Recuerdo las primeras marchas apenas arribada la Democracia: en 1984, 1986 y en los años sucesivos: éramos apenas un puñado que, de tan pocos y heridos aún por los resquemores de una sociedad que miraba a los manifestantes con desconfianza, apenas marchábamos un par de cuadras. La concentración se plantaba en la esquina de 27 de abril y General Paz y allí, sin que la municipalidad, ni la policía ni el gobierno se dignaran a detener el tránsito por más de diez, quince minutos, se sucedían el discurso y los abrazos y los encuentros. Hace ya más de una década, somos miles. Y cada vez más. El (re) conocimiento sobre lo ocurrido durante la dictadura ha traspasado generaciones y ya no se detendrá. Han sido años de siembra que dieron y darán sus frutos.
En tanto, a ninguno de los periodistas que venimos cubriendo los juicios por delitos de lesa humanidad cometidos en los campos de tortura y exterminio, se nos escapa que vivimos un hecho histórico: aquí, en nuestro país, en el país del nomeacuerdoque tan precisa, dolorosamente describió la enorme María Elena Walsh; sí, aquí, estamos presenciando el Nüremberg argentino. Porque de esto se trata: de juicios a genocidas y a sus cómplices civiles, como ocurrió en esos procesos de la posguerra. Pero aún mejor: no los llevan adelante jueces de otros países, como aconteció en los tribunales de Alemania que conformaron magistrados de los estados vencedores; sino que por primera vez un país (¡y además Latinoamericano!) juzga a los responsables de una dictadura asesina con sus propios jueces y sus propias leyes vigentes. Y los enjuicia por crímenes que de tan atroces, son definidos como de lesa (baja) humanidad. Aberraciones contra el género humano que por su calaña e insondable maldad no tienen fecha de vencimiento, son imprescriptibles; y que por su dimensión de crueldad se consideran cometidos no sólo contra personas particulares, con nombre y apellido y una vida; sino contra toda la Humanidad.
“Argentina es sin duda la vanguardia mundial en juicios de este tipo. Este país está a la avanzada en aplicación de leyes contra los genocidas. Algo que no se ha dado en ningún país, nunca”, afirmó el juez Baltasar Garzón en una entrevista con la periodista Ana Cacopardo.
Baltazar Garzón nada menos. Una de las personas que junto a Néstor Kirchner y su decisión de elevar a política de Estado todo lo referido a Derechos Humanos, motorizaron la larga lucha de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo; de los HIJOS y de todas las personas que se agruparon para continuar buscando a los que el Terrorismo de Estado secuestró, asesinó, robó y desapareció a partir del Golpe del 24 de marzo de 1976.
¿Un dato? O un logro según se lea: en Córdoba observamos día a día que la caterva de represores imputados –y lo habíamos visto ya en los juicios anteriores- , todavía no salen de su asombro. Es que nunca creyeron que llegarían al banquillo de los acusados. Ni tampoco que terminarían condenados y presos en cárceles comunes. Esa actitud de impunidad no es gratuita: está consolidada en casi cuarenta años de olvido por decreto, indultos y leyes de obediencia debida y punto final, y por tanto cómplice civil que para ganar una elección deslizan – sibilinos- la intención de un “borrón y cuenta nueva” para los asesinos. Tan acendrada está su impunidad, que hasta se molestan (y protestan) ante el Tribunal que los juzga, cuando los sobrevivientes o los familiares de las víctimas desaparecidas los califican de delincuentes. Ellos, acusados de crímenes atroces, se encrespan y se quejan cuando los definen como lo que son: torturadores y asesinos. ¿Su visión de sí mismos? “Soldados que sirvieron a la patria contra la invasión del comunismo internacional”. Y sí, son soldados: pero los de un ejército sangriento que se dedicó voraz y entusiasta a violar personas indefensas, robar bebés y saquear todo lo que encontraron a su paso. De un ejército que -lo atestiguan día a día los sobrevivientes- hasta gozó picaneando a las víctimas que ataban y quemaban en las parrillas de cientos de salas de tortura en todo el país, para luego arrojarlos medio muertos o semi vivos desde aviones; o fusilarlos vendados y atados de pies y manos al borde de las fosas comunes.
Un ejército compuesto de infra-seres que sellaron entre ellos un “pacto de sangre” que aún se niegan a romper y al cual, a pesar de los esfuerzos de sus cómplices civiles y eclesiásticos, le ha llegado la hora de la Justicia.
Por Marta Platía
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