Historias
y personajes
María B, maestra de todos
Sin
grandes actos recordatorios, el
21 de noviembre último se cumplió el segundo aniversario de la muerte de
María Saleme de
Burnichon. En términos públicos la fecha pasó casi inadvertida, excepto por
la inauguración de la Biblioteca Popular de la Casa de los Trabajadores, que
ahora lleva su nombre. Sin embargo, quienes conocieron a María -ex decana de la
FFyH, entre muchas otras cosas- recuerdan el día de su partida iluminando la
memoria con imágenes queridas de la maestra y amiga. Así lo demuestran las
postales escritas por sus alumnos, colegas y compañeros de trabajo Marcela
Pacheco, Juan Pablo Abratte, María del Carmen Lorenzatti y Patricia Torriglia.
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Algunos
días se descuelgan súbitamente del calendario y simplemente pasan, se sacuden
las últimas horas de los “ayeres” y transitan como líneas sin palabras.
Otros días, en cambio, deciden instalarse en la memoria del tiempo y, por
razones conocidas o no, se transforman en una necesaria contemplación de la
historia. Tal vez ese sea el caso del 21 de noviembre, el día de la muerte de
María.
En
la integridad de su persona queremos destacar la definición de su sonrisa como
una leve ironía de la contemporaneidad. Ella tenía ese don, el de develar las
capas ocultas de la apariencia y entregarla sin consensos ni alianzas, sea cual
fuese el tema. En esos momentos ella nos devolvía algún oxígeno y también
nos dejaba sin oxígeno. El límite de nuestra distracción sobre las cosas no
tenía más disculpas. Esa era María. En todas sus dimensiones, ella sabía cómo
reírse y asustarse del mundo.
Vamos
a recorrer la memoria de diferentes momentos con esa María risueña y profunda
que compartió nuestras vidas en las aulas, los pasillos, el patio o los viajes.
No se trata de insistir con la relevancia académica de María y sus importantísimas
contribuciones a la Facultad, a la educación y a los maestros, sino de rescatar
a la María amorosa y sensible que atravesó nuestra existencia de distintas
maneras y en situaciones muy diversas. Por eso vayan estas postales de esa María
de todos, de cada uno…
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1
“Recuerdo
que la primera vez que tuve que hablar en público fue en el acto de apertura de
las Jornadas de Prácticas y Residencias, como secretaria de la Facultad. El
auditórium del Rectorado estaba colmado. Yo, sumamente nerviosa. Y para
completar el panorama, así, de pronto, sin aviso, aparece la actual ministra de
Educación y, claro, sube al escenario para participar de la apertura. En
segundos cambiamos la organización y yo decido subir después.
Como
siempre, María en la primera fila, a mi lado, me interroga -con ese tonito pícaro
que solía usar- acerca de qué tenía pensado decir. Yo, con cierta actitud
canchera, le digo: ‘María, yo voy a hablar de política! de cómo ha
impactado la política neoliberal en relación a la extensión desde la
recuperación de la democracia”. Procuraba, obviamente colocarme a la
izquierda de cualquier posicionamiento político y no dejarle (creí yo) espacio
para su “burla”. Entonces ella me miró y, siguiendo ese juego cómplice que
jugábamos desde que la conocí, me contestó: ‘¿Recuperación de la
democracia? ¿Y cuando pasó eso que yo nunca me enteré? Y se rió con una de
sus silenciosas carcajadas”.
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“María
tenía una maquina de escribir Remington preciosa, negra, viejísima, con un
parche de hierro en un costado. Me contó que la máquina había volado cuando
pusieron la bomba en su casa, y su amiga René Trettel la había guardado en los
años de ausencia y se la había devuelto reparada a su regreso. A esa máquina
hacía referencia María cuando yo, orgullosa, le entregué nuestra publicación
en CD sobre el coloquio ‘A diez años
de la Ley Federal de Educación, ¿mejor educación para todos?’. Ella miró
el CD y me dijo: ‘¿Qué hago con esto? ¿Lo pongo en la Remington?”
