Adriana Ríos y Juan Carlos Soulier, eran estudiantes de Ciencias de la Educación e Ingeniería en la UNC y fueron secuestrados, asesinados y desaparecidos en agosto de 1976. Son dos de las 43 víctimas del duodécimo juicio por delitos de lesa humanidad que se tramita en los Tribunales Federales de Córdoba desde el 9 de septiembre. Su hijo Sebastián y Julia Soulier, hermana de Juan Carlos y directora del Espacio para la Memoria “La Perla”, reconstruyen la historia de dos militantes que entregaron todo para hacer posible la utopía revolucionaria.
“Entiendo la importancia del juicio, pero en el camino se murieron cuatro abuelos, un montón de gente, siento esa contradicción, enojo porque la justicia llega tarde”, dice, con el corazón en la mano, Sebastián Soulier, hijo de Adriana Ríos y Juan Carlos Soulier, dos de las 43 víctimas de las causas por delitos de lesa humanidad que integran el proceso “Diedrichs-Herrera” que está siendo juzgado desde el 9 de septiembre en los Tribunales Federales de Córdoba. Sin embargo, su condición de militante por los derechos humanos y del sentido colectivo de la vida que heredó de padre y madre revolucionarixs, lo lleva a mirar el vaso medio lleno ante una nueva posibilidad de justicia, para él y para muchxs otrxs familiares. “El juicio repara en términos históricos, sociales, pero no personales, 44 años es toda una vida”, siente quien estudió Trabajo Social, militó en la Universidad, integró durante muchos años la agrupación HIJOS casi desde su fundación en 1995, y hoy espera que los responsables del asesinato y desaparición de mamá Adriana y papá Juan Carlos sean condenados por sus crímenes atroces.
Aunque mucho después de lo que hubiera deseado, los juicios a los genocidas fue el aglutinante para él y para muchxs jóvenes que en los 90, en medio del desierto menemista, asomaron sus cabezas para renovar las banderas y las estructuras de los organismos de Derechos Humanos que desde hacía años venían exigiendo Memoria, Verdad y Justicia para los familiares de Sebastián y los treinta mil compañerxs que ya no están.
Con la dignidad de quienes siempre reclamaron justicia y jamás venganza, el 23 de septiembre, en el día 3 de las audiencias, el hijo de Adriana y Juan Carlos finalizó su declaración ante el Tribunal Oral Criminal Nº1 con las convicciones intactas, honrando la memoria de mamá, papá y tantxs compañerxs de ruta: «Me voy a ir del mismo modo, sonriente también…. Voy a poder abrazar a mis hijas, darles un beso. Compartirles que nosotros somos la alegría y la vida. Y que siempre hemos batallado con la muerte y la tristeza. Si hay algo que yo puedo enseñarles es eso, que se encuentren en sus abuelos, que se encuentren en mí. Que piensen que es necesario tener una sociedad distinta, una sociedad más justa, donde los derechos no sean para unos sino que sean para todos».
La revolución antes que todo
Al igual que haría su hijo muchos años después, Adriana y Juan Carlos eran estudiantes de la UNC, donde también militaban. Adriana había ingresado a la Escuela de Ciencias de la Educación y Juan Carlos en Ingeniería. Se habían conocido a principios de los 70 en grupos de amigos del secundario y, como la inmensa mayoría de lxs jóvenes de su generación, abrazaron a muy temprana edad la lucha política como herramienta de transformación social. “Un poco movilizados por mi tío Luis Roberto, que era delegado del sindicato de maestros privados y también fue secuestrado y desaparecido, mis padres se sumaron a los Comandos de Liberación Popular (CPL) y luego a las Fuerzas Armadas de Liberación 22 de agosto (FAL-22), que era una organización armada”, señala Sebastián.
