En los 70 la dictadura buscó justificar el Terrorismo de Estado construyendo la amplia figura del “subversivo”, que debía ser eliminado por cuestionar el sistema capitalista. En esta nota, César Marchesino, Director del Programa de DD.HH., plantea que esa concepción resurge hoy en discursos oficiales contra manifestaciones populares y disidentes que cuestionan el modelo neoliberal, basado en la reducción y eliminación de derechos.
La utopía del apoliticismo conduce al triunfo de los represores
Zavaleta Mercado un 10 de marzo del 1978
La última dictadura cívico-militar (1976-1983) utilizó hasta el hartazgo la idea del enemigo interno como parte de su justificación. Esta idea fue usada tanto para sostener el régimen inconstitucional, como para lograr la adhesión y la simpatía en algunos casos, ante los actos criminales que las fuerzas del orden y los grupos de tareas realizaban contra la población civil. En la figura del subversivo se condensaba el origen de todos los males que atormentaban a la sociedad de aquellos años. Si bien en los discursos del régimen de facto el subversivo encarnaba ideologías y creencias foráneas, amenazando de este modo a la idiosincrasia y costumbres nacionales, lo que más generaba temor y preocupación entre la población, sistemáticamente bombardeada por la propaganda oficial, era que el subversivo podía estar agazapado en cualquier hijo o hija del vecindario, en cualquier estudiante, docente, religioso o religiosa, trabajador o trabajadora, etc. En otras palabras, cualquier persona podía ser subversivo, cualquier ciudadano y ciudadana sin importar su apariencia era potencialmente un enemigo interno. De ese modo, la desconfianza y el terror se instaló entre la población: el enemigo podía estar en cualquier lado, el enemigo no venía de afuera como tradicionalmente se podía esperar, lo cual hubiera resultado más sencillo en términos de su identificación y posterior eliminación. En este caso el enemigo estaba entre nosotros y era necesario identificarlo para poder neutralizar su amenaza. Así fue como se instaló una campaña informativa para que la ciudadanía pudiera identificar, y en algunos casos hasta denunciar al subversivo. Este clima de terror y desconfianza alentado por el discurso oficial y con la imprescindible colaboración de los medios de comunicación, fue horadando paulatinamente las redes y lazos sociales. El resultado, una población civil en estado de miedo, paranoia y parálisis permanente, el humus ideal para que broten, prosperen y se toleren actitudes y acciones apáticas, carentes de solidaridad y colmadas de desprecio hacia aquellas personas sospechadas de ser subversivas. En este contexto, el ideal de ciudadano y ciudadana que se impuso fue aquel de una actitud apolítica.
Hoy, a más de cuatro décadas de aquella dictadura nefasta, nuestra coyuntura nos exige prestar atención a ciertos mecanismos similares a los utilizados por aquellos usurpadores del poder de la década del 70. Si bien, por sobrados motivos históricos y políticos, puede no resultar del todo acertado equiparar en un ciento por ciento al actual gobierno con la dictadura del 70, es importante reconocer cierto “aire de familia” en los discursos oficiales que apuntan a justificar un claro orden represivo de las manifestaciones populares y disidentes que cuestionan el actual modelo socioeconómico del neoliberalismo, basado en la reducción y eliminación de derechos. Y aunque en ningún caso lxs funcionarixs de turno utilizan el término subversivo, la lógica que subyace a sus discursos parece ser casi la misma, lo que genera la proliferación de otros modos de nombrar al subversivo.
Cotidianamente, las pantallas y las redes sociales se llenan de relatos donde negros vagos, pueblos originarios, mujeres feminazis, trabajadoras y trabajadores que protestan, personas trans o de sexualidades disidentes, migrantes de los países limítrofes, atentan sistemáticamente contra el orden y el bienestar de la población que trabaja honradamente para sostener este país. Todas estas figuras representan algún tipo de peligro a ser eliminado del horizonte. En este sentido, todas las manifestaciones políticas de cualquiera de estos grupos, aislados o en conjunto, en pos de la reivindicación y defensa de sus derechos, en lugar de ser leídas como una posibilidad de avanzar y crecer en la construcción de una sociedad más justa y equitativa, son vividas por importantes sectores de la población como una amenaza para la sociedad, que reclama políticas de seguridad basadas en la restricción de derechos y represión. Proceso que se refuerza de manera sistemática a través de los medios de comunicación. Sobran los ejemplos de la violencia contra las personas incluidas en algunos de estos grupos, en algunos casos, ejercida por las fuerzas del orden, y en otros por la población que decide hacer justicia por sí misma.
Parecería ser que el triunfo del neoliberalismo se basa no tanto en su imposición por la fuerza, sino en más bien su naturalización. La continuidad del mismo se sostiene, por un lado, en la medida en que la población misma siente que logra algún beneficio al ser parte del mercado globalizado, y por otro, si esta misma sociedad asume de algún modo la tarea de desechar aquello que pudiera convertirse en obstáculo de la lógica del mercado neoliberal. No estamos diciendo aquí que el uso de la fuerza no sea una condición para sostener un régimen basado en la exclusión de las mayorías. Lo que sí estamos tratando de hacer, es echar luz sobre la manera en que la lógica de la construcción del enemigo interno sigue operando en el sostenimiento de la sociedad neoliberal, a todas luces injusta y excluyente.
En este sentido, para que alguien o algo se constituya como enemigo, es necesaria una cuota mínima de sentimiento de animadversión u odio hacia ese “otro”, o en líneas más generales hacia “lo otro”, hacia “la alteridad”, “lo distinto”. Ese odio requiere ser alimentado y estimulado, y así es como podemos leer el trabajo cotidiano que se hace desde los medios de comunicación para construir una imagen de sociedad en donde ese “otro” es el motivo del conflicto, la amenaza contra la promesa idílica de la sociedad neoliberal sin conflictos, sin disputas políticas. Una sociedad en la cual se toleran las diferencias –la diversidad– en tanto cada cual siga el devenir “natural” del mercado.
Hace cuatro décadas la imposición de la reglas del mercado global exigieron el sacrificio y la sangre de quienes proponían un modelo de sociedad distintos a los mandatos del capital. Hoy en esta nueva oleada del neoliberalismo caracterizada por la explotación por despojo, la destrucción de la naturaleza y el retroceso brutal de los derechos alcanzados, los subversivos tienen otro nombre, son esos “otros” que en la multiplicidad de sus reivindicaciones y expresiones ponen en jaque a la sociedad apolítica del mercado global.
Como ciudadanas y ciudadanos nos toca estar alertas a no reproducir y alimentar una vez más esa lógica del enemigo interno, a menos que estemos dispuestxs a pagar con creces el precio que ya supimos pagar en los 70.
Por César Marchesino
Director del Programa de Derechos Humanos de la FFyH