“Los derechos nunca están dados, son siempre efecto de una conquista”, expresa el Decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la UNC, Diego Tatián, en el discurso pronunciado en el acto de colación del 9 de junio de 2017.
La pregunta por el gran legado reformista, por la herencia reformista, se vuelve una tarea intelectual y una tarea de trabajo historiográfico pero también una tarea política en un momento de contrarreforma como el que transitamos. Es ineludiblemente una tarea política.
Esa tarea adopta la forma de una arqueología de la Reforma, no solamente de sus ideas y sus documentos, sino también una arqueología de lo intangible en ella, que consiste en recuperar una inspiración. La Reforma universitaria no fue solamente un hecho pedagógico. Fue ante todo un hecho político y contracultural. Y estamos ante un riesgo en un momento en el cual, a cien años de la Reforma, prácticamente no hay nadie que no se diga reformista o heredero de 1918, y en esto también es importante saber que la memoria es un campo de disputa; la memoria nunca es auto transparente sino una disputa, como lo es el presente y como lo es el futuro. Y desde mi punto de vista la educación pública está en un momento de riesgo –al decir esto pienso en particular en el actual momento de la universidad argentina, donde desde hace poco más de un año hay en curso una contrarreforma intensa: el desmantelamiento de la educación pública, y con ella de la educación universitaria. Una conversión de la tradición de la educación pública, que es muy fuerte en Argentina por llevar la marca reformista, en una educación bajo el signo de un mercado global que la considera como un bien transable, y como una mercancía. Por ello, en ese momento me parece a mí que recuperar el legado reformista es en primer lugar impedir su malversación porque efectivamente todos estos rumbos de contrarreforma se hacen paradójicamente en nombre de la Reforma. Entonces, ese abanico de de “reformismos” que va desde una punta del espectro al otro merece una discusión crítica.
Para esa arqueología de la inspiración reformista, es necesario desde mi punto de vista comenzar por decir que la Reforma de Córdoba fue en su esencia un hecho emancipatorio. No hay fidelidad posible a la Reforma universitaria, y no hay herencia de la Reforma universitaria, si no la inscribimos en un horizonte emancipatorio, no solamente de las universidades sino también de las sociedades.
¿Qué significa que un evento es emancipatorio? En primer lugar, la Reforma se planta frente a un estado de cosas. Se constituye como inadecuación crítica en relación a un conjunto de prácticas y representaciones que eran las de la universidad, pero iban más allá de ella. La Reforma universitaria comenzó por la interrupción de una Asamblea para elegir Rector, en la mañana del 15 de junio de 1918. Pero más allá del episodio puramente universitario que la desencadenó, la Reforma extiende inmediatamente su acción a problemas sociales como el de los exiliados o el de los presos políticos, y en su estela se crean instituciones civiles de intervención directa como un comité para la liberación de presos políticos, un comité contra el racismo, comités antifascistas, etc.
En este punto me parece importante hacer una primera invocación en el concepto de autonomía. Autonomía no significa clausura ni indiferencia por, digámoslo así, la no universidad. Autonomía un resguardo de las borrascas de la historia, ni una inmunización de los problemas sociales, de los dramas populares, de las injusticias que sacuden la sociedad a la que pertenece la universidad. En sentido pleno, la autonomía es en primer lugar un compromiso, que piensa la producción de conocimiento y la transmisión amorosa del conocimiento que es la educación en un contexto siempre difícil, no solamente en 1918 sino también ahora. El de autonomía no es un concepto tampoco auto-transparente ni evidente. Ninguna palabra importante para la vida humana lo es. No lo es la palabra libertad, no lo es la palabra igualdad, no lo es la palabra democracia. Es decir, son siempre términos con los que las generaciones deben confrontarse y a los que deben resignificar, reinventar, y sobre todo preservar como una memoria y un horizonte de sentido.
Es posible corroborar además lo que llamaría una “poética” de la Reforma universitaria que tuvo lugar en Córdoba hace casi cien años. Una poética que ha tenido importantes efectos políticos. Hoy es un lugar común trazar un vínculo entre la Reforma de 1918 y los acontecimientos que tuvieron lugar en París en mayo de 1968, es decir exactamente 50 años más tarde. Es un lugar común pero con cierta verosimilitud. Si se revisan los escritos de Deodoro Roca -a mi juicio el máximo escritor de la Reforma-, se advierte que se trataba efectivamente de escritos de contra-cultura impregnados de vitalismo -en ese momento el pensamiento de Bergson tenía mucha presencia en la cultura argentina-, un vitalismo que se proponía aproximar la cultura, la universidad y la vida.
