A 70 años del decreto de Perón que consagró la gratuidad en la universidad pública argentina, compartimos un texto que escribió Diego Tatián sobre la importancia de una medida “que hace un hueco en el sentido común capitalista”.
Mediante el decreto 29.337, el 22 de noviembre de 1949 el gobierno de Perón estableció la gratuidad y el libre acceso a los estudios superiores, medida que casi triplicó la cantidad de estudiantes universitarios entre esa fecha y 1955. Hasta el día de hoy la universidad argentina goza de esa rareza extraordinaria que, no obstante haber sido intentado de manera recurrente, no pudo ser extirpada de un imaginario compartido a lo largo de las generaciones. La gratuidad de los estudios universitarios en la Argentina hace un hueco en el sentido común capitalista, conmueve el léxico de la mercancía (todo bien material o simbólico debe ser comprado) y desmantela la lógica del interés.
En un cierto sentido, la gratuidad es condición de la autonomía. Autonomía no es una palabra autoevidente (ninguna palabra importante para la vida humana los es); antes bien su comprensión y su ejercicio son objetos de una disputa por su sentido. En efecto, ¿autonomía de qué?, ¿autonomía para qué?, ¿autonomía con quién?… Provisoriamente, podrían complementarse estas preguntas para su exploración con otra de algún modo extrema y escandalosa; es ésta: ¿puede la universidad ser autónoma del capitalismo –o más bien ejercer su autonomía contra el capitalismo?
¿Qué significaría dotar a la autonomía con ese contenido y ese horizonte? Brevemente, la institución de un conjunto de relaciones sociales hacia su interior y hacia su exterior sustraído de la alienación en el trabajo, de la explotación de unos sobre otros (que algunos se apropien del producto del trabajo de otros) tanto como de la autoexplotación, del reino de la mercancía y del ejercicio político como dominación.
La imaginación y la construcción de un territorio en el que no prime la explotación económica, la alienación del trabajo, la dominación política y el imperio de la mercancía –es decir un territorio que orienta sus prácticas por las ideas de democracia, justicia e igualdad en sentido no solo formal sino radical- no deriva en una “sociedad transparente”, finalmente reconciliada y sin conflictos. La democracia y la igualdad profundas no redundan en una cancelación del conflicto en la vida humana sino en la sustitución de un tipo de conflictos por otros –en la irrupción de conflictos más interesantes que los anteriores. La disputa política (que es inmediatamente disputa por salarios, por los horarios, por las condiciones de trabajo, por la inclusión, por las condiciones de cursado, por el acceso a los materiales de estudio) no debiera desentenderse de una lucidez de lo que amenaza a la Universidad de manera menos inmediata. Eso que amenaza a la Universidad pública argentina tiene por blanco la gratuidad –y con ella la autonomía.
La cuestión de la gratuidad -término de resonancias económicas, filosóficas, teológicas…- remite a la pregunta por el lugar del don en la vida humana. Una pregunta por la existencia de lo sin precio o, si quisiéramos emplear un término más familiar a las ciencias sociales, de lo que no es mercancía. Lo que no es pasible de ser convertido a un equivalente general como lo es el dinero, lo que conserva algo, una dimensión, que se resiste a ser capturada en la pura ecuación costo / beneficio.
La indagación de la gratuidad, sin embargo, no debería perder de vista el realismo que atesora la gran enseñanza de Marx y despierta del sueño dogmático que considera a la cultura como una excepción: el modo de producción capitalista establece un mundo en el que nada -ni los seres humanos, ni el trabajo, ni las cosas, ni los vínculos- puede ser sustraído a la condición de mercancía (palabra que comparte la raíz etimológica con mercenario, con meretriz, con mérito). Es necesario no hacerse cándidas ilusiones y no apartarse nunca demasiado del realismo marxiano que desestima cualquier concesión idealista en relación a la condición de los seres y las cosas en el capitalismo: “todo… se convierte en dinero. Todo se puede comprar y vender. La circulación es como una gran retorta social a la que se lanza todo, para salir de ella cristalizado en dinero. Y de esta alquimia no escapan ni los huesos de los santos ni otras res sacrosanctae extra commercium hominum mucho menos toscas. Como en el dinero desaparecen todas las diferencias cualitativas de las mercancías, este radical nivelador borra, a su vez, todas las diferencias” (El Capital, I, 1, cap. 3, 3, a).
