En este artículo, el equipo de la cátedra “Práctica Docente y Residencia” de la Escuela de Ciencias de la Educación comparte algunas reflexiones a partir de su experiencia como docentes universitarios, en particular sobre algunas prácticas discursivas que circulan en estos tiempos de pandemia.
Como colectivo comprometido con la formación docente, les integrantes de la cátedra “Práctica Docente y Residencia” de la Facultad de Filosofía y Humanidades, nos proponemos compartir algunas reflexiones a partir de nuestra experiencia como docentes universitarios. En particular nos preocupan algunas prácticas discursivas que vienen circulando en estos tiempos de pandemia y nos interpelan desde posiciones diversas.
No es novedoso que ciertos términos en el campo de las ciencias sociales y las humanidades se usen sin precisión conceptual tal vez en aras de divulgar a un público no especializado algunas ideas que como todo conocimiento elaborado plantea cierta complejidad. El problema se presenta cuando bajo la apariencia de la simplicidad se trastocan significados y más aún cuando en eso que se afirma se cuelan subrepticiamente concepciones teórico epistemológicas y posiciones ético políticas que se postulan como incuestionables y que se corresponden con determinado tipo de pensamiento. Todo discurso se inscribe en una perspectiva, responde a ciertos intereses y no a otros, nunca es neutral, ni aséptico ni universal.
En rigor, resulta casi imposible desconocer la historicidad de las prácticas educativas y, desde este reconocimiento, la vulnerabilidad de grupos y sujetos que las viven; esto no puede considerarse sino un hecho problemático con el cual les educadores se enfrentan en la cotidianeidad. Lamentablemente no siempre las instituciones ponen en marcha las mejores maneras para abordar las situaciones concomitantes, esto es, la exclusión, el abuso de poder, el autoritarismo. En esto la universidad no es la excepción.
No obstante, cabe reconocer que la diversidad también se expresa hacia el interior de nuestras universidades; por ello, toda generalización puede pecar de algunas imprecisiones que ameritan relativizar los términos de nuestras expresiones.
Así ciertos discursos parecieran legitimar sin más bondades a la virtualidad en vínculo con su supuesto carácter innovador desde una suerte de naturalización de su uso, como una modalidad que llegó para quedarse o en todo caso para instalar un sistema dual en alternancia con la presencialidad.
Es verdad que como sostiene Larrosa, la educación nos enfrenta a relacionarnos con aquello que no se puede anticipar, ni prever, ni predecir, ni prescribir; con aquello sobre lo que no se pueden tener expectativas; que muchas veces se escapa a la medida de nuestro saber, de nuestro poder, de nuestra voluntad. Nos enfrenta a un acontecimiento que es vital, que se escapa del control, que no se deja capturar, en términos de Antelo, “del orden de lo incalculable”.
A pesar de ello, ¿no amerita que nos detengamos a pensar y que destinemos tiempo y conocimiento para realizar un análisis serio y riguroso, desde nuestros saberes especializados, de los modos concretos de implementación de esta modalidad de trabajo y de estudio que algunos dudan en caracterizar como “educación virtual” y sondear sus efectos en los sujetos y las subjetividades? Más aún, ¿no sería clave que les profesores universitarios nos problematicemos frente a un posible cambio o transformación del modelo universitario actual sostenido centralmente en la presencialidad, por otro predominantemente digitalizado, tecnologizado, tecnocrático? ¿No debiéramos como académicos defender “lo público” y resistirnos a incorporar plataformas y enlatados de cursos masivos, softwares de evaluación y control diseñados por empresas privadas que obtienen importantes ganancias con ello?
Que no se malinterprete: no se trata de cristalizar prácticas instaladas ni de rechazar “lo nuevo” a instituir, ni de negar los desafíos de las actuales condiciones que nos toca vivir; menos aún, de asumirlos con liviandad. Tampoco de desconocer lo conseguido ni de añorar o sacralizar lo logrado; mucho menos de ‘intentos de hacer lo mismo’ que en la presencialidad; cualquier conocedor avezado advierte tamaña diferencia. En este sentido, no nos cabe ninguna duda que les docentes preocupades por la formación de sus estudiantes a pesar de las condiciones adversas ponen en juego todos sus esfuerzos, saberes y experiencias a disposición, para generar las mejores propuestas de enseñanza.
Se trata de rescatar lo que ya sabemos y disponernos a pensar de nuevo las funciones de la universidad pública; el lugar del profesorado, los procesos de transmisión y apropiación; la enseñanza y el aprendizaje.
Sabemos que no es posible borrar historias y trayectorias singulares e institucionales, ni negar imaginarios y prácticas académicas o ciudadanas ligadas a un ideario que no solo hemos heredado sino que compartimos y del cual “somos parte”. Un ideario que defiende una universidad democrática, abierta, solidaria, en nexo con la comunidad y deudora de ella.
Sabemos que aunque haya procesos de enseñanza no significa que indefectiblemente el otre aprenda, ya que, como dice Meirieu, cada quien es “amo de su propio aprendizaje”. Pero también sabemos que nadie aprende en soledad y que aprender requiere de múltiples procesos de mediación. Son testimonio de ello las expresiones de muches de nuestros estudiantes, en el sentido de revalorar el espacio del aula como lugar de encuentro entre sujetos y conocimiento y de anhelar el contacto “en presencia” con sus docentes y sus pares.
Sabemos, como afirma Skliar, que “conectividad no es sinónimo de comunicabilidad”, que se trata de categorías asociadas a perspectivas en las antípodas. La primera, próxima a una racionalidad tecnocrática, prioriza la eficiencia; la segunda privilegia habitar la conversación, el diálogo, la alteridad, expresiones estas del entramado social que nos humanizan.
Sabemos que ser estudiante de la universidad pública es fruto de políticas de estado que en nuestro país han sostenido el derecho a la educación gratuita, inclusiva y de calidad en todos sus niveles y no de la tan mentada meritocracia. Sin embargo, no desconocemos los ingentes esfuerzos que muches tienen que hacer para sostenerse en ella; situación que se ha agravado en esta circunstancia de aislamiento social y suspensión de la presencialidad.
Nos preguntamos: ¿Cómo evitar el riesgo de la desafiliación por la falta de un espacio en común?, ¿Cómo ignorar el vínculo como sostén de toda construcción colectiva de saberes? ¿Cómo no incluir la vitalidad de los cuerpos afectados, apasionados, relacionales? Se trata de acompañar, contener, incluir a todes; de recuperar la visibilización de les sujetos y de desarrollar gestos de hospitalidad y cuidado en los procesos de transmisión y apropiación. Poblar nuestras prácticas de las preguntas que, desde un sentido ético y político, nos identifican como humanitas.
Equipo de Cátedra
Seminario Taller de Práctica Docente y Residencia
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