En su visita a Córdoba, convocado por el Área de Tecnología Educativa de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la UNC, Imanol Ordorika, director de evaluación de la UNAM de México, dialogó con Daniel Saur, investigador del Ciffyh. Habló sobre las características distintivas de la universidad latinoamericana, el modo en que los rankings internacionales dejan fuera muchas de sus fortalezas y sobre la necesidad de promover una universidad para todos.
¿Existe tal cosa como “la” universidad latinoamericana?
Hay suficiente heterogeneidad para decir rápidamente que no, pero si uno se detiene en la historia y características de las universidades públicas, en casi todos los países de América Latina se puede encontrar un terreno común. Hablamos de tradiciones históricas que se van sobreponiendo en estratos nunca perfectamente definidos ni superados. Con algunas excepciones en Brasil, la universidad adoptó el modelo colonial, en un primer momento centrado en lo teologal, después muy influenciado por el tenso equilibrio entre Iglesia y corona española, para luego adoptar el modelo francés de las facultades. Otro terreno común es la escasa influencia que tuvo en los procesos independentistas de principios del siglo XIX, donde jugaron un papel retardatario frente a la construcción de las naciones. En cambio, fueron centrales a partir de 1918, cuando la universidad comenzó a conectar con los procesos de modernización nacional, apoyó la modernización política y la incipiente industrialización, con aportes filosóficas como los de José Ingenieros en Argentina o Vasconcelos en México. Ahí la universidad se orientó al compromiso social y a ser parte de un proyecto de construcción nacional, lo que se expandió por toda la región.
Cuando se dan los procesos populistas y modernizadores, como los de Perón en Argentina, o Cárdenas en México, la universidad se transforma en “constructora de Estado”. En los años 40 y 50 incide con tremenda fuerza en la expansión de las clases medias urbanas, generando gran movilidad, con gran incidencia de los egresados de leyes, medicina e ingeniería, en la construcción de infraestructura, de redes viales, en el armado jurídico y legal de los países. Para bien o para mal, los egresados de las universidades construyeron las instituciones del estado, su sistema educativo y sanitario. Es cierto que hubo también profesionales extranjeros, pero como fenómenos aislados. Este proceso va de los 20 hasta fines de los años 60, muy articulado con los proyectos desarrollistas y de construcción nacional. Este modelo entra en problemas en los 80 con la crisis de la deuda y con las políticas de ajuste estructural posteriores, cortando ese amarre entre universidad y construcción de Estado. Ha tenido un papel central en todos los ámbitos de la vida nacional.
¿Qué modificaciones se han producido en las universidades en la última década, a partir del cambio de orientación de los gobiernos en América del Sur?
Hace 25 años aproximadamente, con el desmantelamiento de los Estados de bienestar, la tradición latinoamericana de universidades, con gran heterogeneidad, pero constructoras de Estados nacionales, ingresa en una crisis de identidad. Las restricciones presupuestales, el discurso privatizador, la orientación al mercado, el debilitamiento de las ciencias sociales y humanidades pusieron en crisis a la universidad. Pero creo que empezamos a ver en la última década, no una restauración nostálgica, porque no estábamos muy de acuerdo con ciertos visos elitistas, antidemocráticos y reproductores que tenía la institución, pero empiezan a plantearse nuevos rumbos orientados a la relevancia social, la atención a la producción si, pero también a procesos alternativos de desarrollo, con críticas al modelo neoliberal, con atención de los grandes temas y preocupaciones sociales.
¿Y en relación a la política y lo público?
Frente a la crisis de representación y de los partidos políticos, la universidad empieza a recuperar un papel importante en la discusión de los grandes temas, en pensar el desarrollo bajo formas alternativas, en plantear políticas energéticas sustentables, de atención a la salud, en la evaluación de la conveniencia de nacionalizar recursos estratégicos, en ser ámbito crítico de la política tradicional, o de proyectos de gobierno. La universidad tiene autoridad moral, reconocimiento y valoración frente a nuestras poblaciones, con esta orientación extiende su base social y su legitimidad.
Existe la hegemonía de un modelo de universidad particular, el de algunas universidades de Estados Unidos, porque no son ni siquiera la mayoría. Es el modelo de universidad elitista de investigación, con posgrados fuertes, con investigación ligada a sectores productivos, con avances científicos en áreas de frontera, que atiende a poblaciones de manera muy selectiva en el ingreso, con muchos recursos, donde es difícil distinguir su carácter público o privado por la presencia constante de grupos de interés privado muy fuertes en sus juntas de gobierno, y que cobran altas tasas. Ese modelo cuyo caso más notable es Harvard, se ha presentado al mundo como deseable y el ideal a emular. Es un modelo muy restringido de la sociedad norteamericana que se convirtió en un proyecto general para autoridades universitarias y gubernamentales, imposible de adaptar a nuestros países. Este modelo rompe con la tradición de la universidad latinoamericana que atiende muchas veces temas de investigación de frontera, pero que también atiende otros temas de mayor envergadura y amplitud que no se valoran en toda su relevancia.
¿Qué lugar tienen los rankings internacionales en la imposición de ese modelo hegemónico?
Han jugado un papel muy importante en la última década. Más que medir la producción en investigación, miden la circulación internacional de la producción en investigación, que se expresa en número de artículos publicados en revistas indexadas, priorizando la producción en inglés procedente del mundo anglosajón, en temas de biotecnología, ciencias de la salud, ingenierías, por sobre otros asuntos. Todos temas relevantes para la universidad elitista de investigación. En esos rankings no se contempla el impacto de las universidades en la movilidad social, en los procesos políticos, en la atención básica de la salud, en los grandes debates nacionales sobre lo público, que han sido tan importantes para nuestra universidad.