La poética de la Reforma encuentra en algunos pasajes de Deodoro sus mejores expresiones -por ejemplo la que afirma que “todas las ciudades del futuro serán ciudades universitarias”-, impregnadas de una confianza en la universidad como sujeto político; una confianza que se expande de inmediato por América Latina. Es decir la Universidad como sujeto político que puede encabezar un conjunto de transformaciones para la sociedad en general, que en el horizonte reformista se orientaban indudablemente hacia el socialismo.
Esa confianza de que la universidad puede ser una vanguardia en la transformación y el cambio social, se desvanece en los años 30, que fueron años de profunda contrarreforma. Amargamente, Deodoro escribe durante esos años: “no habrá reforma universitaria hasta tanto no haya una reforma social”. Es decir, el movimiento reformista reconoce la derrota, por decir así, del anhelo originario; una derrota que registra la necesidad de poner en relación las reformas universitarias y las reformas sociales de una manera mucho más estrecha, e invirtiendo su dirección y su secuencia.
También es posible detectar en la Reforma universitaria un importante antecedente del actual movimiento de Derechos Humanos en Argentina, tan poderoso, tan persistente y que tanta centralidad ha tenido tras la recuperación democrática en 1983. La creación reformista de comités en defensa de los Derechos Humanos constituye un antecedente nítido del movimiento actual cuyo vínculo no ha sido en mi opinión suficientemente resaltado. Al igual que, en una arqueología de los grandes motivos reformistas, resultará fundamental el latinoamericanismo. Como se recordará, el Manifiesto liminar comienza con una frase que afirma: “estamos pisando una hora latinoamericana”. Yo creo que eso no era tan así en 1918 -pocos años antes Deodoro Roca había escrito y defendido su Tesis sobre la Doctrina Monroe-Drago-; era más bien una expresión de deseo de quienes redactaron el Manifiesto. Ese latinoamericanismo es mucho más profundo actualmente, desde hace algunos años, y aunque ahora estemos bajo un reflujo conservador en la Región. Resulta imprescindible continuar la inspiración reformista de crear instituciones para la integración latinoamericana y un desarrollo del vínculo Sur-Sur. No solamente con otros países del continente sino también con otros países del sur del mundo (término que comprendemos aquí en sentido más político que geográfico), para de alguna manera hospedar y albergar esta dimensión tan importante del reformismo, el internacionalismo latinoamericano. No hay reforma universitaria sin esto que es prácticamente su base, ideario que se extendió en Perú con Haya de la Torre y Mariátegui, con Julio Antonio Mella en Cuba y en México con tantos intelectuales. Resulta central esa dimensión de fraternidad continental que aloja la Reforma.
Quisiera traer a nuestra actualidad también un elemento no insignificante en esta breve arqueología de la Reforma, desde mi punto de vista algo central, que podríamos formular afirmando la educación -también la educación superior- como un derecho. La idea de un “derecho a la Universidad”. La democracia universitaria y la universidad en general no solo reducidas a la expresión “estado de derecho”, sino pensadas como un “estado de derechos”, en plural. Los derechos nunca están dados, son siempre efecto de una conquista; se defienden, se resguardan y muchas veces se pierden. Por eso exigen una acción política ininterrumpida para su preservación.
La historia de la universidad ha sido siempre, o casi siempre, la historia de una reproducción de privilegios, la historia de la reproducción de una clase gobernante que ha tenido en ella su mecanismo de perpetuación como tal. Un privilegio no es universal, un privilegio es sin otros, es a pesar de otros, es muchas veces contra otros. Una importante veta reformista es esta: el tránsito de la universidad como privilegio o reproducción de privilegios a la universidad de construcción de derechos; a la universidad como estado de derechos, que más allá de la declaración por la que comienza debe ser planteada en toda su materialidad. Me parece a mí que la sustracción de la universidad de un estado de privilegio es honrar sustantivamente la herencia reformista. Las herencias son siempre incomodas, las herencias son siempre un trabajo. Hacer algo con ellas, estar a la altura de una historia, significa plantearse un conjunto de cuestiones emancipatorias en un momento determinado y no la reproducción de eslóganes que finalmente convierten al significante reformista en algo vacío. Mantener viva una herencia es una disputa del presente y del futuro. La historia de la autonomía es la historia de los esfuerzos por preservar y resguardar el conocimiento de la intromisión del poder político, del poder religioso, del poder policial –aspecto básico que sin embargo nunca está garantizado de manera definitiva, pues corroboramos que esa vulneración del nervio más íntimo de la autonomía se produce a menudo.
