En el marco del ciclo Profesor invitado, que organiza la Escuela de Letras de la FFyH, el escritor Carlos Surghi conversó con Graciela Montaldo, quien el martes 14 de agosto a las 16 hs. en la Sala A del Pabellón Residencial, brindará la clase abierta: Lo que estudiamos, lo que escribimos: el mal presente.
El nombre de Graciela Montaldo está unido a los inicios de la revista Babel, a un primer libro sobre Juan José Saer y El limonero real, y por supuesto, a una permanencia en la escena de los debates culturales que la tiene como una de las principales críticas de los últimos años.
Desde 1990, vive en el extranjero -primero en Venezuela y luego en Estados Unidos- en un desplazamiento constante que parece haber tenido cierta influencia en su producción a la hora de pensar no sólo la Argentina sino también Latinoamérica y su relación con la tradición occidental.
Sus investigaciones se centran en ese periodo fascinante que va desde el final del siglo XIX hasta comienzos del siglo XX, como lo expone en dos de sus primeros libros: De pronto, el campo (1993) y La sensibilidad amenazada. Fin de Siglo y Modernismo (1995); pero también buscan pensar problemáticas más actuales, como la irrupción del mercado en la literatura y la idea de experimentación como forma de resistencia, o también, la configuración de un gusto que propone identidades siempre en tensión con el populismo y la cultura de masas.
Haciendo dialogar estética y política, Graciela Montaldo visita nuestra Facultad para charlar sobre la mirada que interroga la dinámica cultural del presente.
- En tu itinerario figura primero Caracas y luego Nueva York como lugares de residencia. ¿De qué modo influyeron el paisaje, la cultura, el ámbito académico de estas ciudades al momento de plantear los objetos de tus investigaciones? ¿Existe una perspectiva de lectura atravesada por la experiencia de lejanía y extrañamiento?
Hace veintiocho años que vivo fuera de la Argentina, sin embargo, mantengo nexos tan estrechos con el mundo académico, con amigos y familia, que nunca me siento completamente afuera del país. Sigo las noticias, lo que se publica, las discusiones y me siento muy en contacto con lo que pasa. Pero es obvio que “vivir afuera” genera una experiencia muy distinta a lo que esta ilusión de cercanía pudiera sugerir. Los catorce años que pasé en Venezuela fueron muy productivos para mí. Me contacté muy de frente con la dimensión latinoamericana, aprendí a pensar mis investigaciones en otros marcos y hacerlas dialogar con otros problemas. Creo que enseñar e investigar en el contexto venezolano de aquellos años me estimuló a tener otras conversaciones intelectuales. Tuve excelentes y generosos colegas como Beatriz González y Javier Lasarte, entre muchos otros. La mudanza a Estados Unidos implicó transformaciones muy diferentes. Ya no solo fue cambiar una vez más de marcos de pensamiento sino involucrarme en un campo académico minoritario en términos de prestigio institucional (el latinoamericano) pero en crecimiento; por muchos motivos, creo que este es un momento especial para hacer que los estudios latinoamericanos en Estados Unidos abandonen cierto solipsismo -a medias inducido a medias autoinfligido- y salgan a debatir con otras tradiciones críticas en planos de igualdad. Obviamente, ahí me interesa participar. Imagino que todo esto deja rastros en mi trabajo, en mis elecciones críticas, aunque esas elecciones no son para mí meramente estratégicas, dependen de mis gustos e intereses personales.
- En tu texto sobre Rubén Darío señalas que el viaje es un modo de ser político del intelectual latinoamericano entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, algo así como una formación sentimental entre lo propio y lo ajeno. En tu caso el desplazamiento que implica el viaje es bastante particular, migras constantemente. ¿Existe una experiencia de re-descubrimiento cada vez que volvés al país? ¿Se ha ido modificando?
