En 2023 se cumplen 10 años del Encuentro Internacional de Literatura Negra y Policial “Córdoba Mata”. Por ese motivo, el 27 de septiembre en el Auditorio Chávez del Pabellón Venezuela se llevó a cabo el panel «Los años duros del género negro en Argentina”, con la participación de Raúl Argemí, Juan Sasturain y David Knutson. En ese marco, Juan Ezequiel Rogna, moderador de la actividad organizada por la cátedra «Literatura Argentina II» de la Escuela de Letras, entrevistó al escritor Raúl Argemí.
Raúl Argemí conversa con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método y con un chispeante humor que complementa su escritura intensa de tono circunspecto y frases contundentes, talladas a navaja. Platense clase ’46, en los tempranos ’70 integró diferentes organizaciones revolucionarias y atravesó encarcelado la última dictadura cívico militar. Ya en libertad, se volcó al periodismo y vivió en la Patagonia desde 1986. Como el mundo siguió girando después del Y2K, se radicó en España, donde permaneció hasta 2012. Allí publicó libros con una regularidad y una calidad notables, y se granjeó una merecida fama como autor de ficción. Al constatar que tampoco aquel año el planeta tocó su fin, volvió a la Argentina y, desde entonces, habita en un barrio porteño. Suyas son las novelas El gordo, el francés y el ratón Pérez (1996), Los muertos siempre pierden los zapatos (2002), Negra y Criminal (2003), Penúltimo nombre de guerra (2005), Patagonia Chu Chu (2005), Siempre la misma música (2006), Retrato de familia con muerta (2008), La última caravana (2008), El ángel de Ringo Bonavena (2012) y A tumba abierta (2015). A estos títulos se suman participaciones en antologías y otros relatos orientados a las infancias. Su obra ganó prestigiosos premios internacionales y fue traducida al italiano, al holandés, al francés, al inglés, al alemán y al griego.
Con estos antecedentes, Argemí era un disertante natural para “Los años duros del género negro en Argentina”, panel que compartió junto a Juan Sasturain y David Knutson el miércoles 27 de septiembre en el Auditorio Chávez del Pabellón Venezuela. Organizado por la cátedra de Literatura Argentina II (Escuela de Letras, FFyH) en el marco del 10° Encuentro Internacional de Literatura Negra y Policial “Córdoba Mata”, el panel proponía una revisión crítica de los campos político, social, cultural y específicamente literario durante la última dictadura. Pero las derivas de la conversación atravesaron ese marco referencial para rastrear las constantes de la novela dura, los contrastes procedentes de las particulares condiciones de producción, la reciente hegemonía de los escritores nórdicos y la situación actual de un género que, al verse fortalecido por la crisis, tendría asegurado un futuro venturoso. El siguiente intercambio pretende retomar aquellas derivas y, hasta donde la suerte alcance, abrir otras.
- Para empezar, me gustaría remontarme a tu génesis como escritor. ¿Cuáles serían los mojones que fueron eslabonándose para que el Raúl Argemí militante revolucionario, preso político o periodista se convierta en autor de relatos policiales? ¿Qué líneas de continuidad y/o de ruptura percibís entre esas facetas?
Cualquier respuesta que te pueda dar es muy relativa. Es sabido que las personas eligen, toman, caminos desde lo emocional y luego racionalizan motivos para haberlo hecho, que bien pueden tener nada que ver con el proceso real. Por ejemplo. Tuve cuatro primos que cuando yo era un pibito ya tenían bigote, fumaban y tenían novias. La habitación que ocupaban había sido la de adelante en la “casa chorizo”, mucho tiempo atrás local comercial. De tanto en tanto dormía la siesta en esa habitación, marcada por el olor a pucho. En las claraboyas que daban a la casa, pintadas de verde, había un agujero de bala. Decían que, cuando ese local había sido carnicería, alguien había disparado con un revólver. Yo me dormía mirando ese agujero de bala, imaginando una trágica historia. Me gusta pensar que la razón de lo que terminé escribiendo tiene allí su origen. Vale tanto como cualquier otra.