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3
“María
estaba en terapia intensiva. Hacía casi un mes que nos desolaba la idea de su
partida. Estábamos juntas, juntos, en el encuentro de Investigación Educativa
de su querido CIFFyH. Otra vez me tocó hablar en público, y era la primera vez
que ella no estaba con sus ojitos, acompañándome. Por supuesto, sabíamos que
no estaría. Y fue en el preciso momento en que Silvia Ávila y Liliana Vanella
cerraban el encuentro y nos abrazábamos y besábamos sus primeras
alumnas -sus últimas alumnas, las alumnas de sus alumnas- cuando la noticia de
la muerte de María llegó y transformó los abrazos de despedida en otros
abrazos. Esa muerte que nos dejó juntas, juntos, abrazadas y abrazados, y
comprometid@s con ese abrazo”.
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4
“A
lo largo de la carrera (de Cs de la Educación) nos consolidamos como una banda:
mezcla de amistades, amores, militancia y mucho estudio. Yo conocí a María en
una reunión del Consejo de Escuela cuando era estudiante, después la tuve de
profe en Didáctica, cuando presidía esos coloquios de cinco profes (con Nora
Alterman, Chela Herrera, Dilma Fregona y Nora Dolagaray) y todas salíamos
impresionadas por algunas de sus preguntas, siempre distintas, siempre pensadas
en particular para cada una. Cuando nos entregaron los diplomas de graduación,
estaba previsto que Gloria … que era la directora, nos entregaría los
diplomas. Pero en el momento en que sonó mi nombre en la boca de Roberto
Paoletti, María se levantó, tomó mi diploma y me lo dio. Nunca le pregunté
por qué, pero es la foto que más quiero”.
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5
“En
el primer piso del pabellón Residencial (donde funciona el decanato de la FFyH)
hay unos sillones marrones por el tiempo y las esperas. María estaba sentada en
uno de esos sillones, ubicada al lado del hogar. La gente subía y bajaba,
circulaba a su alrededor con un ritmo que contradecía la quietud y la
tranquilidad que inspiraba su figura. Yo era parte de los que corrían pero,
como siempre, su mirada me detuvo. ‘¿Qué estas haciendo?’, me preguntó.
Le contesté que varias cosas a la vez y que acabábamos de montar un muestra
con las fotos del Equipo de Antropología Forense en la Facultad de Psicología.
Ella me había comentado tiempo atrás que no había podido ir a verlas a la
Casa de los Trabajadores.
En
ese momento llegó Gloria, también se detuvo y le contó que traía un libro
para ella; le dijo que en algún lugar había gente que la recordaba porque María
los había instado a hablar sobre lo que les pasó en la dictadura. Las dos
quedaron en encontrarse. Gloría iría a su casa; entonces ella me miró y me
dijo: ‘Vos también tenés que ir’. Y yo enseguida la pregunté: ‘¿Llevo
un vino tinto?’. Ella se rió y dijo: ‘Sí !!!’.
Esa
fue la última vez que hablé con María. Como siempre, la risa, la ironía, las
preocupaciones por los derechos humanos, la escuela y la facultad se mezclaban
en esos minutos entrañables con ella. Ella se fue, un poco, solo un poco,
porque quiero creer que es posible de alguna mágica manera tomar ese vino que
nos quedó en el tiempo”.
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“Aunque
puedo recordar a María desde diferentes lugares, mis mejores recuerdos están
ligados a situaciones graciosas, alegres. Tuve la suerte de acompañarla en
algunos viajes y estar a su lado en diferentes encuentros de trabajo con
docentes de jóvenes y adultos que trabajan en espacios educativos
pertenecientes al sistema o a organizaciones no gubernamentales. María siempre
tenía una palabra de aliento sobre sus prácticas. Prácticas que describía y
cuestionaba con sus apreciaciones conceptuales. Escuchaba al otro, entendía su
práctica y transitaba por las reuniones ofreciendo el más profundo de los análisis.
Era notable el respeto y la admiración que María causaba al llegar a esos
distintos lugares. Los maestros venían a saludarla y a contarles sus dudas, sus
experiencias. Nosotros, que la acompañábamos, le decíamos ‘Ghandi’,
precisamente porque despertaba esos afectos enormes, y también por ese andar etéreo,
su transparencia y su serenidad”.
