Al cumplirse el centenario de la conquista de la Patagonia encabezada por el general Roca, y en un contexto de lucha ideológica a nivel mundial con la Guerra Fría, en 1979 la dictadura cívico-militar buscó instalar el paradigma de una nacionalidad basada en los valores occidentales y cristianos, en la que el protagonismo militar que había servido para aniquilar a los indios “prochilenos”, cien años después era la única garantía de soberanía frente a la amenaza del “comunismo internacional” que acechaba las mentes y los corazones de los argentinos. En un ejercicio de memoria, Eduardo Escudero recorre los objetivos de aquellos festejos que tenían a Río Cuarto como punto central de la revalorización histórica del genocidio indígena.
En una propaganda televisiva oficial de 1979, el gobierno de la última dictadura cívico-militar-clerical en la Argentina explicitaba que la Campaña del Desierto había representado mucho más que una mera conquista militar. En ese sentido, se afirmaba que había sido también la decisión de “todo un pueblo” de incorporar con “su sangre y su coraje” un territorio “que por derecho le pertenecía”. El discurso provisto a afectos de una muy oportuna conmemoración de ese “esfuerzo militar gigantesco y triunfador”, indicaba instrumentalmente una moraleja para ese presente “de guerra”, cuando los argentinos debían asumir la dimensión de “lo propio”, la “importancia de su custodia” y “el valor de su defensa”.
Se hacía efectiva, sin dudas, una congruencia entre pasado y presente. Una amalgama de intuiciones políticas y memoriales quedaba formalizada y a la vez nutrida por el horizonte de expectativas de ese poder ilegítimo, y por la presencia y la actuación de diversos actores decididamente dispuestos a intervenir a su favor. La conmemoración del Centenario de la Campaña del Desierto ofrecía, consecuentemente, algunas potencialidades para el pretendido cuadro de actuación histórica de las Fuerzas Armadas en la coyuntura abierta en la Argentina en 1976. La imaginación histórica y política de la Guerra Fría a escala local afirmaba la existencia de un enemigo que amenazaba con corromper la Nación, poniendo en riesgo la arquitectura ideal de sus valores occidentales y cristianos. Asimismo, sobresalía el relieve puesto en la activa defensa capaz de reducir tal ofensiva, cuando Pueblo y Fuerzas Armadas debían ser garantes de una custodia moral que, sin ahorro de esfuerzos, pudiera acendrar al cuerpo social extraviado y confundido por el deliberado influjo de lo ajeno.
En base a esa hipótesis básica, el aniversario de la cruenta y exitosa avanzada en contra del indio consumada por el proyecto liberal de país hacia finales del siglo XIX, fue capitalizado en ese umbral de la Dictadura por una determinada imagen de la nacionalidad, detentada por las Fuerzas Armadas y su inexcusable instancia de legitimación y apropiación del pasado. Se procuró, entonces, la exaltación de Roca y de la Generación de 1880, combinando distintos elementos de valía en un ejercicio de nacionalismo patológico: la celebración de la definición territorial del Estado-nación y las virtudes cívicas y militares concernientes al alcance de ese logro; la definición de la extranjería de los indios y la decidida identificación de la argentinidad con la blanquitud (Goebel, 2013); y la puesta en marcha de una representación ideal de la colaboración simbiótica entre “pueblo” y Fuerzas Armadas en la consagración de esa empresa considerada “pionera de nuestra soberanía”. Así, la Conquista del Desierto pudo ser presentada como una empresa eminentemente nacional, una hazaña militar y civil que ponía punto final a un problema por años amenazante: el del indio extranjero, peligroso e infantil aunque aliado con Chile.
El enaltecimiento de las actitudes soberanas frente a las pretensiones foráneas que utilizaban a los salvajes como móviles de su actuación, llegaba hasta el presente en la imagen de quienes ya habían sido demonizados como “subversivos”, conciudadanos que habían podido ser cooptados por los oscuros intereses del imperialismo comunista. En ese sentido, también la virtud militar obtenía cabal correspondencia, cuando el papel de las Fuerzas Armadas era permanentemente confirmado como reserva moral y nervio activo para la salvación de la patria.
De este modo, se registraron a lo largo de 1979 numerosas intervenciones políticas e intelectuales, civiles, clericales y militares en celebración y memoria de esa “gesta gloriosa y trascendente”. Desde la Junta Militar se planificó el desarrollo de un acto central el 11 de junio, en la ciudad de Neuquén, en el que Videla y sus ministros Harguindeguy, Martínez de Hoz, Llerena Amadeo y Reston, conjuntamente con el Jefe del Estado Mayor del Ejército, Suárez Mason -entre otras numerosas autoridades-, suministraron el marco de poder necesario para una mesurada evocación de esa epopeya afirmativa de la nacionalidad en peligro, y de la soberanía ganada merced al “episodio mayor de la historia nacional” (Trímboli, 2013). En efecto, no se conmemoraba Mayo o la declaración de la Independencia de 1816, tampoco el cruce de los Andes de 1817. Por el contario, la voluntad liberal-nacionalista de la última dictadura argentina se filiaba en esa oportunidad a un elogio de la civilización y de la República vía el accionar de la espada: activando una memoria de la Campaña del Desierto que delineaba, en sí misma y en sus discursos, los principales esquemas de un determinado juicio.