- Esa anécdota marca un hermoso y lúgubre mito de origen. Sin embargo, tu biografía informa que ese hálito inicial debió esperar un buen tiempo, porque a diferencia de muchos autores de tu generación comenzaste a publicar recién en los ‘90. Entonces, la pregunta sería: ¿Cuándo y en qué condiciones empezaste a escribir ficción y cómo fueron tus primeros pasos como autor publicado? Por otra parte, ¿hay experiencias de la militancia, o de los años en prisión, o del trabajo periodístico que ingresaron en tu literatura? Y respecto de tu oficio como periodista, ¿notás que hay un cruce entre ambas prácticas de escritura o se mueven por carriles diferentes?
Te cambio el orden de los interrogantes. Creo que el periodismo escrito es un medio fantástico para no enamorarse de las palabras y concebirlas como herramientas. Solo que se mueven por carriles diferenciados y si uno quiere escribir literatura no tiene que olvidarlo nunca. Cuando uno hace periodismo tiene presente un lector medio, con un bagaje cultural y de léxico medio. En cambio, en la otra escritura uno no se limita en nada. Imagina un lector tanto o más culto que uno mismo. La prioridad del periodismo, en cualquier nivel, es informar. En la literatura manda mucho la ambición estética.
En cuanto a las experiencias personales previas jamás podrás dejarlas de lado. Solo que se hacen visibles cuando el texto es testimonial. En la ficción son material reciclado en la vida y acción de los personajes. No solamente lo hecho, también lo que te hubiera gustado hacer y te quedó como deuda.
Comencé, como tantos argentinos, con el relato corto; los argentinos somos hijos de los cuentos. Pero yo aspiraba a la novela. Así que un día empecé a fumar en pipa y me compré una máquina de escribir, que aporreaba con ganas bajo la parra. Esa novela se iba a llamar El espinazo del zorro, nombre de un paraje en la precordillera. Pero, con 300 páginas escritas, me di cuenta de que le había errado en el punto de vista. Ver todas esas páginas que me obligaban a escribir todo de otra manera, me hacía doler la panza. Así fue que las enterré en un cajón.
No volví a encarar una novela hasta que tuve mi primera computadora, y gracias a la envidia constructiva. Rolo Diez ganó el Hammett en la Semana Negra de Gijón. Con Rolo habíamos sido compañeros de militancia, y eso me metió un cohete en el tujes. Con lo que había aprendido, mucho, en la novela fallida, me propuse algo corto, conciso, algo que se apoyara en la construcción de los personajes, no tanto en la peripecia. Así salió El Gordo, el Francés y el Ratón Pérez. Entonces me propuse tener un libro publicado, para que me leyeran lectores desconocidos. Al fin ellos me dirían si daba o no la estatura para ser escritor.
Un contacto con una editorial me lo hizo posible, pero yo tenía que pagar la edición. Y bien, había cobrado una indemnización interesante por la calidad siniestra de la cárcel que había vivido, y convertí parte de esa plata en el libro, que vos tenés, la primera edición de El Gordo, el Francés y el Ratón Pérez. Me parecía una especie de justicia poética.
Algunos años más tarde Paco Ignacio Taibo recomendó la novela al editor de, en ese momento, la colección más importante de Europa, Rivages Noir, y me publicaron abriéndome la puerta de Francia. Así fue que me publicaron, en varios años, otras cuatro novelas.
Bueno, con lo aprendido en esta novela y la fallida, releí aquellas páginas de máquina de escribir y la encaré de otra manera. El resultado fue Los muertos siempre pierden los zapatos, que me rebotaron en varias editoriales argentinas porque los protagonistas eran exguerrilleros, y no querían saber nada. Bajón, bronca, en fin. Pero tuve suerte. Ya en España la envié a un concurso. Era eso o quemarla. Ganó el premio por unanimidad del jurado y la editó un sello importante de Anaya. Fue el primer premio que ligué.
