Resistir a la quietud del olvido

La presentación del libro “El Silencio. Postales de la Perla”, significó una noche colmada de palabras, música e imágenes en el Pabellón Residencial. Participaron la escritora Eugenia Almeida, el cantante Lucas Heredia y la subsecretaria de Extensión, Virginia Carranza, quien leyó un texto con la potencia necesaria para retratar el valor de un libro tan crudo y conmovedor como el de Ana Iliovich, sobreviviente del Centro Clandestino La Perla.

La actividad se desarrolló durante la tarde del 8 de mayo, en el hall de Pabellón Residencial, donde además se reinauguró la muestra Lo imposible sólo tarda un poco más. Voces y miradas sobre el juicio al terrorismo de Estado en Córdoba. Natalia Arriola fue quien comentó el trabajo comprometido de realizar una muestra fotográfica colectiva, expuesta en el Residencial y los Sitios de Memoria, que tuviera como fin recuperar diferentes imágenes y testimonios relacionados de manera directa con los juicios por delitos de lesa humanidad que se llevaron a cabo en Córdoba.

Luego, Claudio Díaz fue el encargado de dar paso a las presentaciones formales sobre quienes acompañaban a Ana Iliovich en la mesa. La autora de este libro, cuya lectura – a decir de Eugenia Almeida – “nos produce el impulso de querer conocerla y darle un abrazo”.

Ana Iliovich nació en Bell Ville, provincia de Córdoba, en 1955. Es psicóloga, docente alfabetizadora, madre y una sobreviviente al horror de haber sido detenida desaparecida durante la última dictadura cívico-militar. Entre 1976 y 1978, padeció el calvario de La Perla, el mayor Centro Clandestino de Detención de personas del III Cuerpo de Ejército, que abarcaba diez provincias.

Veinticinco años después de aquella oscura experiencia, comienza a escribir diferentes  impresiones bajo el formato de relatos breves. Así, recorre los pasillos de su propia memoria y sin escaparle al dolor, logra quebrar ese silencio sórdido que retuvo durante los dos años que le tocó padecer la maquinaria del terror y el espanto.
Durante quince años, escribe.

“Han pasado muchos años. Algunos en los que quedó la hoja en blanco. Otros, de pocas palabras. Hoy decido poner un punto y dar a luz tanta sombra. Hoy que mis hijos han crecido. Hoy que tengo fuerza para exponerme. A la dicencia y maledicencia, a la crítica amable o no, al amor que va y vuelve, a la incomprensión y sus opuestos. Hoy muestro, sin ninguna pretensión de universalidad, el pedacito de verdad que puedo contar del horror absoluto, de la máquina de matar que morí y sobreviví en Córdoba, en La Perla, durante esos años que no terminan nunca. Que nunca terminan de terminar”, ha escrito Ana, sobre su propio libro.

Esa voz colectiva

“Se trata de una obra que no se agota en una primera lectura”, argumentó Eugenia Almeida, durante la presentación del libro. “Una obra de arte que actúa con retardo y posee la capacidad de activar nuestra memoria y hacerla estallar en mil partículas para interpelarnos. Para revisar lo que nos pasó a nosotros mismos durante todo este tiempo. El coraje de Ana en este libro– insistió Almeida–, recupera esa voz colectiva para abordar su paso por el terror, sin llegar a que esa voz se convierta en grito”.

Eugenia habló sobre la sencillez y complejidad de la obra de Ana con voz suave y pausada. Sentada a su lado, en cada gesto, en cada pausa o respiración, parecía revivir un sinfín de emociones que sólo aparecen en la intimidad de una lectura profunda. “Es un libro que logra resistir a la quietud del olvido”, dijo. “Un trabajo que lentamente invita encender los candiles para echar un poco de luz, mientras se despeja la tormenta.”

Tras los aplausos cerrados que despertaba cada intervención, el público también abría un espacio de silencio para disfrutar la voz de Lucas Heredia quién, guitarra en mano, interpretó temas propios como La casa del lado; El tiempo está después, de Fernando Cabrera; Canción de Alicia en el país, de Serú Giran y Tonada de Juan volviendo, basada en un poema escrito por Armando Tejada Gómez en ocasión del regreso del Juan Gelman al país, a mediados de 1988.