Si bien la intromisión en las universidades de poderes extraños a ellas, sean religiosos o sean políticos, es una acechanza ininterrumpida y nunca es posible dar por consolidada la autonomía respecto de ellos, en mi opinión la mayor amenaza actual de la autonomía son los poderes económicos y su vulneración por las fuerzas del mercado. El sentido de la autonomía tiene hoy que ver con una autonomía en relación a un régimen de acumulación de ganancia y con una autonomía respecto del mercado. Autonomía universitaria es independencia de los poderes económicos que tratan de imponerse precisamente en esa discusión democrática al interior de la universidad para fijar líneas de investigación, para establecer los contenidos de los planes de estudio, y sobre todo para anexar a las universidades al mercado de trabajo, a una forma de producción y de reproducción del capital, en un momento en el que el capitalismo se vuelve financiero y da lugar a un sistema de vínculos al que designamos con la expresión “neoliberalismo”. ¿Cuál es el impacto del neoliberalismo en la universidad? ¿Y cuáles son las tareas, de acuerdo a la autonomía universitaria en sintonía con la herencia reformista, respecto del neoliberalismo?
Se trata de una pregunta fundamental, que debemos formular de la manera más amplia posible, y más plural posible. La primera línea de la Declaración de la Conferencia Regional de Educación Superior de América Latina y el Caribe del año 2008 en Cartagena, establece de manera simple y precisa el programa de trabajo a desarrollar: “La educación -dice- es un bien público y social, es un derecho humano, y es un deber el Estado”. En ese documento del año 2008 está cifrado lo central. Que el conocimiento producido en la universidad tiene un horizonte y un sentido social, significa algo muy diferente a una manera de presentar las cosas según la cual son “socialmente relevantes” solo las disciplinas que producen un impacto en el mercado de trabajo, en tanto que no lo son aquellas disciplinas que no lo tienen, o lo tienen escasamente, como las humanidades y las ciencias sociales –o por lo menos las ciencias sociales con sentido crítico. A mí modo de ver es importante entender que la universidad es producción de conocimiento social, sensibilidad hacia las necesidades de las mayorías populares, al mismo tiempo que una memoria de lo que es minoritario y de lo que es raro; un lugar en el cual se ejerce una responsabilidad frente a cosas y experiencias de la cultura, sin medida económica posible, que las universidades tienen la responsabilidad de preservar.
Tal vez sea tiempo de desarrollar la expresión “derecho a las humanidades”. Un derecho a la humanidades en Latinoamérica, cuando son relegadas a un estatuto puramente compensatorio en el mapa de las disciplinas universitarias, lo cual tiene consecuencias institucionales, financieras y culturales de amplio alcance. La idea de un derecho a las humanidades, la idea de las humanidades como un derecho, se inscribe en la misma línea del movimiento impulsado por Jacques Derrida en los años 80 con la afirmación de un “derecho a la filosofía” (ante la amenaza de su supresión en los planes de estudios de las escuelas medias francesas); la defensa de la filosofía como lugar común y como algo común, al alcance de todos. La importancia de las humanidades presenta un sentido similar.
Resulta esencial a la universidad reformista la autonomía de conocimientos que no tienen que ver con la demanda económica. También un trabajo crítico sobre la lengua, que estuvo en el centro de la cultura de la Reforma. En el mismo Manifiesto liminar hay un trabajo sobre lengua que tenía en el centro la palabra “mediocridad” –término que provenía de un libro que fue central en la cultura reformista, escrito por un positivista italiano que vivía en Argentina, de nombre José Ingenieros. Ese libro se llamaba El hombre mediocre. Una familia de palabras que tienen que ver con el desmontaje de la mediocridad en la universidad es objeto de una crítica no marginal en la Reforma. A mi modo de ver nosotros estamos ante una tarea similar. Me pregunto si no hay en la universidad actual un “avance de la insignificancia”, y si no estamos ante una “mediocridad excelentista”, ante una retórica de la excelencia que con esa palabra muchas veces solo disfraza una mediocridad, y si por tanto no hay un trabajo crítico que realizar frente a un conjunto de palabras que de alguna manera malversan y distorsionan la “obra de la libertad” que invoca, con prosa casi exhausta, la última línea del Manifiesto.
Esto en mi opinión tiene que ver con la autonomía y básicamente creo que una de las mayores tareas políticas actuales de la autonomía es la que se confronta con un escenario que voy a apresurarme a describir como el de una conversión de la universidad en empresa. No solamente la introducción de las empresas en la definición de las políticas universitarias y la consiguiente vulneración de la autonomía, sino la conversión de la universidad misma en empresa y su organización bajo estándares empresariales. Lo cual impacta en una subjetividad académica: hay en curso la imposición de una subjetividad académica neoliberal, según la cual los investigadores se consideran como empresarios de sí mismos, y hasta los estudiantes se consideran empresarios de su propia formación, siguiendo un camino absolutamente individual y despojados de cualquier comunidad de formación. Hay aquí, a nivel de la subjetividad, una disputa democrática que librar.
