A continuación compartimos el discurso que dio la Decana de la FFyH, Flavia Dezzutto, en ocasión de la segunda colación de Posgrado, Grado y Pregrado de 2023, en la cual el miércoles 15 de noviembre, en la Sala de las Américas del Pabellón Argentina, se entregaron 168 diplomas a egresadxs.
Estamos aquí, una vez más, en la segunda colación de grados del año 2023, transitando un tiempo complejo, desafiante, incierto, muchas veces desconcertante. Nuevamente un nutrido grupo de egresados y egresadas dan testimonio de la fecundidad de la universidad pública argentina. Una universidad que lleva inscriptas todas las marcas de la historia. Nuestra universidad, la UNC, con cuatro siglos y algo más de existencia, nos muestra esas marcas, en las que puede percibirse la trama de opresiones y liberaciones, de conservadurismo y ciencia libre, de vidas comprometidas con la revolución y de terrorismo de estado y de democracia recobrada, dura y felizmente recobrada.
Bonus intra, melior exi, reza una inscripción en el templo de Asclepio de la ciudad africana de Lambaesis tallada a comienzos del siglo III de nuestra era. Ella significa: entra como una buena persona, sal mejor. Pasar por la vida universitaria nos exige salir, egresar, mejores y nos regala múltiples modos de hacerlo. Aunque parezcan algo de otro tiempo, me refiero a las ideas de bondad y de virtud, que están en la raíz del deseo y el ejercicio de ser mejores, de hacer crecer nuestra experiencia humana hacia la claridad. Pero, ¿por qué vías la universidad podría hacernos mejores?
La universidad, la facultad que habitamos y que ahora se transforma en una casa que siempre será nuestra, es el lugar en el cual cada una de las disciplinas que cultivamos ha ido tomando forma en el telar de nuestras vidas, de las vidas de nuestras comunidades de pertenencia, más próximas y más lejanas, pero siempre edificadas con los compromisos y los sueños colectivos. Es difícil dimensionar hasta qué punto esta universidad que hoy es el marco para comenzar un tiempo distinto para cada uno, cada una, de ustedes, es hija de una incontable cantidad de horas de trabajo, del trabajo del pensamiento, de la enseñanza, del estudio, de la investigación, de la extensión universitaria, de la gestión de cada espacio y cada tarea cotidiana. Todo ello acontece en el marco del autogobierno y del cogobierno, claves de la autonomía universitaria, es decir, de nuestra libertad, de nuestra preciada libertad siempre en vilo por la amenaza de los poderes fácticos y del señorío que sobre nuestras vidas puede tomar la domesticación, que no podemos despreciar, pues nos atañe de modo personal y reduce nuestro mundo y nuestras opciones por la gravitación de la mera fuerza de las cosas. No es perceptible a primera vista, excepto para una mirada atenta, cómo esto que llamamos universidad pública supone no sólo un compromiso cotidiano, sino un ejercicio diario de libertades compartidas y de experimentos de igualdad, a veces cumplidos, muchas veces no, pero siempre sembrando cuestionamientos que nos permiten crecer y abrir puertas, con suaves movimientos o con algún oportuno empujón, con la audacia que hemos aprendido de nuestra historia de luchas.
Universidad de ingreso irrestricto, universidad gratuita. Estas dos expresiones nos devuelven algo muy propio de las humanidades y del empeño por ser mejores. La idea de que la puerta del conocimiento debe permanecer abierta, pues cualquier restricción convierte a ese conocimiento en lugar de privilegios que reducen y obliteran, y no en fuente de emancipaciones y nuevos horizontes. Lo primero que la universidad nos dice es que podemos entrar.
Sabemos no obstante que faltan muchos, que faltan muchas, entonces esa idea de universidad sin restricciones nos involucra en un camino de transformación más amplio, que comienza por mirar a la universidad desde quienes no están. Qué mirada nos devuelven esas ausencias, qué falta para que la puerta esté verdaderamente abierta y sea efectiva hospitalidad, justa e igualitaria. Las humanidades tienen mucho que decir acerca de cómo transformar y vencer las exclusiones. Hablo de las grandes y las pequeñas transformaciones, las que nos demandan vastas rebeliones, o mínimos y delicados movimientos que modifican la perspectiva y nos permiten ver en otro lugar, es decir, ver con claridad. Ningún defensor o defensora de la universidad pública es veraz si no se empeña en que lleguen quienes ni siquiera imaginan estar aquí, pero en pie de igualdad, todos y todas las universitarias. Me refiero a que hay formas de pretendida inclusión que sostienen la desigualdad y el estigma, carreras cortas para el mercado laboral, flexibilidad curricular, créditos “académicos”, la raquítica universidad destinada los pobres, o a los empobrecidos, que consagra, a fin de cuentas, la vigencia del injusto estado de cosas. Los saberes de más alto nivel, la producción científica, siguen, en estas propuestas, siendo para pocos. Los pueblos, los que han conquistado la universidad pública para nosotros, para nosotras, siguen sin tener voz para estas cansinas burocracias ministeriales, que se reservan el derecho de decidir quién sí y quién no en los mercados del saber.
La universidad gratuita proyecta un modelo de sociedad inédito y revolucionario. Se trata de un saber y una práxis del don, se trata de hacernos mejores no por competencia, no por devoración, no por eliminación, sino por una liberación de los saberes y las prácticas intelectuales del fetiche de la apropiación, de la lógica del intercambio, del mérito como medida de la exclusión. No todo tiene un precio, lo sabemos, y lo mejor nos ha sido regalado. La gratuidad tiene una potencia inmensa, excava en los tesoros de la solidaridad, del reconocimiento de que cualquier ser humano vale, de que lo que podemos construir en comunidad se derrama en el dinamismo de lo incalculable, de lo que no podemos reducir a su valor de intercambio porque no lo tiene, pues obtiene su valía de otras fuentes, las que nos confirman en una humanidad compartida.