La pareja se había casado en 1974 y vivía en una casa en el barrio Villa Páez, de la capital cordobesa, que compartía con Luis Fernando Soulier y su mujer. Una propiedad que había comprado el abuelo Luis Fredy Soulier, titular de una próspera empresa de electricidad que fue creciendo a partir de la realización de obras públicas. En ese emprendimiento familiar ocupaba un rol cada vez más importante Juan Carlos, que combinaba trabajo, paternidad y militancia. Lo mismo hacía Adriana, quien además de mamá se ganaba el mango en una agencia de lotería en el centro de Córdoba, estudiaba para maestra en la Facultad de Filosofía y Humanidades y en lo que quedaba del día militaba para alcanzar la revolución socialista, la utopía que compartía con miles de su generación, en Argentina y en el mundo. Un sueño que se truncó a las once de la noche del 15 de agosto de 1976, cuando una patota del general Luciano Benjamín Menéndez los secuestró de su domicilio y nunca más se supo de ellxs. Tenían 23 y 22 años. En el operativo se llevaron también al pequeño Sebastián, de cinco meses y medio. La pesadilla seguiría unas horas después, cuando los represores volvieron a la casa de Vélez Norte 78 -hoy Aguirre Cámara- y secuestraron al tío Luis Roberto y al abuelo Fredy, quienes sentirían en el cuerpo las monstruosidades del aparato montado desde el Estado para aniquilar a parte de su población.
La “Gorda” Ríos
Tímida, de hablar poco y en voz baja, en la familia Soulier Adriana era “la Gorda”. “Así le decía mi hermano con mucho amor, yo la viví 2 o 3 años de su vida”, recuerda Julia, hermana de Juan Carlos y cuñada de Adriana, quien cursó la escuela primaria y secundaria en el colegio católico Padre Claret. “Después entró en Ciencias de la Educación y en octubre del 74 se casó con mi hermano”, cuenta la actual directora del Espacio para la Memoria y Promoción de Derechos Humanos La Perla.
La pareja se había conocido a partir de un grupo de amigos de Juan Carlos que estudiaban en el Pio X y tenían compañeros en el Cerro de las Rosas. El más amigo de esa banda frecuentaba un grupo de amigas en la zona norte, donde vivía Adriana. Empezaron a salir, poco después se pusieron de novios y se casaron en octubre del 74.
Ya como estudiantes universitarios, Adriana y Juan Carlos empezaron a militar en los Comandos Populares de Liberación (CPL), “aunque el que más militaba era mi tío Luis Roberto, que era delegado docente”, cuenta Sebastián. “Mis viejos se conocieron en juntadas de jóvenes en los bailes, en fiestas, no en la militancia”.
Con la vitalidad de los 20 años y la fuerza arrasadora de una generación con altísima conciencia política y compromiso militante, Adriana y Juan Carlos se sumaron al trabajo universitario, participando del centro de estudiantes y en las FAL- 22. “A esa altura, Adriana y Juan Carlos eran otro tipo de personas de las que se habían conocido en el secundario. Le dan un giro a su vida, comprometida con la lucha estudiantil, en un entorno histórico de Córdoba muy especial. No se dedicaban a la joda, esa generación tenía otra conformación”, asegura Julia.
Estudiar, trabajar y militar era la rutina de los Soulier-Ríos, que Julia compartía los fines de semana: “Yo tenía 14 años y me iba a la casa de ellos, vivían los dos matrimonios juntos en una casa que les había comprado mi papá para que no pagaran alquiler en barrio Alberdi”. Adolescente, Julia recuerda las habilidades manuales de su cuñada que a ella la entretenían mucho: “Era muy artesana, en esa época las chicas nos hacíamos los bolsos de crochet, los cintos, la bijouterie, tejíamos y hacíamos pulseras y collares, mangueábamos a los zapateros y te daban recortes de cueros para hacer cosas. Nos habíamos comprado una maquinita que prensaba las tachas y nos hacíamos cintos de cueros. Me acuerdo que la Gorda repujaba muy bien el cobre y el aluminio”.
Cuando la piensa en términos más personales, la recuerda como “una mina tímida, muy callada, hablaba en tono bajo, yo era adolescente y era jetona, en cambio ella era calma”. Sin embargo, su timidez no le impedía disfrutar del folklore, tocar la guitarra, cantar y bailar. “También me contaron que practicaba deportes, salto en largo y natación”, agrega Sebastián.