¿Se ha producido resistencia a los rankings y al modelo global?
Está la tentación, sobre todo de gobiernos conservadores, para evaluar, criticar o asignar recursos en las universidades públicas a partir de esta mirada. Pero rectores de America latina han planteado que los ranking no son malos per se, pero que no expresan la calidad de las instituciones en su totalidad frente a las distintas tradiciones universitarias, que no deben ser utilizados para definir políticas ni asignaciones presupuestales.
¿Los sistemas de evaluación educativa imperantes, favorecen los perfiles institucionales valorados en esos rankings?
Hemos vivido 20 años de evaluación educativa en nuestros países, no solo en las universidades, donde se constituyó en la herramienta de política pública fundamental, promovida por el Banco Mundial. La evaluación que se hace no es formativa o para encontrar los espacios problemáticos o que sirva para encontrar respuestas, la evaluación está vinculada al uso “eficiente” de los recursos económico, sirve para asignar dinero, para pagar mejor o peor a los profesores, asigna recursos de manera diferenciada, beneficiando instituciones, departamentos, proyectos y profesores que ya tienen de por sí mejores desempeños académicos, porque los proyectos compensatorios son muy débiles. Es una evaluación que desnaturaliza la práctica colegiada, que rompe la institucionalidad, que viene de afuera, que es punitiva y tiene que ser sustituida por una concepción radicalmente distinta.
¿Qué aspectos debería contemplar un tipo de evaluación diferente a la valorada en los rankings?
Frente a los rankings que establecen clasificaciones jerarquizadas habría que crear grandes sistemas de información, nacionales e internacionales, que brinden datos duros en vez de números normalizados y sumas ponderadas de indicadores. Datos que nos permitan incidir en cambios, toma de decisiones, reformas, detectar espacios que son necesarios apoyar. Frente a los rankings, son importantes los sistemas de información abiertos para los tomadores de decisión, para la sociedad en general. La evaluación tiene que centrarse en aquellos puntos sobre los que se han fijado objetivos concretos en cada institución, por ejemplo si queremos que la universidad tenga una mayor interacción con lo social, evaluemos cómo interactúa, qué tenemos que hacer para promover la interacción, cómo la han afectado las políticas de las últimas décadas en este sentido. En suma, una evaluación que ayude a la capacidad transformadora para situar a la universidad como una institución central en la construcción social y de lo público.
¿Podría puntualizar un poco más sobre otras productividades que podrían contemplarse en esa nueva modalidad de evaluación?
Te diría una difícil de medir pero posible de construir, que sería un índice de movilidad social. En lugar de plantear que la calidad de la institución está en su capacidad de seleccionar estudiantes, el acento debería estar en la capacidad de una institución de recibir estudiantes de estratos sociales desfavorecidos y en su capacidad de ayudar a que remonten las deficiencias educativas y culturales que traen. En la capacidad de abrirles un espacio de desarrollo, profesional, laboral, o en la capacidad de aumentar la posibilidad de interpretar y moverse en el mundo que los rodea. Esto podría medirse, en qué situación se entra y en qué situación se encuentra el estudiante cinco años después de egresado. Esa es una función de la universidad minimizada, poco atendida.
En este sentido, ¿qué se está haciendo para que la universidad sea más inclusiva?
Debemos remontar un atraso histórico, porque incluso cuando se masificó siguió siendo elitista. Luego caímos en un bache profundo desde fines de los 70 cuando se promovió la lógica privatista, donde los Estados se retiraron de la construcción de nuevas opciones educativas de carácter superior. Nosotros deberíamos plantearnos de forma tremendamente ambiciosa la universalidad de la educación superior. Hace apenas cien años, pensar que la educación básica fuera universal, parecía una utopía irrealizable y en relativamente poco tiempo la primaria universal se hizo realidad. Está bien, con problemas de calidad, con desigualdades, pero nadie cuestionaría la responsabilidad del Estado de dar educación básica y de garantizar los espacios suficientes. Hoy, plantear que la cobertura debe crecer para integrar a los jóvenes de todos los estratos, lo cual plantea un desafío enorme al nivel medio, es necesario. No es algo a resolver en pocos años, pero deberíamos plantearnos ese objetivo, lo que implica la creación de instituciones nuevas. Podemos apostar al uso de la tecnología y la educación a distancia, pero siempre promoviendo la experiencia universitaria, evitando el proceso de estratificación.
¿Universalizar la educación superior implica diversificar el sistema?
Hemos vivido veinte años de diversificación como uno de los ejes promovidos por el Banco Mundial, la primera diversificación propuesta era distinguir oferta pública de privada, la educación vocacional o para el trabajo, la terciaria o potsecundaria en oposición a la universitaria. No creo que esté mal que haya opciones pero si está mal si existen sectores condenados a opciones menores y no pueden decidir ir a la universidad.
Imanol Ordorika es un especialista reconocido internacionalmente en el campo de la educación superior. Activista político y académico mexicano, saltó al conocimiento público a partir de su actividad como organizador y dirigente del Consejo Estudiantil Universitario de la UNAM durante la célebre huelga de 1987. Ha sido uno de los fundadores y líder del Partido de la Revolución Democrática (PRD) hasta 2001. Actualmente es director del área de Evaluación Institucional de la UNAM, desempeñándose como profesor de ciencias sociales y educación en distintas universidades del mundo. Es licenciado en física de la UNAM y magíster y doctor de la Universidad de Stanford en Estados Unidos.
* Esta nota fue publicada originalmente en la página web del Centro de Investigaciones de la FFyH.
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