Confrontados, pues, a una implantación del Plan Bolonia, y a un consiguiente desplazamiento de la vieja tradición de universidad pública de cuño reformista. El Proceso de Bolonia fue el resultado de una reunión de ministros de educación en la ciudad de Bolonia en 1999, a resultas de la cual se creó un mercado único de educación universitaria que no fue posible imponer sin resistencias. Dieciocho años después, las evaluaciones de este proceso tienen un fuerte sentido crítico. Los aspectos centrales del proceso de Bolonia son: la reducción del grado a 3 años -o a 4 años en algunos casos como en España, pero casi en todos los demás países a 3 años-; la complementación con un pos-grado de dos años con un altísimo costo económico para los estudiantes, y un suplemento en el diploma que lo rehace en función de las competencias adquiridas. “Competencia” es una palabra central, una de las palabras a ser deconstruidas por el pensamiento crítico –como “emprendedorismo”, “emprendizaje”, “excelencia”, “eficacia”…, que, provenientes del léxico empresarial, son aplicadas a la universidad, auto-aplicadas por la universidad misma, como si la universidad fuera una empresa. El léxico de la competencia adecua la universidad a las demandas del mercado laboral y de la empresa. Esto viene acompañado con un desfinanciamiento público y mucho dinero del sector privado y de organismos internacionales de crédito para el desarrollo de ciertas líneas de investigación en detrimento de otras. La introducción de cátedras-empresa en las universidades (financiadas por Monsanto, Telefónica, Banco Santander, Holcim…) provoca una intervención directa de esas empresas en la currícula académica, no solo a través del financiamiento sino también de la integración de Ceos empresariales en los Consejos sociales consultivos de las universidades.
La empresarialización de la Universidad trae también consigo una bancarización, porque lo estudiantes para pagar la complementación de sus estudios, sus posgrados, necesitan de créditos bancarios que terminan de devolver después de muchos años. La vieja universidad reformista latinoamericana, cuyo más íntimo rasgo es el de ser un hecho de lucidez común para producir libertades colectivas, se confronta con una embestida neoliberal que procura disciplinar la investigación y devaluar la docencia. La recuperación de la docencia como oficio de transmitir conocimientos, sobre todo a estudiantes de primera generación que provienen de sectores populares, es hoy una tarea altamente política de inspiración reformista. Y también lo es una investigación descentrada del mainstream que imponen los poderes económicos, una investigación “autónoma” en sentido pleno que produce lo que Marx llamaba “conocimientos improductivos” (esto es, no subordinados al Capital). Es decir una Universidad que, además de preparar profesionalmente a las personas, produzca conocimientos inútiles desde el punto de vista del régimen de acumulación económica, un conocimiento que “no sirve” para las demandas del mercado laboral es, me parece, poner su cometido a la altura la incómoda herencia reformista–que en mi opinión o es emancipatoria o no es nada.
La pregunta por la herencia reformista es la pregunta crítica por la universidad, y la disposición a un trabajo que nos lleve a una nueva Reforma.
Un conjunto de compañeros con quienes durante estos últimos casi 6 años cumplimos un trabajo colectivo en la Facultad, en pocos días vamos a dejar el lugar en el que no veníamos desempeñando. Nunca comprendemos del todo el sentido de lo que hacemos mientras lo hacemos; ese sentido solo es revelado -también según el significado fotográfico del término- por el tiempo. Pero de algo estoy seguro.
En “todos estos años de gente” hemos buscado siempre ser plurales y nunca neutros. Hemos tratado de orientar lo que hacíamos por las ideas, por una memoria, y por una pregunta: ¿qué es la democracia universitaria?, ¿qué es una Facultad democrática? Y también por una convicción: la Universidad es en esencia la vida del pensamiento, la libertad del pensamiento. No hay Universidad sin libertad. Pero no hay libertad sin justicia social. Por eso la justicia social es un asunto de la universidad; porque sin ella no puede ser libre; porque la libertad plena es común. Porque mi libertad empieza (no termina, empieza) donde empieza la libertad de otro.
Agradecido a mis compañeros de gabinete –con quienes somos hoy mucho más que eso, amigos-, a los colegas, a los trabajadores de todas las áreas de la Facultad, a los estudiantes, a quienes fueron estudiantes y ya no lo son –como ustedes a partir de hoy-, agradecido por haber transitado juntos estos años, que para mí fueron los más importantes.
DESCOMUNAL TATIÁN!!!!