Sobre Juan Carlos, Julia cuenta que trabajaba con su padre electricista y que habían montado una pequeña empresa que licitaba en las empresas constructoras, haciendo las instalaciones completas en edificios, en una Córdoba en pleno crecimiento y expansión. “Mi hermano siempre trabajó con mi papá, por eso estudiaba ingeniería constructora. Era muy inteligente, ya a los 16 años tomó la posta en muchas decisiones para animarlo a mi viejo a hacer más cosas, y mi papá lo seguía, no le daba miedo”.
Debates de sobremesa
La política en la familia Soulier era parte del menú. “A la noche en mi casa siempre se habló de política, de la situación del país y el mundo, se armaban lindas discusiones”, recuerda Julia. La dinámica se repetía en la casa de sus hermanos, aunque lo que ahí se hacía no era sólo debatir: “Carlitos hacía bizcochuelos, hacíamos rondas de mate con torta caliente, y muchas veces yo escuchaba conversaciones de un tono subido para mi edad, me daba cuenta que ellos estaban militando, pero cuando pedía explicaciones me retaban y me decían `no preguntes que así es mejor`. Pero yo no era ilusa ni desconocía, igual que mis viejos, que también sabían lo que ellos estaban haciendo”.
En un país donde la democracia fue una farsa durante casi veinte años, con golpes de Estado y el principal movimiento político proscripto, la lucha para construir una sociedad igualitaria no pasaba por elecciones tuteladas por oficiales de uniforme, que sacaban y ponían gobiernos sin comprender las necesidades de las grandes mayorías. La Revolución Cubana, el Che Guevara y el Mayo Francés eran íconos de rebeldía y la demostración que la violencia era un camino legítimo para que las fuerzas populares pudieran dar vuelta la tortilla, patear el tablero y acabar con la explotación capitalista. Adriana y Juan Carlos fueron parte de ese ideal revolucionario y su metodología. “La célula de mis viejos era una organización armada, que termina cayendo en distintos puntos del país”, explica Sebastián, bebé de casi seis meses al momento de su propio secuestro. Había nacido el 29 de febrero de 1976.
La primavera camporista había durado un suspiro y con Perón agonizando, la derecha de su movimiento desató una cacería criminal sobre la militancia revolucionaria, peronista y marxista. Y Córdoba, que hasta ese momento había sido el faro de la revolución, con una clase obrera y un estudiantado consustanciado con la transformación social, fue la primera víctima de López Rega y compañía. El 27 de febrero de 1974 el teniente coronel Domingo Navarro, jefe de la Policía, derrocó al gobierno popular de Obregón Cano-Atilio López con la anuencia del gobierno nacional, que ya había hecho renunciar a los gobernadores de Buenos Aires y Mendoza, claramente identificados con las corrientes revolucionarias del movimiento. “Entre el 74 y el 76 no sé mucho qué pasó, sí recuerdo que mi papá quería sacar a mis hermanos del país y ellos no querían saber nada. Mi papá estaba bien económicamente y tenía contactos para sacarlos, pero tanto Juan Carlos como Luis Roberto y sus matrimonios decían que no iban a huir del país”, cuenta Julia.
En ese vago recuerdo de un país atrapado en una espiral de violencia que terminaría de la peor manera, Julia revive lo que define “un continuo estado de vigilia, de cuidarnos mucho. Yo salía con ellos porque nunca perdieron la alegría ni el ritmo de vida, pero era una presión familiar. Tenía mucha empatía con mis hermanos, pero me acuerdo que salíamos al cine los sábados y reconocíamos que la gente los seguía, que estaban marcados”.
Agosto de terror
“A mí me secuestran y me tienen unos días no se sabe dónde, luego me entregaron en la casa de mi tía abuela, hermana de mi abuelo Fredy”, cuenta hoy Sebastián, que confirma el acoso militar que relata Julia. “Antes había habido varios allanamientos, como 4 o 5, también por la actividad gremial del tío Luis Roberto”.