Además de los actos oficiales, una serie de prácticas intelectuales y culturales se sumaron en una verdadera “efusión historicista” (Trímboli, 2013) que versó alrededor del tópico referido. Historiadores, ensayistas, políticos y distintas instituciones asumieron el mandato conmemorativo más o menos vinculando sus representaciones del pasado al régimen de verdad vigente en esa Argentina mutilada, acallada por el silencio militar. En la Córdoba que paralelamente asistía a la sublevación de Luciano Benjamín Menéndez en contra de Viola, su jefe en el Ejército, resonaban expresiones que asociaban la lucha reciente contra la “subversión” a la Conquista del Desierto y se jactaban de haber logrado sacar al país de la anarquía (Philp, 2009).
Más al sur, en una región cordobesa aún más cara a la experiencia fronteriza, Río Cuarto, la temperatura conmemorativa se vio ajustada por varios años de preparación y elaboración. Desde 1970, oportunidad de la memoria del Centenario de la Excursión a los Indios Ranqueles de Lucio V. Mansilla, se consideró que era el momento indicado para que la historia de Río Cuarto adquiriera su correspondiente lugar de primacía en el marco de la historia nacional y provincial. Como espacio lindante con “el desierto”, sede de la Comandancia de Frontera Sur y bastión a favor de la avanzada en contra del indio, Río Cuarto era renovadamente asumida por sus intelectuales y hombres del poder como médula de la civilización material y resguardo moral de la Nación. En ese sentido, un “Monumento Nacional a la Conquista del Desierto y a la Soberanía Nacional” a erigirse en el sur de Córdoba, constituía la oportunidad de visibilizar el rol protagónico de la ciudad en el marco de las luchas contra los invasores internos y externos y, además, resignificar el valor de la guerra cultural de imposición civilizatoria en vistas al presente de tonos excluyentes.
Con ese objetivo, la Junta de Historia de Río Cuarto, principal corporación ligada a los trabajos de la memoria local y regional, desarrollaba desde los tempranos años setentas una operación de memoria en nombre de la gran reconquista nacional: “la de la soberanía agredida por el indígena invasor”, incitando a los hijos de la patria a cumplir un “recuerdo perenne y justiciero a los Expedicionarios del Desierto y al Teniente General Julio Argentino Roca” (Escudero, 2015).
Como muy brevemente se ha señalado en este texto, desde distintas intervenciones y en distintas escalas, la Dictadura abierta en 1976, contando con el accionar de sus distintos puntos de apoyo en la sociedad civil, apreció y aprovechó la oportunidad de asimilar el Centenario de la Conquista del Desierto con los objetivos del “Proceso de Reorganización Nacional”, estableciendo una línea directa que actualizaba al propio Roca y reivindicaba toda avanzada del presente a favor de la defensa de la soberanía ideológica.
Consideramos que reviste especial valor la mirada siempre renovada hacia los modos en que el poder desarrolla usos del pasado y busca legitimidad en la memoria. En ese sentido, es de reparar cómo en esos procesos se ponen siempre en juego valores que instituyen presentes y futuros posibles e impugnan horizontes no deseados. Como resultado, el pasado se convierte de este modo en un territorio dúctil, fértil y vigoroso en la adjudicación de sentidos siempre cambiantes, sentidos expresivos de quiénes los convocan y buscan, interesadamente, asir en la definición del bien, del mal y de la historia.
Por Eduardo Escudero
Doctor en Historia por la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba y Profesor y Licenciado en Historia por la Universidad Nacional de Río Cuarto. Se desempeña como docente e investigador en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba y en la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Río Cuarto.
Ilustración: Manuel Coll
Referencias bibliográficas:
Escudero, Eduardo: Cultura histórica y usos del pasado: construcción identitaria y legitimación política. Río Cuarto, 1947-1986. Tesis Doctoral en Historia, Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad Nacional de Córdoba, 2015. [inédita]
GOEBEL, Michael: La Argentina partida. Nacionalismos y políticas de la historia. Prometeo, Buenos Aires, 2013 [2011].
PHILP, Marta: Memoria y política en la historia argentina reciente: una mirada desde Córdoba. Universidad Nacional de Córdoba, Córdoba, 2009.
TRÍMBOLI, Javier: “1979: la larga celebración de la conquista del desierto”. En: Corpus. Archivos virtuales de la alteridad americana. Vol. 3 – N° 2, julio-diciembre de 2013.