El antropólogo José María Bompadre plantea cómo la desaparición forzada del artesano Santiago Maldonado el 1 de agosto de 2017, en el marco de una operación de la Gendarmería en el territorio mapuche de la Pu Lof en Resistencia de Cushamen, instaló en la agenda mediática nacional y en la sociedad civil al menos dos problemáticas: una refiere a la situación de precariedad sobre el uso y tenencia de los territorios de los pueblos indígenas y otra a la utilización de las fuerzas represivas del Estado para criminalizar el conflicto social.
Para comprender el caso de Santiago Maldonado fuera de una presunta excepcionalidad resulta oportuno situar lo sucedido en coordenadas de más largo alcance. Es decir, analizar tanto las políticas indigenistas del Estado nacional desde su conformación a finales del siglo XIX como en las lógicas multiculturales ensayadas por la gubernamentalidad desde la última dictadura cívico militar. En este sentido, se hará foco en el habitus del poder policial, para indagar las porosidades y fisuras existentes en el orden de la representación y de la praxis de la Nación, en función de reconocer los mecanismos siempre renovados de violencia política.
La política indigenista y el genocidio
Se denomina política indigenista a las modalidades diferenciales de territorialización histórica de los pueblos indígenas en el/los interior(es) del Estado como Nación. Como explica Rita Segato, la Argentina se constituyó imponiendo el “terror étnico” por medio de una “máquina de aplanar diferencias” que reconoce a la escuela, la salud pública y el servicio militar como mecanismos de vigilancia y administración de la etnicidad. Así, la constitución del indígena como un “otro interno” se emplaza como una noción fundante para comprender las variadas modalidades de sometimiento y desarticulación territorial, en el marco de lo que Delrío denomina matriz Estado-Nación-Territorio.
En estas coordenadas, los miembros que integran la Red de Investigadores en Genocidio y Política Indígena sostienen que el Estado Argentino se constituye a partir del genocidio indígena. La Resolución Nº 1021 de 1951 de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de Naciones Unidas lo reconoce como un delito de derecho internacional. En su artículo 2º sostiene que el genocidio refiere a “actos tendientes a destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso”, entre ellos: matanza de los miembros del grupo, lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo, sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física total o parcial, medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo, traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo.
La ocupación de los territorios indígenas de Pampa-Patagonia y Chaco por parte del Ejército argentino entre finales del siglo XIX y principios de la pasada centuria implicó un proceso sistemático y simultáneo de confinamiento en campos de concentración (como Valcheta, Martín García, Malargüe, entre otros), de proletarización como mano de obra barata en ingenios y estancias, de apropiación de niños de entre 2 a 8 años para el servicio doméstico de la oligarquía, de institucionalización en misiones religiosas y de remate y ocupación de sus territorios ancestrales por parte de las élites. La asimilación civilizatoria se tradujo en la imposición violenta de la lengua castellana, del cristianismo, de nombres y apellidos no indígenas, de nociones de familia y género “occidentales y cristianas” y a través de la manipulación de sus cuerpos para el estudio científico en museos, donde cráneos, cabelleras y esqueletos testimonian aún hoy esa ocupación. Al mismo tiempo y en las “provincias viejas” se expropiaron los territorios comunales y se persiguió a los comuneros como lo demuestran numerosas investigaciones realizadas en Jujuy, Córdoba, Valles Calchaquíes y Cuyo. El siglo XX fue testigo también de diferentes masacres: desde la caza y matanza de indígenas en Tierra del Fuego, pasando por Napalpí en 1924, El Zapallar en 1933, Rincón Bomba en 1947, entre otras.
Arendt sostiene que un genocidio continúa cuando se mantienen las condiciones estructurales que los fundan y se extienden los términos políticos y simbólicos que impiden su reconocimiento como tal. Los investigadores de la Red sostienen que éste aún no ha terminado. El modelo extractivista (soja, petróleo, minería, desmonte) progresivamente instalado desde la década del ’90 ha incentivado el desalojo de diferentes comunidades, con la consecuente persecución y en algunos casos la muerte de líderes o miembros de las mismas. Los casos de Javier Chocobar del pueblo diaguita en 2009 o de Christian Ferreyra en Santiago del Estero en 2011, ambos muertos por parte de terratenientes o sus sicarios, ilustran lo que afirmamos.
El negacionismo es un componente vital del genocidio. Deviene de discursos que niegan lo hechos acontecidos más allá y a pesar de su verificación, como afirma Diana Lenton. En este sentido, podemos reconocer discursos negacionistas de la gubernamentalidad, de la prensa hegemónica o de algunos sectores académicos, que enfatizan la no existencia de indígenas en el presente, o bien que estos constituyen simples minorías o son extranjeros, los que actúan como tecnologías del poder productoras de no existencia.
Legislación y multiculturalismo
La formalización de legislación indígena por parte del Estado nacional desde finales de los años ’80 y la inclusión en la Constitución Nacional del reconocimiento de la “preexistencia” de los pueblos originarios (Art. 75, inciso 17) en 1994, son resultantes de una progresiva organización y movilización. El mencionado artículo expresa que se debe “garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural; reconocer la personería jurídica de sus comunidades, y la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan; y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano; ninguna de ellas será enajenable, transmisible ni susceptible de gravámenes o embargos. Asegurar su participación en la gestión referida a sus recursos naturales y a los demás intereses que los afecten”.