Agrego: empecé a escribir, ya como aspirante a escritor, cuando ya no era un pibe. La militancia en la lucha armada arrumbó cualquier otra aspiración. Fue necesaria la cárcel, y asumir que habíamos perdido, lo que me volcó a una antigua ilusión, ser escritor.
- Vos encarnás un curioso caso de “escritor de género”, en el sentido de que a lo largo de la historia de la literatura argentina han sido más los autores que incursionaron esporádicamente en el policial que aquellos que han labrado su obra a partir de esa matriz. En este sentido, ¿te sentís parte de alguna genealogía? De ser así, ¿se trata de una genealogía circunscripta a límites nacionales o va más allá?
Que yo esté marcado como escritor de novela negra tiene más que ver con el márquetin de las editoriales que con la realidad. Al menos la mitad de mis novelas o relatos no son ni policiales y novela negra. La prueba son dos novelas para pibes y algunas que podríamos llamar “de aventura”. En todo caso creo que vale aquello que dijo Hemingway para explicar que luego de la Primera Guerra se fuera a España. No se sentía capaz de narrar historias donde, por ejemplo, la gente muriera de gripe o indigestión en su cama, y en España se vinculó al toreo, una manifestación de la muerte y la violencia, sin guerra. En cuanto a las influencias, creo que fueron sobre todo externas. Durante decenios los escritores argentinos escribieron policiales como si hicieran alguna clase de chiste o travesura, minusvalorando esa literatura.
- Si pensamos en la obra de autores como Rodolfo Walsh, por ejemplo, vemos que el género policial es una lente que no solo le permitió auscultar la corrupción inherente al sistema sino también narrarla con densidad estética y potencia persuasiva. ¿Cómo funciona esa lente en tu caso?
Poco tiempo antes de irme a España di una charla sobre la novela negra de Walsh. En rigor, su novela negra fue su vida. Sus relatos policiales son de la escuela inglesa, relatos de enigma. En la novela negra, que no considero un género sino un modo, el protagonista es la muerte, no el enigma. En eso es hija de la novela gótica. Cuando escribió Operación Masacre hizo una investigación periodística -y política- usando todo lo que sabía de los recursos de la novela dura, al estilo americano. Quería atrapar al lector y no soltarlo. En ese sentido me siento colega de Walsh, sin comparación posible. ¿De que otra manera se puede narrar historias plagadas de violencia política como las que marcan nuestras historias de vida?
- Relacionado con lo anterior, y tal como charlábamos en el encuentro, hay quien sostiene que el éxito de la novela negra actual se debe en gran medida a que cumple la misma función que el periodismo de investigación de los años ’60 y ’70, pero sin la necesidad de probarlo todo. Me gustaría que refrescaras y en lo posible ampliaras lo que decías entonces para saber cómo te llevás con esa hipótesis.
Me gusta más la definición acuñada por Paco Ignacio Taibo, quien dice que la novela negra es la novela social de este siglo.
- ¿Podrías explayarte sobre esta preferencia?
Cuando construís personajes, desde el lado de adentro, se produce algo interesante, y a veces incómodo. Porque ese trabajo te obliga a la introspección, a hacerte preguntas sobre vos mismo. Si uno es medianamente razonable toma con pinzas todas las posibles respuestas. Pero, así como te sirve hacerte preguntas, también es material para los personajes. Así como yo no me psicoanalizo, no psicoanalizo a los personajes. Los acepto por lo que me muestran y por lo que hacen.
El periodismo de investigación no imagina ni se pregunta por la interioridad de sus protagonistas. Sí lo hace un poquito, vale, pero si se pasa ya no es periodismo, es ficción. Por ejemplo, mi novela Retrato de familia con muerta nació de la acusación de la fiscalía en el caso del asesinato de María Marta Belsunce. Hoy el fiscal está muy cuestionado, pero ese no es mi problema, yo no soy parte, gracias a los dioses, del Poder Judicial. La tomé como material de origen, pero me permití el juego literario. Tanto que en cierto momento comentan lo que está sucediendo, con un tono muy feminista, un coro de Euménides propio de la tragedia griega. O sea que el crimen original fue la excusa para hablar de algo más amplio.