Pero quizás, el momento más conmovedor de aquella tarde, fue cuando Virginia Carranza compartió la lectura de un texto propio, donde el vínculo de amistad tejido con Ana Iliovich sumado al recorrido de su propia militancia, cobraron cuerpo en estas letras, para funcionar igual, o con un sentimiento similar, al que se brinda en un largo y cálido abrazo.

Postales

¿Cómo se presenta un libro? ¿Cómo el libro de Ana?
Cuando empezamos a armar esta actividad, y Ana me dice que le encantaría que yo sea una de las presentadoras, el corazón empezó a acelerarse. Porque es este libro, y porque es Ana.
Porque es una temática que, en rigor, estudio. Porque conocí y adoré a Ana desde nuestro primer encuentro, que ya no sé cómo ni cuándo fue, pero fue amor a primera vista.
Porque no podría pensar estas palabras desde mi oficio de profesora de historia. O no sólo desde ahí.

Porque Ana vive en Villa Allende, y yo en Salsipuedes. Y cuando en el febrero de 2015 la fuerza arrolladora del agua nos atravesó, derrumbando paredes, puentes, fotos y jardines; cuando no sabíamos por dónde empezar, el agua se había llevado la ferretería del Osvaldo, el inmenso compañero de Ana. Y nos abrazamos, y nos embarramos para sacar barro, nos sacudimos el moho y la humedad, y allí estaban ellos, firmes, dignos, apuntalando los cimientos. Y cuando en 2016 rajaron a medio país de sus laburos, me llega un mensaje de Osvaldo: “Hola hermosa, con los compas de Villa Allende hemos pensado en darles un abrazo solidario a los compañeros despedidos y para tal fin se nos ocurrió mimarlos con una choripaneada, la cual corre por nuestra cuenta por supuesto, decime que opinás”. Así es Ana y su mundo, nuestro mundo.

Y desde que le dije que sí, que claro, que me encantaba la idea de tener otra conversación con ella a través del libro, que El silencio. Postales de la Perla, me atravesó, como un río.

Recuerdo que terminé de leerlo en el colectivo, llegando a mi casa. Bajé y no sé si lloviznaba o eran lágrimas. Pero yo sentía que llovía en mi corazón.

Hablé del libro en asados de amigos, lo tuve en la mesa de luz semanas enteras. Me acompañó cada viaje a trabajar. Hablé incluso con Ana, varias veces, en cruces o por teléfono. Sin embargo siento que me faltan las palabras. Paradoja si las hay. Ana encontró las palabras para nombrar lo indecible, y yo, acá, dándole vueltas.

II.

“Entonces empecé a escribir y dejé de sentirme sólo una cucaracha, que es lo que habían logrado” dice Ana, cuando comienza ese cuadernito Gloria, con diez nombres cada quince días.

La palabra que humaniza. En el Campo. En el exilio. En la sobre vida. En el juicio. Nombrar es una manera de dar existencia, esa que arrebataron, que negaron, que exterminaron.

Las palabras, estas palabras de Ana; la decisión, compleja y contradictoria, siempre valiente y comprometida, de hacer rodar la palabra en la arena de lo público, a ser escuchada (o no), machacada o complementada; la palabra como un acto de salvación; sentarse a escribir antes que empiecen los suicidios, cita Ana a Pilar Calveiro; la palabra deviene acción, reconstituyendo existencias e identidades. Y deviene, también, en aporte insustituible para la construcción del conocimiento social.

Estos textos de Ana evidencian el contexto de lucha, la permanente disputa, material y simbólica que supone la construcción del conocimiento, la identidad y la cultura política de los pueblos. En los estudios de memoria, en mi opinión, es la palabra de las y los sobrevivientes, es esa narrativa de la experiencia la que permite acercarse a comprender las múltiples dimensiones y los pliegues del terrorismo de Estado. No podríamos conceptualizar, categorizar, desde un gabinete, las capas, las lógicas, los colores, nunca del todo evidentes, del poder concentracionario y del horror.

Es la memoria puesta en acto, siendo ejercicio, la que nos permite comprender un poco más las dimensiones objetivas y subjetivas de lo siniestro y la maldad, los alcances y límites del ser humano, pensar acerca del poder y las tramas y dispositivos de la dominación, resignificar nuestra historia en el horizonte del nunca más. De otra manera tendríamos un conocimiento, claro que sí, pero superficial, descriptivo, cuantificado, cristalizado, positivista.

