos de 2000, no existen hoy partidos nacionales que lideren y centralicen las luchas. Más aún, a diferencia de esa manifestaciones, hoy los protagonistas no son las juventudes urbanas –sobre todo limeñas–, sino las comunidades rurales y campesinas del interior del país (Coronel, 2023).
La movilización popular rural en el Perú contiene limitaciones cualitativas en el marco de una crisis de representación, de desconexión con los partidos políticos, de ausencia de liderazgos. Su masividad y radicalidad podrían explicarse por la presencia de estos vacíos. Sin embargo, más allá de la privación de este espacio articulador que podría acelerar el poder destituyente del viejo régimen político, cuya cara formal es Dina Boluarte, la demanda por la Asamblea Constituyente señala leves avances e identificación con un proceso constituyente. Esta demanda ya desbordó los limitados contornos de las izquierdas. Muchos manifestantes la ven como una demanda simbólica que permite romper con el pasado que no los reconoce, y que tiene la marca de la dictadura fujimorista. Simbólicamente, se está pidiendo refundar el país como un nuevo pacto social que le dé legitimidad a la democracia. Las elites están pensando solo en la arquitectura institucional y económica, que es cardinal, pero no en los símbolos que revisten de legitimidad a la comunidad política (Coronel, 2023).
Pedro Castillo, el dique
Pedro Castillo representó más que una reivindicación política, una reivindicación simbólica de sectores excluidos históricamente en el Perú. Su triunfo vino de los Andes, de los sectores más pobres de la sociedad. Castillo promovió un vínculo fuertemente identitario con el mundo rural. Su triunfo -y en campaña- generó, al mismo tiempo, múltiples ataques discriminatorios y descalificaciones de las elites políticas y los medios de comunicación para con el mundo rural y campesino. Esto se refleja en el desconocimiento del triunfo de Pedro Castillo, al apuntar que la mayoría de los votos provenían de provincias del sur. Asimismo, menoscabaron su poder, se rieron de como hablaba, intentaron anular su identidad política, despreciaron su ejercicio democrático. En ese sentido, la caída de Castillo es sentida como arrebatarle algo a alguien que ya había sido fuertemente humillado. ¿Qué esperaban que suceda con esa población a la que se ha denigrado y estigmatizado? ¿Que se quede sentada? (Agüero, 2023).
Por otra parte, la profundización y radicalidad del movimiento popular es motivada por discursos mediáticos y sociales que “terruquean”, estigmatizan y criminalizan la protesta social. El “terruqueo”, expresión propiamente peruana, es uno de los mecanismos utilizados en los últimos años para invalidar al contrincante. Es un asunto de ingeniería social. Decirle “terruco” a alguien es sacarlo de la órbita de lo legítimo, lo hace aniquilable, al poder ejercerle cualquier tipo de represión ya que es un peligro para la convivencia nacional (Agüero, 2023).
En todo este marco de desprecio y de anulación hacía el otro, la figura de Castillo cumplía la función social de contener los agravios y la ira. Como sugiere la historiadora Cecilia Méndez, Castillo era el dique de contención de una marea que ya saltó.
¿Crisis política o colapso social?
Desde 2016 hasta 2023, el Perú tuvo siete presidentes y seis ex mandatarios o líderes políticos presos o investigados por casos de corrupción o lavados de activos (y entre ellos, uno se suicidó frente la posibilidad de ir a la cárcel). La desconfianza y la desconexión de la clase política con las demandas de la ciudadanía es profunda. El Congreso de la República es el poder del Estado más desprestigiado del Perú, casi el 90 por ciento de los peruanos claman por su disolución, según la encuestadora IPsos. La crisis política que comenzó como una disputa entre las élites en 2016, en una confrontación entre ejecutivo y legislativo, se mantuvo en el tiempo y socavó una institucionalidad y una democracia frágil de un país fisurado históricamente.
La democracia en el Perú es considerada una “democracia sin partidos” que produce presidentes con bajos niveles de representatividad. Fue el autogolpe de Fujimori en 1992 que destruyó el sistema de partidos con todos sus actores y puso fin al orden institucional construido en torno a la Constitución de 1979 (Tanaka, 2005). El fujimorismo, que inauguró el Estado neoliberal en el Perú con la Constitución de 1993, apareció entonces como una fuerza política surgida de la guerra victoriosa contra Sendero Luminoso, la hiperinflación y los partidos tradicionales, con un discurso desde la antipolítica y la personalización del poder (Degregori, 2012 ).
Luego de 30 años de neoliberalismo, los resultados son alarmantes: el Estado redujo sus funciones a cuestiones netamente administrativas y de gestión, se minó la organización popular, se pulverizó la idea de lo público y las estructuras de mediación social y política, y se valorizó un relato individualista y maximizador. Un conflicto interno armado develó desgarros sociales aún irresueltos sin una reconciliación nacional efectiva. Una pandemia profundizó las desigualdades sociales y actualizó la ausencia del Estado. Todo esto, acompañado de una seguidilla de crisis políticas, de golpes parlamentarios, como una avanzada autoritaria para intentar salvar un régimen neoliberal. Estos elementos ponen en evidencia que cualquier reclamo puede producir una nueva explosión social, sin mediadores que puedan articular demandas y establecer consensos posibles. El Perú sufre un colapso social, la desaparición del tejido social y la ineficiencia de las instituciones no permiten construir contextos comunicables que canalicen el descontento popular (Agüero, 2023).
Quizás, una primera actitud propositiva sea construir un espacio institucional al reconocimiento, al debate y disputa política a aquellas personas que históricamente han sido consideradas forasteras en su propia tierra. El Neoliberalismo como proyecto político y cultural no ha logrado cohesionar a la sociedad peruana ni canalizar el descontento popular. Al contrario, el neoliberalismo ha tenido efectos nocivos para la democracia, para la institucionalidad y el tejido social. La resistencia del movimiento popular demuestra la existencia de una conciencia ciudadana y la acumulación de un poder destituyente/constituyente, pero que necesita una articulación nacional para ser efectiva. En ese sentido, la construcción de una herramienta política que pueda capitalizar la indignación social y disputar el ejercicio del poder político del Estado a la derecha, se vuelve apremiante.
Por Álvaro Torero