- “Casi siempre se trata de una cuestión de poder; de ejercerlo o ser un derrotado.” Parto de la primera sentencia de tu primera novela para preguntarte sobre las relaciones entre literatura y poder. Y en el caso específico de la novela negra: ¿se trata de una narrativa de poderosos o de derrotados?
En principio, quien dice eso es el protagonista de esa novela, no yo. Claro, de dónde iba a salir si no de mi universo personal. Los personajes se alimentan del escritor. Cortázar dijo alguna vez que escribir es abrirle, voluntariamente, una puerta al inconsciente. De esas oscuridades se alimentan los personajes. En cuanto al poder, a las luchas del poder, sospecho que están presentes en todo lo que hacemos; hasta en la relaciones amorosas o sexuales. Naturalmente, en una historia donde la muerte violenta manda, los factores de poder se hacen más visibles.
- A propósito de tu primera novela, El Gordo, el Francés y el Ratón Pérez ha sido llevada al cine recientemente por Carlos Martínez bajo el nombre El testaferro. ¿Cómo fue el proceso de adaptación? Además, querría aprovechar para conocer tu visión sobre los vínculos entre el cine y la literatura, en general, y el cine y el género policial, en particular.
Voy a ser claro: no me atrae el cine. Si me gustara estaría haciendo cine en lugar de escribir. Me parece un formato muy limitado para lo que yo pretendo. ¿Entonces cómo llegamos a la película? Si me hubiera pedido la novela otro director le habría pedido un millón de dólares, para que no la haga. El caso es que con Carlos Martínez nos conocimos en la cárcel y pasamos, como casi todos, tiempos muy duros, y eso crea relaciones muy fuertes. Por eso, cuando me la pidió, planteando que necesitaba libertad para hacer el guion le dije que sí. Y no participé de la escritura del guion, me mantuve al margen. Luego participé del rodaje, porque era una experiencia que me interesaba, teniendo claro que la película es del director, no de uno. Es curioso cuando te preguntan como ves tus personajes en la película. No los ves. Los personajes son tuyos cuando los escribís. Cuando el lector los lee son, en gran parte, sus personajes. Y una película es la lectura del director, no la del escritor.
- A principios de este siglo, los escritores nórdicos coparon la parada de la novela negra a escala global. ¿Cómo experimentaste ese fenómeno?
Cuando Carmen Balcells era agente literaria de Vargas Llosa y García Márquez, para venderlos mejor inventó el “realismo mágico” y lo puso de moda. En ese tiempo no funcionaba bien nada que no tuviera trópico, manglares, monos y quetzales. Por suerte la moda pasó, como pasó la de publicar autores “suecos”, de cualquier país más o menos escandinavo.
- Retomando el neologismo acuñado por Sasturain y compañía, y en un posible contraste con lo anterior, ¿podríamos hablar del policial “súrdico”? Si es así, ¿cuáles serían sus características distintivas?
Creo que serviría para nombrar a la novela negra latinoamericana. Un elemento central es la política y la sociedad. En un universo donde es difícil creer en el Poder Judicial -mal llamado, habitualmente, Justicia- y aun menos en la policía. Todo crimen te lleva de cabeza a las razones sociales que lo anteceden. “Súrdico” es una buena manera de llamarlo desde la ironía más sangrienta. Al fin, me parece, la ironía, siempre muy presente, es lo que te impide ponerte a llorar o cortarte las venas, cuando la mano viene mal.
- Novelas tuyas como Penúltimo nombre de guerra suceden en la Patagonia argentina. ¿Qué potencial particular para la novela negra encontraste en esta región y en sus habitantes?
Cuando me fui a vivir a la Patagonia, laburando de periodista, yo era un producto de las grandes ciudades y descubrir ese otro mundo me maravilló. Lo ignoraba. Y no me refiero a los paisajes, sino a lo humano en relación con esos paisajes dilatados, enormes, agrestes. En Penúltimo nombre de guerra integré la historia real de una masacre en un poblado llamado Lonco Luan, por la influencia mal entendida de mensajes religiosos. Más la historia de un vivo que traficaba como médico y como cura, ambos “truchos”. Historias que había leído en el archivo del diario en que trabajaba. El crimen, la corrupción, el delito, no eran peores que en la gran ciudad, pero contrastaban poderosamente con los espacios soleados, abiertos, casi de cuento infantil. Cuando los colores son más intensos me siento, como escritor, más cómodo.