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“Quiero
recordar a María, la viajera, la que disfrutaba subiendo a los ómnibus, la que
se dormía en cuanto el móvil comenzaba a circular. Una vez, en octubre de
1998, viajamos juntas a México, a Patzcuaro, una ciudad bellísima que se
encuentra en el centro del país. Llegamos a México un sábado a la noche y el
domingo al mediodía partimos en ómnibus hacia esa ciudad. Son unas cinco horas
de viaje.
Cuando
llegamos al Crefal (institución
donde nos alojábamos para realizar un curso), nos ubicamos y conocimos rápidamente
el edificio. Para contrarrestar tantas horas de viaje, se nos ocurrió caminar
un rato y, dado que debíamos hablar por teléfono a Córdoba para dar cuenta de
nuestras vidas a las familias de ambas, preguntamos cómo llegar al centro de la
ciudad. El recepcionista nos indicó cómo llegar en ómnibus, pero María
preguntó cómo llegar caminando. El señor insistió en que ‘Pos maestra,
sabe usté que es muy largo el camino para caminarlo’. Yo ya conocía la
ciudad y, efectivamente, sabía que el centro estaba a dos kilómetros o tal vez
un poco más.
Sin
embargo, María estaba muy seria y muy segura sobre la decisión de caminar. Y
bien… si la maestra lo dice, pues, a caminar, en subida, claro está. Al cabo
de 45 minutos de marcha, yo ya estaba muy, muy cansada, pero María seguía
adelante y no quería saber nada con mi idea de tomar un ómnibus. Al final, no
claudicamos en esta aventura. Llegamos muertas al centro, hablamos por teléfono
a Argentina e inmediatamente tomamos un taxi para volver. Tanto cansancio
acumulado nos impidió recordar que no habíamos comido nada en todo el día,
‘pos ni modo’ nos fuimos a dormir”.
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“Voy
a soltar las palabras como María soltaba sus cabellos blancos, lisos y largos.
Únicos. Recuerdos de los viajes con ella, también, para trabajar con docentes.
Invierno. Frío. Pero con ese horizonte serrano de Río Tercero. Esos pabellones
de la década del 50, grandes, altos, inmensos; una concepción del espacio del
populismo, para todos y de grandes dimensiones. Yo me perdía. María, en
cambio, andaba como una andariega por esos cuartos. Y a la noche, en los
espejos, su figura de mujer rompía cualquier código de Narciso. La maestra, en
un acto filosófico de finalización del día, soltaba sus cabellos. Yo
observaba cada movimiento de sus manos y, sin pensar en la didáctica ni en las
prácticas, la síntesis de la belleza del trabajo estaba puesta en ese
instante”.
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“La
agudeza de su mirada, de su palabra y de su escucha generaban respeto y admiración
entre quienes cursábamos Didáctica con ella. Ser alumno de María no era lo
mismo que ser alumno de cualquier otro profesor. María podía ver cosas que
otros docentes no veían; no sólo respecto a la teoría y a la realidad
educativa, sino fundamentalmente en el aula.
Un
día estábamos saliendo de clases; el grupo se había adelantado y en el aula sólo
quedábamos ella y yo…
-
Oye Pablo, dijo María, mientras se alejaba del escritorio en dirección a la
puerta.
-
Sí María, le contesté.
-
¿Qué te pasa que no participás en clase, es que no estudiás?
María
sabía que eso era lo peor que podía decirme. Yo era bastante estudioso y
generalmente leía los materiales, pero, es cierto, participaba poco en las
clases.
-
No María, no es eso; es que yo soy muy tímido y me cuesta mucho participar.
-
Yo también soy tímida y soy de pocas palabras, pero a eso hay que madurarlo.
Hay que animarse a hablar, a participar. A mí también me cuesta mucho, pero
nosotros trabajamos con la palabra…
A
esa altura ya estábamos caminando juntos hacia la parada del colectivo. Fue la
única profe que durante el cursado de su materia advirtió mi silencio y me
preguntó sobre el tema. Esperó a que nos quedáramos solos; me lo dijo con
respeto, pero con la firmeza necesaria como para dejarme pensando. Pudo ponerse
en mi lugar, tomarse a sí misma como referencia, para interpelarme desde su
propia experiencia, sin dejar pasar mi silencio. María me enseñó con esa
pregunta que era MÁS MAESTRA QUE TODOS”.