Las luchas contra la “mercantilización del conocimiento y la privatización de la Universidad” que llevamos adelante revisten una irrecusable dificultad. El trabajo mediante el cual los docentes producimos y reproducimos nuestras condiciones de existencia, la “inversión” en educación, la enseñanza universitaria como “producción de profesionales”, la información impartida en ella, las ideas y otras cosas “sacrosantas” que suelen ser objeto de estudio –sobre todo en las facultades de humanidades- son de hecho mercancías, es imposible que no lo sean en cuanto el sistema bajo el que vivimos y morimos es el capitalismo.
Habiendo adoptado esta fundamental prudencia marxiana, resulta no obstante ello -o más bien debido a ello- fundamental mantener la pregunta por lo sin precio, e iniciar una pequeña investigación sobre lo que podría provisoriamente llamarse aquí “lo inconvertible”, lo que de algún modo, siendo mercancía en un aspecto resiste su conversión -al menos su conversión completa- en mercancía bajo otro aspecto.
En otros términos: es mucho lo que es posible hacer -es mucho los que los seres humanos hacen de hecho- para producir espacios y vínculos desmercantilizados, aunque el capitalismo no se haya desmoronado ni al parecer vaya a hacerlo por ahora. Ciertas prácticas y maneras de habitar la universidad que muchos docentes, no docentes y estudiantes eligen para transitarla se orientan a organizar resistencias y producir experiencias radicales de gratuidad, no obstante ser la institución en la que estudian y militan parte del capitalismo que todo lo convierte en mercancía.
Interrogar la universidad como lugar de invención y resistencia, en el marco de las cuales produce conocimiento (quizá conocimiento “inconvertible” o, según una expresión del propio Marx, “conocimiento improductivo” o inútil a los requerimientos de la producción capitalista) es pensar la universidad como potlatch, como dépense o puro “gasto”. Una universidad convocada por problemas sociales, pero también por saberes gratuitos.
La resistencia y la invención capaces de desnaturalizar lo que se impone como inexorable resultan posibles a partir de la existencia de una comunidad de pensamiento: precisando la problemática palabra “comunidad” como conflictiva y diferente de sí misma; y confiriendo a la palabra “pensamiento” no solamente lo que remite a la vida de las ideas, sino también a la disputa política, a las prácticas colectivas y a las acciones de los cuerpos cuando son orientadas por mediaciones acuñadas en una experiencia común.
La primera invención es la de un cierto sistema de vínculos en la universidad (y la consiguiente resistencia a otro puramente atravesado por el régimen de ganancia), que establece un modo de relación entre trabajadores (docentes y no docentes) entre sí; de estudiantes entre sí, y de unos con los otros. También un modo de relación entre esa institución compuesta por trabajadores y estudiantes con territorios, movimientos y sujetos sociales no universitarios.
Esa manera de “vivir en la universidad” y no solo “pasar por ellas” acaso pueda ser sostenida por una afectividad del orden de la gratitud y un cuidado de la educación pública motivado por ella. Gratitud por nuestros maestros, y en general por un sistema educativo que hace posible una formación que se extiende a lo largo de más de veinte años, entre la salita de tres y la obtención de un diploma universitario, sin pagar un peso –y nada veda imaginar su extensión hacia una gratuidad de los posgrados.
Acaso la palabra gratuidad (cuya riqueza encripta legados económicos, filosóficos, teológicos y políticos), o más bien la composición gratuidad/gratitud, sea adecuada para organizar una resistencia cultural contra la conversión de la universidad en una empresa que solo percibe a las personas y los saberes como objetos de explotación, y transmita así a quienes acaban de llegar el antiguo secreto para una nueva autonomía.
Por Diego Tatián