- En 2005 recibiste el Premio Hammett y muchas de tus obras han sido galardonadas. ¿Esos reconocimientos afectaron de algún modo tu posicionamiento frente a la escritura?
Seguramente algo hicieron, pero creo que no mucho. Cuando gané siempre me he preguntado como decíamos en mi barrio: “¿y vos a quién le ganaste, otario?” Tal vez ganaste porque eras el menos malo de los horribles.
Unas cuantas veces he sido jurado, con cuatro, seis o siete finalistas. Todos elegidos por un pre jurado. ¿Y si la mejor novela fue descartada en esa previa? ¿Cómo saberlo?
«Si te creés Gardel porque ganaste varios premios sos un boludo. Lo positivo que tiene ganar un premio es que te confirma que sos escritor. Malo o bueno, pero escritor. Creo, estoy seguro, que mi pasaje por la cárcel y las torturas me libraron de ensoñaciones tontas».
- ¿Qué proyectos de escritura estás desarrollando? ¿Está en camino una nueva novela policial o tus intereses se dirigen hoy hacia algún otro lugar?
Hoy he vuelto, de alguna manera, a los orígenes, el formato corto. Siento que la novela te envicia porque siempre tolera varias páginas de más, innecesarias. El cuento y el relato, pongamos de 20 o 30 páginas, no te permiten escribir de más. Son muy estrictos. Estoy, creo, me parece, recuperando la capacidad de síntesis que te permite contar en dos líneas lo que el descuido te lleva a escribir una página.
- Para terminar, ¿podrías compartirnos una lista con tus diez novelas negras favoritas? Si pudieras explicitar brevemente los motivos, mejor.
Me gusta la pregunta, es acertada. Lo peor aparece cuando te preguntan por tus autores preferidos. Yo elijo decantarme por sus producciones. La verdad es que si un autor tiene la suerte de escribir una buena novela debe festejarlo, porque puede ser que, aunque escriba mil, ninguna sea tan buena. Es imposible tal cosa. Es cierto que todo escritor piensa, y eso lo mantiene en marcha, que su próxima novela será la mejor. Pero, tal vez, la mejor la escribió hace muchos años.
En cuanto a las que me gustan no sé si llego a 10, mi memoria no es infalible, ni soy un estudioso del tema. Empiezo con ¿Acaso no matan a los caballos?, de McKoy, una novela negra sin detective ni investigación, tan solo la confesión de un pobre tipo que mató por amor. Después -y el orden puede ser muy bien otro- Un ciego con una pistola, de Chester Himes. Ácida, dura, narrada desde una ironía lindante con el cinismo. También Prótesis, de Andreu Martin, escritor español. Para mí es la mejor novela negra escrita en nuestro idioma. Muchas veces hablé con Andreu y se sorprendía de que, habiendo escrito y publicado tal vez un centenar de novelas yo rescatara Prótesis. De eso hablamos un poco más arriba.
Una novela que me marcó mucho para mis relatos localizados en la Patagonia, y más, es 1280 almas, de Jim Thompson. Una historia muy negra, en un espacio rural, en un pueblito minúsculo.
Agrego Picnic extraterrestre de los hermanos Arkadi y Boris Strugatski. Una novela negra editada en la antigua URSS como ciencia ficción. Es comprensible. En las policiales de la URSS todos los policías eran intachables y los malos eran agentes del imperialismo. Si pretendías otra cosa era probable que fueras a Siberia a escribir en papel higiénico. Suelo citarla porque me parece la demostración de que la novela negra no es un género, sino un modo, que atraviesa cualquier género.
Y me planto con estas. Seguramente me olvido de alguna igualmente destacable. Mala suerte.
Por Juan Ezequiel Rogna