Nuestra universidad pública debe su grandeza a estas notas, privarla de ellas, privarnos de ellas, la autonomía, la libertad de enseñanza, la gratuidad, el ingreso irrestricto, es secar la sangre que la hace vivir, es privarla del alimento que la sustenta.
Cada una de las carreras que se estudian en esta facultad crece en este suelo, y su divisa principal es la palabra, somos personas de la palabra, y deberíamos serlo también de los silencios que las nutren. No me refiero al silencio que niega sino al silencio que escucha y hace lugar, al silencio que crea hospitalidad.
Pocas experiencias resultan tan arduas hoy en día, y tan raras, como la del silencio que escucha y que espera, y la de las palabras que de allí surgen. Pensar es también hacer silencio, es decir, crear el tiempo y el espacio para que algo o alguien nos hable desde otro lugar, con otra voz.
Creo, entonces, que es vital meditar sobre el silencio una vez más, en la estela de la enseñanza y la vida de nuestra maestra común, María Saleme, que vivió y nos compartió el fruto de esta forma del silencio. Podemos entonces, cuando hemos experimentado este dinamismo entre silencio y palabra, aprender y enseñar.
El silencio y las palabras que desde allí crecen se constituyen en lugares de discernimiento, en un momento de ruidos, gritos, insultos, violencia física y verbal, en medio del estruendo de la destrucción. Discernir es propio también de nuestros saberes, la vieja palabra griega diákrisis, supone las acciones de separar, cribar, deliberar, juzgar, tomar el riesgo de reflexionar y de elegir.
Las palabras, son, nos dice Simone Weil, compañeras incómodas, pueden transformarse en vehículos de mentira y violencia, o pueden derramarse en la luz de su verdad y de su capacidad de compasión y empatía. En todo caso las palabras nos procuran una cita con nosotros y nosotras mismas, con los otros y las otras. Las palabras son espada y alimento, ellas nos permiten leer en el libro de la experiencia personal y colectiva, con ellas se teje la memoria.
Una Facultad de Humanidades es un ámbito para que la palabra muestre su luz, para que asuma su trabajo de discernimiento y crítica, también para que quienes nunca han sido nombrados aparezcan en un lugar de dignidad, de justicia, de vida plena, y puedan nombrarse y puedan nombrarnos. Una verdad profunda nace cuando eso sucede, cuando nos descubrimos en las palabras de otros y otras, eso que hacemos en los libros, en las clases, en las conversaciones, en las discusiones, en las asambleas, en los consejos, en las reuniones, en los carteles, en los volantes –los de ayer y los de hoy-, en las paredes, en nuestras voces que cantan, reclaman, celebran, construyen y descubren mundos.
Nuestra universidad es hija de la lucha de los pueblos, incluso del largo caminar de quienes nunca han atravesado sus puertas. Somos hijos e hijas de un gran gesto de generosidad, de un enorme y apretado abrazo de igualdad. En este instante decisivo para nuestra vida colectiva nuestra difícil democracia cumple 40 años, esta democracia que ha surgido, en lo que tiene de mejor y más digno, de un caminar firme, veraz, claro. Hablamos del caminar de nuestras Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, que nos han enseñado una paciencia combativa y amorosa, la paciencia de cada paso, la que discierne lo invisible, la que comprende los signos de la vida en barbecho, la que enciende nuestra esperanza en medio de la más apretada noche. Recordamos hoy y aquí a Sonia Torres, abuela de Plaza de Mayo, que siempre caminará con nosotros, y nos seguirá desafiando a construir en medio de las ruinas y a celebrar el florecer de todos los desiertos.
Esto también nos enseñan las humanidades cuando comparten las luchas y el andar de los pueblos, cómo volver a construir una y otra vez venciendo el poder de la destrucción, porque eso es ser humanos, seguir andando cuando parece que todo está perdido, al punto que hay quienes pueden estar dispuestos a abandonar todo, a devastar todo, a empeñar todo en las garras de la violencia y la disolución.
Finalizo recordando el Bando que José de San Martín dirigió a su ejército en 1819, en Mendoza, él contiene unas palabras sagradas para esa inmensa obra colectiva de la liberación continental: «nunca esclavos». En la hora que nos toca, como universitarios y universitarias, es necesario cumplir nuestra parte en la tarea de la única libertad verdadera, la que hace saltar las cadenas de los oprimidos y los silenciados de nuestra historia. Es esa libertad la que ha de preferirse a todo, la de los pueblos que serán libres si la justicia es cumplida en su vida común. Tenemos por delante la «blanca hazaña» de cruzar al otro lado de la dureza de estos tiempos por una altura y una claridad como la de nuestros Andes, y no por el lodazal de la humillación, el dolor, y la muerte en las que nuestros pueblos han sido hundidos tantas veces por los poderes y sus cómplices. Pero estos pueblos, lo sabemos, lo hemos visto y oído, se han levantado, con dignidad, con memoria, con verdad y con justicia. No puede haber nada más valioso y querido que estas palabras del Libertador que repito hoy aquí como una plegaria y como una consigna: «Cruzaremos de algún modo, en pelotas, como sea, como los antepasados, como el indio maltratado, mejor libres nunca esclavos.»
Una enorme felicitación para ustedes, el más sincero agradecimiento por todo lo que nos regalado en este tiempo en nuestra casa, y que los acompañe el deseo de una vida mejor, más justa y más verdadera para todos los hijos y las hijas de esta tierra.