Quererse viva es salir de la impotencia, sostiene Diego Tatián en esta nota. El movimiento de mujeres produce marcas profundas en la política, los cuerpos y la lengua, que conmueven la trama abierta de los derechos sociales.
Los derechos no se piden, se ejercen. Y después -después de su invención y su ejercicio- se reconocen. Como bien supieron filósofos libertarios de otros tiempos, un derecho es una capacidad que -cuando lo hace- irrumpe primero de manera salvaje (como en la selva), luego en el lenguaje, luego prospera en la inteligencia común hasta que finalmente halla su institución y su ley. La ley de un deseo, que lo inviste, lo extiende, lo radicaliza, libera lo desconocido que atesora y lo impulsa a lo imprevisible de sí sin nunca perder el rumor de la selva anómica en la que nació. Todo esto es salir del lugar de víctima. Una víctima no es nunca percibida ni se autopercibe como un sujeto deseante capaz de muchas cosas, y siempre como un objeto a merced, necesitante de lo que otro haga por ella. Una víctima no puede nada ni podrá nada mientras sea así considerada. Por eso, quererse viva es abandonar a la víctima, recuperar la potencia confiscada -o neutralizada- de pensar y de crear, de transformar y de cuidar, de activar el deseo de igualdad que las criaturas alojan, cualquiera sea la situación provisoriamente -aunque lleve muchos siglos- desfavorable en la que se encuentran.
Quererse viva es salir de la impotencia que todo lo circunda y lo acecha –salir por mor de un acto y una decisión. El pasaje de la impotencia a la potencia se resguarda de su malversación en prepotencia, clausura identitaria y pura voluntad de poder. Pues la potencia que se libera es siempre con otros: más se incrementa mientras más común; más emancipada y extensa mientras más abierta y diferente de sí. Se sustrae de la voluntad de poder -que es siempre sin otros, contra otros, a costa de otros; que tiene el secreto de su perseverancia en la impotencia que genera y de la que se nutre.
Quererse viva asume, al contrario, la disipación de la impotencia -propia y extraña- a la vez que pone en obra un desmantelamiento de la prepotente violencia que la historia deposita en la naturaleza. El imprescindible “ni una menos” -sin perderse en su insistencia e ininterrumpida necesidad negativa- se actualiza afirmativamente y abre paso a una convocatoria de exploración -“vivas nos queremos”- que la continúa y la resguarda, y ambas se incorporan a una poética de la lengua pública nacida de la encrucijada del dolor y del deseo: silencios, disrupciones, irrupciones, intrusiones gráficas que resisten la pronunciación y conmueven así la naturalización del sometimiento de género que reproduce la lengua; sentidos que son revelados por fuera del argumento y del concepto, gestualidades colectivas irreductibles a un desciframiento inmediato. Algo que no se reduce a una función puramente comunicativa, ni a una pragmática y ni siquiera a una semántica. En ese lugar del habla dislocado y extraño se inscriben los sedimentos de experiencia común que expresan los preciosos imposibles que la sociedad argentina ha sido capaz de hallar en el centro del mundo: “nunca más”, “aparición con vida” “que se vayan todos”, “no matar”, “ni una menos”… La poética que yace en el corazón oculto de la lengua es casi siempre involuntaria e irrumpe a máxima distancia de cualquier idealismo, es decir se piensa en una perspectiva de realismo sin más; o más bien: toma sus recaudos tanto frente al idealismo como frente al cinismo –que no es un correctivo del primero sino su complemento y su perpetuación.
Quererse vivas (no sólo “ni una menos”, también “muchas más”, en plural de ahora en adelante) es un opaco deseo por investigar, la aventura social que es necesario emprender, un autorreconocimiento que consolidar y que componer con otros anhelos de justicia resguardados y prometidos en multitud de “minorías populares” que explicitan derechos y los practican (los campesinos, los pueblos originarios, los desocupados, los presos, los sin vivienda, los raros, los ancianos, los sin acceso a la salud…), cuya manifestación compositiva hacen de la democracia una excedencia que ninguna forma de gobierno puede contener ni cancelar. Democrática es una sociedad que se quiere y que se sabe viva, aunque ese querer y ese saber no sean algo transparente. Democrática es una sociedad lúcida de su incertidumbre activa que no desdeña el grito ni descree de la conversación; abierta a la irrupción de lo que hay (cualquiera sea la situación dada, y por desfavorable que pudiera ser, siempre hay algo a partir de lo que emprender emancipaciones) y no tanto capturada por la impotente insistencia en lo que falta (lo que falta siempre será infinito). El don de lo que hay nos lleva en primer lugar a los cuerpos y al descubrimiento de lo que los cuerpos pueden (o más bien: al descubrimiento de que los cuerpos pueden, sin que sepamos del todo nunca qué). Pero sobre todo al don mayor de la activación de lo que hay, de lo que invisible siempre estuvo ahí sin haberse querido vivo; activación de los cuerpos que estaban reducidos al tiempo de su pasividad y su tristeza, para la construcción de la autonomía y la singularidad –que nunca son “recuperaciones” sino siempre emancipaciones e invenciones por institución de un tiempo diferente; sustracciones a una materialidad dominante cuya condición, como en todo lo que domina, aspira a la perpetuación y opone su resistencia a la obra humana que, desde su inmanencia estricta, la conmueve, modifica, vulnera y desquicia. Lo que en toda lucha auténticamente emancipatoria hay en juego es la emancipación genérica de la humanidad. También aquí, una interpelación a la humanidad: es decir a la irreductible diferencia, que no siempre se inscribe en una equivalencia y más bien está destinada a lo inequivalente, quizá atravesado -en caso de que haya obra política- por la común decisión de quererse viv*s.
Por Diego Tatián
Decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades – UNC
Fotografías: Irina Morán
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