Lo que me interesó en Darío y el fin de siglo es cómo ese poeta que es un abanderado de la autonomía literaria, no duda en sumergirse en las transacciones de política cultural necesarias para llevar a cabo su programa poético, porque entendió que no podía desarrollar uno sin las otras. Nuestro trabajo siempre es una transacción con el afuera de nuestro trabajo, lo llamemos instituciones, otro país, colegas y amigos. Y siempre tenemos varias instancias de negociación, vivamos donde vivamos.
Es cierto que yo migro mucho pero es cierto también que cada vez más gente lo hace y que las condiciones contemporáneas vuelven la experiencia migratoria menos definitiva. Vuelvo mucho a la Argentina y estoy muy en contacto con lo que pasa. Mi relación con el país es muy viva, no pertenece a mi pasado ni quedó congelada en un momento, siempre se renueva. Cuando vengo estoy en contacto estrecho con colegas para compartir conversaciones. Aquí encuentro muchos estímulos para trabajar y pensar. Apenas llego me instalo en lo que pasa y las cosas que pasan acá, por tener familia y amigos, me afectan profundamente.
- Tus ensayos se posicionan en zonas críticas como por caso la noción de campo cultural, a la cual definís como “un campo de diferencias y disputas”, y que en Latinoamérica se ha ido constituyendo por medio de “malentendidos”, o “lecturas desviadas” de la orientación que proponía la influencia occidental. ¿Podríamos hablar de una vinculación con la tradición mucho más vital que aquella que proponía la cultura europea?
No sé si vital es la palabra para describir esa diferencia, pero es algo que todos debemos revisar para poder entender mejor. En un plano de lo que podríamos llamar la “cultura mundial”, solíamos preguntarnos por lo que recibimos y cómo lo procesamos en América Latina. Menos nos preguntamos por lo que dimos, por lo que ofreció, en condiciones de colonialismo, nuestra región. Me parece que el gran cambio en los estudios culturales de las últimas décadas tiene que ver con ese desarrollo, con un cambio fundamental de perspectiva. Ya no se puede pensar la modernidad cultural europea sin los procesos de explotación económica de los países periféricos, por ejemplo. Pero tampoco sin confrontar esa producción cultural con la local. Si dejamos de comparar la producción latinoamericana con la hegemónica y la estudiamos como parte de procesos interdependientes creo que tendremos un nuevo mapa cultural.
- En el final de Zona ciega planteás que el cruce entre estética y política habilita en Argentina ciertas formas experimentales que serían modos de “resistencia” a la intitucionalización del arte. César Aira y Mario Levrero podrían pensarse como escritores que desandan el camino de la obra habilitando el del puro proceso. ¿Se podría entonces pensar lo mismo en la crítica a la hora de leer estética y política? ¿En qué zonas encontraríamos la resistencia y la experimentación crítica?
Sí, creo que se puede y en eso estoy ahora. En verdad, me interesa mucho estudiar esos momentos de “puro proceso”. Estudiarlos y no congelarlos, es decir, no tomarlos como definitivos. Lo importante, creo, es tener una mirada dinámica sobre los procesos culturales. Como si se pudiera hacer historia del momento y tener conciencia que, pronto, las cosas cambiarán, en direcciones que no podemos prever de antemano. Si la crítica acepta ese desafío, se involucra en un discurso precario pero que puede ser también muy iluminador. La experimentación significa desarrollar un lugar y una voz que ponga en contacto nuevos fenómenos, que encuentre una forma de intervención, que proponga debates.
- Desde la publicación en 1993 de tu libro De pronto, el campo, y hasta Museo del consumo -publicado en 2016-, tus investigaciones parecen giran alrededor del término crisis y la delimitación que este propone sobre las prácticas culturales. ¿Es una insistencia o una fatalidad?