La palabra valiente, porque este libro no le esquiva a las contradicciones, a la complejidad de la experiencia concentracionaria, no edulcora ni adapta  textos, respeta los momentos en que cada uno fue escrito, nos interpela como sociedad frente a la pregunta, a la angustia, al grito “¿Cómo fue posible?”. La palabra compleja, la palabra dialéctica, la palabra que libera. La palabra como relámpago, que irrumpe e ilumina, en un instante de peligro.

“Y uno se pasa la vida, la sobre vida, ensayando reflexiones, buscando palabras que funcionen como cura… Escribir, palabras que salvan”, dice Ana. Que nos salvan, me animo a decir yo, en esta sala.

III.

“El Horror como la cercanía con lo siniestro. El juicio como la repetición de la cercanía”, escribe Ana.
Contar, decir, nombrar, escribir. ¿Cómo?, cuando no hay quienes escuchen, anoten, lean, conversen con eso que acontece como palabra de lo vivido. ¿Cómo? Cuando no hay interlocutores con la verdad. Cómo cuando la garganta se anuda, el aire se asfixia, cuando no se puede.

No existe la palabra lanzada al vacío. Existe nuestra lengua en un tiempo y en un espacio, que habilita -o no- la circulación de aquello que nos daña saber, de lo que nos abre heridas al ser escuchado. Será que la palabra circulará, conjurando el hueco del horror y del silencio, si construimos orillas, cobijos. Si nos arropamos.

En una charla una vez decía un amigo que hay palabras que se necesitan mutuamente, que en sus definiciones, o cuando echan a andar, se buscan para dotar de sentido lo que quieren significar.

Será que la Verdad necesita de la Memoria, como esa orilla que nos protege del hueco, que se consolida con las raíces que fijan la tierra, porque la memoria es un ejercicio necesariamente colectivo y político, como uno sueña que sea el trabajo en la tierra. Será que la Justicia es esa colcha que arropa, que le da un sentido de reconstitución, a esa verdad, a esas memorias.

Los juicios, el Juicio, estas fotos, condensan en andamiajes sociales e institucionales aquello que circula, desde mucho antes. La Justicia le pone oídos (y le da la entidad socialmente reconocida como tal) a la verdad; una verdad sostenida a fuerza de enunciar, de decir, de luchar por encontrar una escucha que no culpe, sostenida en rondas de pañuelos y de memorias, haciendo de la orilla un lugar cada vez más grande y generoso.

En esta sala, con estas fotos, me gustaría sumar una palabra más.

Gracias. Gracias Ana, por tu valentía, por tu poesía, por tu luz, por tu colcha de memoria, por tu potencia de verdad, que nos permite entender un poco más, que nos ayuda a conjurar el desamparo del hoy en este lugar del mundo; que nos permite reconocer quiénes y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio.

La palabra como acto de preservación de la memoria  

En el cierre, Ana agradeció a cada una de las personas, familiares, colegas y amigos que de alguna u otra manera la han sostenido a lo largo de estos años. Y al referirse a su libro, rescató: “El amor a la palabra como acto de preservación de la memoria, de la historia y como acto subversivo de decir lo que no se puede decir. Porque –lo sabemos-, el más profundo intento de los Campo de Concentración es matar la palabra”.

“Este es un libro que invita a resistir”, dijo. “Resistir es decir no a la anestesia del olvido. (Tan tentadora como toda quietud). Es sostener la pregunta, todas las que hagan falta, pero sobre todo, y siempre: ¿Dónde están los desaparecidos y los bebés apropiados?”

La autora también se refirió al vacío y las formas que fue cobrando el libro: “El silencio está escrito como fragmentos o micro relatos y es la manera que encontré después de más de veinte años de mi propio silencio; tras vivir una experiencia que astilla. Escribir astillada es lo que pude”.

“La búsqueda, paradójicamente, es alejar a los monstruos. Para alejarlos, había que poner palabras. La palabra que rodea al silencio. Construir un lenguaje que abarque tanta desolación. Un lenguaje como un puente para cruzar a la orilla del otro y poder abrazarlo y llorar juntos, hasta volver a reír. De conjurar el mal, o algo más insoportable: el sinsentido. Seguimos intentándolo. En este conjuro”, aseguró.

Texto y fotos: Irina Morán