Durante años no pudo saberse a dónde habían llevado a Adriana, Juan Carlos y Sebastián después de esos fatídicos 15 y 16 de agosto de 1976. Tampoco el recorrido del abuelo Fredy. “Mucho después se sabría que lo llevaron al D2 de la Policía de Córdoba, en el Cabildo, y que luego lo soltaron”. El derrotero de Sebastián es información que se develará en el juicio Diedrichs-Herrera. Lo único que se supo es que fue devuelto en la casa de la tía abuela, en la misma camioneta del abuelo que había sido secuestrada por los represores. De mamá Adriana y papá Juan Carlos se sospecha que estuvieron en el Campo de Concentración La Perla, según el testimonio de Ana Illiovich, una sobreviviente de ese infierno, quien sostiene haberlos visto ahí. Según esos datos, la fecha de sus asesinatos coincide con días de muchos traslados en ese campo de exterminio, lo que en la jerga represiva significaba una muerte segura.
De eso no se habla
Al igual que muchas infancias, la de Sebastián transcurrió sin saber lo que había pasado con sus padres. Del tema no se hablaba. La historia familiar giraba sobre una de las explicaciones comunes de la época: “Tus papás tuvieron un accidente”. Hablar de desaparecidos tenía costos altísimos en la Argentina de fines de los 70 y principios de los 80. Con los vecinos, en la escuela, circulaba aquella tenebrosa justificación que sería marca registrada de la dictadura: “Por algo será”, “sus papás estaban metidos en cosas raras”. Con la crianza a cargo de abuelxs maternos de avanzada edad, que ya eran grandes cuando nació Adriana, la familia creyó que la mejor manera de resguardar al niño era no diciéndole la verdad. La otra hija, Silvia del Carmen, hermana de Adriana, que también había pasado por los CPL y luego se sumó a una organización llamada Orientación Socialista.
Aparición con vida
Ante la desaparición de Adriana, Juan Carlos y Luis Roberto, la familia transitó y padeció el desesperante recorrido de lxs familiares de quienes habían sido tragados por el Terrorismo de Estado: cárceles, Arzobispado, Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), Conadep, Amnesty Internacional. La abuela Francisca, mamá de Juan Carlos y suegra de Adriana, fue la que se puso al hombro esa búsqueda, que incluyó solicitudes de información al ministro del Interior Albano Harguindeguy, el mentidor oficial, pero también al obispo tercermundista Jaime De Nevares y a cualquiera que pudiera aportar algo de información. La repetida y no menos dolorosa respuesta era un puñal al corazón: “No sabemos nada”, “no están en ningún registro policial ni militar”. Tampoco los juzgados daban respuestas. Eran parte de la maquinaria de muerte y desaparición. No quedó organismo ni institución nacional e internacional que no recibiera solicitudes de Francisca buscando a Juan Carlos, Luis Fernando y Adriana.
La abuela materna, Dora Elsa Sivadón, también peregrinó ministerios, juzgados, organizaciones humanitarias y cárceles para saber el paradero de su hija. Pero el resultado fue la nada misma. El desamparo era absoluto, como el terror que se desplegaba a lo largo y ancho del país.
Asesinos y ladrones
Al igual que en otros casos de secuestros, la extorsión económica de los represores que prometían información devastó a la familia Soulier. Don Fredy ponía y ponía dinero pero nunca pasaba nada. Mentiras o el silencio más atronador del otro lado de la línea. El chantaje duró hasta que Juan Carlos, Adriana y Luis Roberto habrían sido asesinados y desaparecidos luego de su paso por La Perla.
Quien mamó ese desquicio familiar fue la tía Julia, que quedó sola acompañando a los abuelos paternos de Sebastián. “Ella vivió las peleas entre ellos, porque iban milicos a la casa a verlo a mi abuelo para sacarle guita, vendió cuatro departamentos, cuatro lotes en Icho Cruz, vendía todo para saber de sus hijos y su nuera, y mi abuela no quería que siguiera sacrificando lo que tenían por nada. Y Julia se fumó todo eso”, dice Sebastián sobre su tía, que confirma tiempos aciagos, de mucha soledad e impotencia: “No supimos nada hasta 30 años después, cuando se hacen las investigaciones para los juicios. Ahí una sobreviviente reconoce a mis hermanos como que habían estado en La Perla, nosotros sabíamos hasta lo de la D2 de la Policía, pero para cuando supimos esa información mis viejos ya estaban muertos. No se puede poner un horrorómetro ni un terrorómetro, pero nos hicieron pelota. Lo único que pudimos recuperar fue al Seba”.
