En 2024, la papelería oficial de la Facultad de Filosofía y Humanidades llevará la leyenda “1884-2024. 140 años de la Ley 1420. Educación pública, gratuita y obligatoria”. En este artículo, Gabriela Lamelas, investigadora y profesora titular de la cátedra Historia de la Educación Argentina de la Escuela de Ciencias de la Educación, explica la importancia de esta ley, que es considerada la base primordial y un hito del sistema educativo nacional. [21/02/2024]
El 8 de julio de 1884, durante la primera presidencia de Julio A. Roca, y siendo Ministro de Justicia e Instrucción Pública Eduardo Wilde, se promulgó la Ley 1420. Esta normativa, vigente a lo largo de cien años hasta la sanción de la Ley Federal de Educación en 1993, es un hito fundamental, matriz constitutiva de sentidos, discursos y prácticas en la historia de la educación argentina.
En un tiempo que demanda instancias de reflexión colectivas acerca del pasado educativo para volver la mirada sobre los desafíos del presente, cabe preguntarse por los sentidos de evocarla hoy. Su relevancia es indiscutible en el campo historiográfico y ha sido, desde su promulgación, un marco de referencia interpretativo y normativo fundamental. El texto de la Ley cierra los debates sobre el carácter de la educación desplegados a lo largo del siglo XIX al mismo tiempo que se instituye como referencia de los que se suceden en el siglo XX. Adriana Puiggrós ha afirmado que somos herederos de ese discurso, asociado al pensamiento de Domingo Faustino Sarmiento. Sus definiciones fueron referencia obligada a lo largo del tiempo, núcleo ordenador de los contrapuntos sobre los alcances y características de la educación moderna, tensiones que se fueron reactualizando y recreando en estos ciento cuarenta años desde su entrada en vigencia.
La Ley de Educación Común y sus postulados
En continuidad con los intercambios sostenidos en el marco del Congreso Pedagógico de 1882, la 1420 condensó el resultado de controversias respecto a qué tipo de sistema educativo debía darse la Argentina. En un contexto donde la inserción en el mercado mundial bajo el modelo agro-exportador era prioridad para la oligarquía terrateniente, la extensión del sistema educativo fue parte de las apuestas de los sectores dirigentes por modernizar el país. Su alcance se limitó a la Capital Federal y los territorios nacionales, pero sus efectos sobre las legislaciones provinciales fueron muy claros.
La Ley de Educación Común situó a la escuela moderna como el espacio privilegiado para la transmisión intergeneracional de un conjunto de contenidos que se establecieron como los socialmente válidos. Postuló que el Estado ocuparía un lugar fundamental en el diseño, sostenimiento, supervisión y financiamiento de un sistema que tendría la misión de llevar la nación argentina hacia el progreso. Ese era el papel asignado por el régimen oligárquico-liberal a “la educación común”: poner la cultura al alcance de todos para concretar la modernización del país.
El texto de la norma promovió la consideración de la educación como un derecho, afirmación que se verifica en elementos discursivos, a la vez que en un conjunto de regulaciones articuladas al significante de “lo común”. Este se entrelazó con los modos de concebir “lo popular”, determinando proyectos alternativos tanto entre las filas de las fuerzas liberales como en sectores que la enfrentaron.
Lo común se definía en varios planos: en establecer la uniformidad de los contenidos a ser enseñados para todos los niños y niñas, vivieran donde vivieran y más allá de la clase social a la que pertenecieran; en la plena inclusión de las mujeres a la escolarización y la co-educación de los sexos, con algunas variaciones en el mínimo de instrucción. Fijó como un punto concluyente la obligatoriedad del nivel primario, asociada a la gratuidad y la responsabilidad del Estado en su sostenimiento. Además, estipuló que las escuelas debían ser graduadas (es decir, ordenadas en cursos o grados por edades y capacidades equivalentes). La ley también incorporó ideas pedagógicas vinculadas a la gramática de la escuela moderna, la distribución de los espacios, la importancia de los métodos en la enseñanza, la disposición de los tiempos de clase y de descanso, la organización del conocimiento en materias escolares y prohibió los castigos corporales, jerarquizando otras formas de gestión del aula y de la enseñanza. El punto más candente de la batalla discursiva en la antesala de su promulgación refirió al desacuerdo -que se sostuvo y recreó durante todo el siglo XX- sobre el carácter laico de la enseñanza, es decir, sobre si se debían enseñar o no contenidos religiosos en clase.
Los modos en que ha sido definido el significante de “lo popular” de la educación, la escuela y el sistema educativo han sido también objeto de diferentes interpretaciones, acompasadas con los procesos históricos. Pero se puede afirmar que la Ley 1420, junto a la sanción de un corpus legal que reguló las acciones educativas en el período, fue el instrumento normativo que garantizó la expansión del sistema educativo argentino con el Estado nacional como uno de los principales promotores de la instrucción pública. Su articulado estableció –aunque no garantizó- derechos básicos, siempre a cierta y variable distancia de la realidad escolar, como el acceso gratuito y la obligatoriedad; fijó un mínimo de instrucción que ampliaba el repertorio escolar limitado hasta entonces a la enseñanza de la lectura, la escritura, cálculos y religión, incluyendo educación física, historia, ciencias naturales, entre otras materias; estableció criterios de idoneidad para ser docente; reguló la administración, inspección y supervisión escolar, tareas que serían ejercidas por funcionarios del Estado; dispuso formas de participación de las comunidades y la atención a la salud de las infancias, entre otros aspectos. Y, vale destacarlo, creó un fondo permanente de escuelas para financiar su proclama educativa.