Es lo que me interesa y lo que puedo hacer. Me cuesta hablar de las zonas de felicidad. Confieso que no sé hablar de literatura, por ejemplo. La literatura es algo que me gusta leer, discutir, pero no puedo escribir sobre ella. Encuentro en los momentos de crisis, en las prácticas contradictorias, en aquello que no se puede explicar fácilmente, un desafío para pensar. Ahí puede entrar la literatura también. Se trata de elecciones personales, sin duda, pero también de aquello que está entre los límites de lo que a cada un@ le sale mejor. Proceder de una formación con carencias, no del todo profesional, de algún modo, me adiestró a ver en lo que está quebrado un motivo de reflexión.
- El trabajo de archivo contempla un método capaz de interpelar a la cultura en sus registros, en su acumulación de hechos y datos. En Museo del consumo el archivo es puesto en función de las relaciones que proponés entre cultura y masas, pero también como el origen de un relato que por medio de la crítica “exhibe” cuerpos en el ámbito del circo, el tango, las primeras formas de divertimento y ocio en el fin de siglo y el comienzo del modernismo. ¿Cómo fue la experiencia a la hora de trabajar con ese material que es narrado como si se tratara de una visita a un museo, pero que deja ver el hilo de una voz tan conflictiva como lo es lo popular?
Es un libro que me costó mucho escribir pero que me encantó hacer. Tuve la sensación de que podía no terminarlo nunca porque el trabajo de archivo era infinito. Como los núcleos que elegí para organizar el libro son muy abiertos, los límites eran difusos. Sumergirme en esos libros tan poco leídos, tan poco valorados, y tratar de entender por qué fueron escritos, qué quisieron comunicar, fue muy estimulante. Leer esos libros me confrontó con preguntas nuevas, me obligó a diseñar un lugar diferente para mí como crítica de esos procesos. Intenté entrar en diálogo con esas escrituras “desechables” y aprender en esa indagación. Es muy difícil, creo, desprenderse de las jerarquías cuando abordamos fenómenos culturales del pasado; los archivos nos llegan ya muy constituidos. Lo que intenté en Museo… fue leer todo al mismo nivel, los libros de los que no eran (ni pretendían serlo) letrados y los de escritores como Borges. La intención no fue mezclarlos ni decir que eran lo mismo sino tratar de entender la convivencia de esos registros tan diferentes, sus zonas de contacto.
- ¿Por dónde pasan tus intereses en estos últimos meses? ¿Qué estas leyendo? ¿Qué estás escribiendo?
Estoy escribiendo varias cosas en las que me invitaron a participar. Muchas de ellas están relacionadas con el pensamiento crítico en América Latina. O hago que las invitaciones coincidan con eso. Tendemos a estudiar la producción estética, pero le prestamos menos atención a la producción de esa otra zona de la cultura que reflexiona sobre los procesos culturales. Hacemos como si eso fuera prescindible, pero tenemos que reconocer que durante todo el siglo XX (y especialmente desde la segunda mitad) la crítica ha establecido diálogos productivos con otras prácticas creativas. De ninguna manera podemos prescindir del discurso crítico al pensar los procesos culturales argentinos y latinoamericanos. No se trata para mí de hacer “historia intelectual” sino de estudiar procesos de diálogo de tradiciones diferentes.
Graciela Montaldo es profesora en Columbia University, se especializa en culturas latinoamericanas modernas y contemporáneas. Ha publicado los libros Museo del consumo. Archivo de la cultura de masas en Argentina (2016), Zonas ciegas (2010), A propriedade da Cultura (2004), Ficciones culturales y fábulas de identidad en América Latina (1999), La sensibilidad amenazada (1995), De pronto el campo (1993) y co-editora de The Argentina Reader (2002), Esplendores y miserias del siglo XIX (1996) e Yrigoyen entre Borges y Arlt (1989). En 2013 se publicó su edición de las crónicas de Rubén Darío: Viajes de un cosmopolita extremo. Ha publicado numerosos artículos sobre escritores de la Independencia, el fin-de-siècle latinoamericano, la modernización en la cultura, literatura contemporánea, industria cultural e instituciones en América Latina. Fue Directora del Departamento de Español y Portugués y actualmente es Directora de Estudios Graduados de la Universidad de Columbia.