Este efecto de juridización de las alteridades étnicas reconoce modalidades diferentes de aplicabilidad en los países de América Latina, los que en las últimas décadas modificaron sus constituciones nacionales y/o adhirieron al Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo de 1989, promoviendo el reconocimiento de la diversidad cultural al interior de los mismos. Este modelo de gestión de la diversidad cultural es inherente del neoliberalismo y ubica en el plano de la cultura a sectores históricamente excluidos, patrimonializando sus especificidades culturales (artesanías, medicina ancestral, prácticas culinarias, etc.). A su vez, habilita el reconocimiento de los territorios que actualmente ocupan.
En estas coordenadas, podríamos afirmar que la Argentina se fue convirtiendo –al menos jurídicamente- en un país multicultural, al habilitar la aboriginalidad bajo ciertos parámetros de vigilancia, que podrían explicarse bajo la noción de “indio permitido” de Charles Hale. Este indio “bueno” es habilitado por la patrimonialización esencial de sus prácticas culturales pero no reconocido cuando reclama derechos territoriales bajo el amparo de la ley.
La demora en prorrogar – o hacerlo por poco tiempo- la Ley Nacional Nº 26.160 que declara la “Emergencia en materia de posesión y propiedad de la tierra” y que habilita el “Relevamiento Territorial de Comunidades Indígenas” ocupa centralidad en nuestro análisis. Muchas comunidades indígenas de nuestro país se asientan en territorios –mayoritariamente sin titulación efectiva- con recursos gasíferos, petroleros, acuíferos, forestales o bien con potencial productivo para los agronegocios. Su explotación por parte del Estado o por particulares ligados al capital nacional o global se configura como política necesaria para –o en nombre- de la modernización, el progreso y la “vuelta” de la Argentina al primer mundo. En esta ecuación, el “indio permitido” no resulta una molestia cuando se le permite mercantilizar su producción cultural, pero cuando reclama derechos de posesión o de interrupción del extractivismo sobre sus territorios, resulta criminalizado como terrorista o desalojado del seno de la Nación como extranjero, como ocurre actualmente con el conflicto mapuche, donde reconocemos la desaparición forzada de Santiago.
De indios vagos, ladrones y extranjeros
La desarticulación de las poblaciones indígenas de sus territorios ancestrales y su consecuente proletarización no estuvo exenta de marcaciones estigmatizantes provenientes de la racialización de clase, que reconocemos en documentos judiciales o en la prensa hegemónica de principios del siglo XX. Enrique Mases demuestra los mecanismos estatales de control de la fuerza de trabajo de indígenas calificados como vagos y ladrones, a los que se obligaba a conchabarse o se les prohibían mantener sus actividades de caza, pesca y/o recolección.
La sedimentación de estas alteridades históricas en el sentido común reconocen en el presente una gramática de marcación sobre sectores de la población que se encuentran fuera del mercado de trabajo, pero también sobre colectivos racializados que alcanza tanto a migrantes de países limítrofes como a miembros de sectores populares o militantes de izquierda. En este combo se (des)encuentran los “negros de mierda” o de “alma”, los que “deberían agarrar la pala”, los drogadictos, “los bolitas y paraguas que nos sacan el trabajo” y cuando no los “indios extranjeros” que quieren quedarse con “nuestras tierras”, casi como una reverberancia fantasmal y actualizada del “cabecita negra”.
Tampoco resulta novedosa la criminalización de la protesta social en el presente. La misma reconoce una interseccionalidad de elementos configurados como lo son las clases, el género/generaciones y las pertenencias étnico-nacionales. Aun cuando se inscriba a la protesta como un mecanismo que desborda la legalidad, la punición aparece como una tecnología de disciplinamiento en nombre de las “buenas costumbres”, del resguardo “de la paz social” y/o del progreso y trabajo como valores fundantes de la nacionalidad traídos por la inmigración aluvional. Lo impensable, aquello que irrumpe como lo no esperado o no deseado, no sólo desafía lo instituido, sino los fundamentos de dicha institucionalización, demostrando que los sistemas de clasificación hegemónicos se fundan también en moralidades, las que operan como tecnologías de poder para delimitar las diferencias y la desigualdad. Se constituyen así como impensables los anarquistas extranjeros de principios del siglo XX, los “cabecitas negras” o los preexistentes originarios de hoy, confinados al mundo afuerino de la extranjería.
Los discursos sobre la extinción de indígenas, su consideración como minorías étnicas o su extranjerización en tanto modalidades del negacionismo, se articulan fértilmente con la subordinación tolerable que propone el multiculturalismo neoliberal, revelando para cada momento de nuestra historia un continuum de complicidades entre las élites políticas y económicas, las instituciones del Estado y la prensa hegemónica para mantener el control legítimo de la violencia política. Sólo basta indagar acerca de sus objetivos, procedimientos y recursos e identificar la fabricación del sujeto peligroso (no permitido) en cada momento de nuestra historia nacional.
Por José María Bompadre
Antropólogo y secretario de Extensión de la FFyH-UNC.