Al mismo tiempo, y desde su promulgación, su articulado y sus implicancias han recibido también numerosos cuestionamientos que provinieron de diferentes posiciones político-pedagógicas. Por un lado, las que emanaron de sectores clericales y de las dictaduras, tendientes siempre a derogar los artículos más inclusivos y a reforzar perspectivas restrictivas. Sin embargo, asociados a procesos de reformas educativas y la generación de alternativas pedagógicas, impulsadas por diferentes sujetos, corrientes y organizaciones, se produjeron también cuestionamientos a sus marcadas tendencias centralizadoras y homogeneizadoras, denunciando las exclusiones que se evidenciaban y las negaciones de otras formas de transmisión intergeneracional, así como la fuerza selectiva y disciplinadora de los cuerpos, sensibilidades e ideas y cierta complicidad con las miradas meritocráticas.
Educación pública, gratuita y obligatoria: una ley que se volvió bandera
El siglo XXI recoge aquellas definiciones y tensiones, las recrea y las confronta a nuevas realidades, materialidades y exclusiones. Las controversias clásicas se reactualizan en el momento político actual, ratificando que la educación pública es hoy, como lo ha sido históricamente, un escenario de disputa. Aquellos significantes, los modos de comprender lo común, el carácter de la educación del pueblo, el lugar del Estado, entre otros, reemergen en el presente en el plano discursivo, pero no sólo en forma declamativa, sino traducidos en políticas educativas que definen el financiamiento-desfinanciamiento, las inclusiones y exclusiones, la principalidad o subsidiariedad del Estado, entre otros aspectos.
En la presente coyuntura nacional, la discusión educativa adquiere relieve en un escenario repleto de demandas sociales. La palabra libertad resuena en recintos diversos. En el plano educativo, sin embargo, su invocación no es novedosa. La llamada libertad de enseñanza fue un argumento esgrimido en numerosas ocasiones a lo largo del siglo XX. El significante libertad operó recurrentemente a lo largo de la historia educativa nacional y, puede decirse que siempre estuvo asociado a un programa político de corrimiento del Estado y al ensanchamiento de la acción del mercado o de sectores de la Iglesia católica. Así ocurrió en los períodos en que se incorporó la enseñanza religiosa en las escuelas; fue argumento para defender el rol subsidiario del Estado y la ampliación de subsidios a la educación privada, o referencia durante el conflicto conocido como “laica o libre”, desatado en 1958, cuando se apeló a la libertad para lograr la autorización a las universidades privadas de emitir títulos habilitantes.
Desde la sanción de la 1420 se han dado pasos significativos en la reafirmación de nuevos derechos, se diseñaron políticas de inclusión, se atendieron algunas particularidades de las modalidades, se pusieron y ponen en revisión algunas de sus características más excluyentes y disciplinadoras. Pero hoy, muchas de aquellas herencias y de estos avances, están siendo amenazados frente a la presión de la mercantilización de la educación, el corrimiento del Estado como garante de la obligatoriedad y la desresponsabilización y delegación a las provincias de toda acción educativa. En el presente, qué es lo público, cómo entender lo común, cuál debe ser el lugar de los particulares, de las iglesias, del mercado, vuelven a ser puntos claves de definiciones, cuya determinación impactará en la vida de las escuelas y de miles de niños, niñas, adolescentes y adultos que transitan las aulas.
Desde distintas inscripciones, docentes, estudiantes, sectores de la sociedad, tensionan a diario estos tópicos, poniendo en evidencia lo que la escuela pública pudo o puede ofrecer, cuestionando el alcance logrado en términos de su carácter inclusivo; visibilizan las posibilidades que no abre, las múltiples exclusiones de las que se vuelve cómplice, sus deudas culturales y sociales. En un contexto en que se agrava la crisis social, preocupa determinar cuál es el conjunto de contenidos mínimos y compartidos que garantizan las distintas alfabetizaciones necesarias en nuestro tiempo, los efectos en los aprendizajes de un modo de pensar la educación atravesada por la plataformización de la enseñanza, el impacto del desfinanciamiento de las universidades y del sistema científico, a la par de la desjerarquización de la formación docente, los peligros de la homologación -sin la necesaria reflexión pedagógica, didáctica y política- de los procesos de transmisión en aulas y escuelas con la educación virtualizada, las nuevas exclusiones que se producirían si se desfinancian proyectos fundamentales tendientes a la inclusión educativa, el ataque a la Educación Sexual Integral y la Educación Ambiental Integral, como contenidos fundamentales para transmitir en las escuelas de nuestro tiempo, el avance de propuestas que promocionan la participación de las familias y las comunidades en las escuelas solo en tanto consumidores, entre otros aspectos que destacan la urgencia de la agenda.
Cada presente se siente urgido de interpelar su pasado. Por eso hoy, volver sobre algunos de los postulados de la Ley 1420, repensar fortalezas y deudas de un proyecto de alcance nacional, tendiente a la inclusión, basado en la promoción de la escolaridad pública y gratuita con el Estado como su garante principal, puede permitir contar con lugares de anclaje y algunas certezas, al tiempo que promover la necesidad de reactualizar significantes y propósitos en la construcción de una agenda de temas educativos urgentes, propositiva y prospectiva, en el marco de las presiones de un discurso neoliberal.
Por Gabriela Lamelas
Profesora titular de la Cátedra de Historia de la Educación Argentina e
investigadora del Centro de Investigaciones de la FFyH.
Secretaria Académica de la Sociedad Argentina
de Investigación y Enseñanza en Historia de la Educación (SAIEHE)