Memoria, Verdad, Justicia
“Yo termino tomando dimensión de todo lo que pasó cerca de los 11 o 12 años, más hablando con los tíos que con los abuelos. La opción de los más viejos de la familia siempre fue no meterse con los organismos ni nada, a pesar de los reclamos de la abuela Francisca, porque tenían mucho miedo. En cambio, la generación más joven, de mis primos y mi tía Silvia del Carmen, que estaba en Rosario, fue otra, porque empiezan a militar en los organismos de derechos humanos”, dice Sebastián.
La tristeza, la desesperación, llevó a Julia a militar también en los organismos. Sebastián lo había decidido unos años antes, en una organización que nacía abrazando una causa que involucraba a muchos como él. “Empecé a militar al mes de que su funda Hijos, en 1995, fue después del encuentro de San Miguel”, recuerda hoy. “Ahí arrancó la reconstrucción de la historia de los viejos, a encontrarnos entre pares, a llorar, putear, Hijos es una hermandad rara, por las historias comunes. Fue reparadora en términos personales y colectivos, al principio era muy diverso todo. Milité muchos años ahí, y Julia después”.
Fue la historia de su mamá y su papá la que iluminó su lucha por Memoria, Verdad y Justicia. “Siempre la mirada puesta en la Justicia, pensá que los organismos impulsaban los juicios por la Verdad Histórica, como se llamaron en esos años, porque no había posibilidad de castigo penal”, remarca Sebastián, viajando a la década impune que arrancó con las leyes de Obediencia Debida y Punto Final de Alfonsín y siguió con los indultos de Menem, que clausuraron cualquier posibilidad de justicia sobre el Terrorismo de Estado.
Como muchxs, Sebastián tuvo que esperar más de cuarenta años para que los responsables del asesinato y desaparición de su papá y su mamá –y de otras 41 víctimas- rindan cuentas ante la justicia, lxs familiares y la humanidad entera por las atrocidades cometidas. “Este juicio vengo masticándolo, pensándolo, pero siento una contradicción, tengo enojos, no contra estos jueces, pero sí con la institución Justicia”, dice con la honestidad a flor de piel. “¿Qué repara a las familias un juicio después de 44 años, que me repara a mí como hijo, como individuo? Los represores se están muriendo, lxs sobrevivientes se están muriendo, y en mi caso lxs viejos que me criaron se murieron sin poder hacer justicia. Por eso siento que tengo cosas para decirle a la Justicia como institución”.
El sentirse parte de una lucha común, colectiva, tranquiliza el espíritu de la familia para seguir: “Uno entiende que los juicios son necesarios y socialmente reparadores, pero como dice Sebastián mucho se ha perdido en el camino”, reconoce Julia, quien desde hace 11 años es parte del equipo del Espacio de Memoria La Perla, primero como secretaria administrativa y ahora como directora después de que Emiliano Fessia asumiera como Subsecretario de Derechos Humanos de la Municipalidad de Córdoba en diciembre de 2019. “Simbólicamente es muy fuerte llegar al juicio de tus hermanos siendo directora de La Perla. No fue fácil estar ahí, había días que iba y era el lugar de duelo, y otras veces la secretaria de La Perla, iba a trabajar muy escindida, hasta que hice terapia, busqué el por qué y entendí que estar ahí es la continuidad de la lucha, por las generaciones que vienen. Yo reparo diariamente la historia de La Perla con los chicos que van de las escuelas, hasta de primaria. Desde un lugar sumamente humilde siento que vale la pena, que aporta un granito de arena, que son experiencias superadoras y liberadoras, un estar en continuo movimiento”.
En este sentido, Julia saluda la posibilidad de “construir memoria desde todos los Sitios del país. Es una construcción colectiva y aprendo mucho de lxs jóvenes, construir políticas públicas de derechos humanos es un aprendizaje muy rico que en la individualidad no hubiera logrado”.
Por Camilo Ratti
Fotografías: gentileza Sebastián Soulier