Si agarraba el 13 de las seis de la tarde llegaba bien

Lucre Gomez Boschetti

Texto completo: GÓMEZ BOSCHETTI_Crónicas

Si agarraba el 13 de las seis de la tarde llegaba bien. No quería ir por Plaza de las Américas, siempre es mi última opción además de que me gasta mucha batería ir andando. No, mejor el 13. A los horarios los tengo descargados en el teléfono, pero por las dudas chequeo si va a pasar a las seis una vez más.

Tengo muchas ganas de ir a ver Blade Runner. La última vez que la vi fue en el 2014, yo estaba internada en el hospital aeronáutico y mi papá me había llevado un par de sus películas preferidas para que vea hasta que me dieran el alta. La habitación no tenía tele, bah tenía, pero no le andaba la cosita de las fichas para hacerlo andar. Así que terminé viendo Blade Runner con mi papá durante dos semanas y cuando anunciaron que se iba a proyectar en el Hoyts decidí ir. Lo consideré una especie de cierre: había estado encerrada sin poder hacer estas cosas en el pasado, hoy ir a ver Blade Runner iba a ser una conquista. No voy a ir con él igual, este es mi momento. Antes había ido una sola vez al cine sola. Vi La La Land, recuerdo que lo más satisfactorio fue llegar tarde. Había algo muy empoderador en llegar tarde al cine y no tener que pedirle disculpas a nadie. Al igual que aquella vez no es una preocupación llegar tarde, sí lo es el tiempo, pero el tiempo de la vuelta no de la llegada. Salir a la tarde implica una constante amenaza de no tener cómo volver. A menudo me invade esa incertidumbre cuando abandono mi casa, pero es que no me puedo quedar por tener miedo de volver, además tengo el 13, ese pasa siempre y tengo los horarios. Es manejable, puedo manejar esas contingencias en la medida que me organice alrededor del 13.

Cierro la puerta de mi casa y me pongo los auriculares. No, pará, déjate uno puesto nomás. Vas a necesitar escuchar a los autos que te vienen de atrás por la Velezsarfield. Voy andando por la calle, las bajadas de los autos son aliadas, pero prefiero evitar las veredas. Mientras que escucho el podcast de cine de terror que me guardo para salir a andar se me viene a la cabeza un factor que no consideré: Blade Runner dura tres horas. Bueno no pasa nada, tengo un 13 a las diez y media, lo tomo en la plaza Velezsarfield, no pasa nada siempre que tome el último 13. Córdoba se me presenta como un régimen constante de toque de queda, y el 13 es ese guardia que tengo que respetar para que no me pase nada malo. La ciudad tiene unas reglas muy distintas para mí y cada decisión que tomo está impregnada de la potencial fatalidad de las consecuencias de violar ese protocolo. El espacio urbano se achica y se agranda como una de esas esponjitas con formas de animales que tenía en mi habitación cuando era chica. Si es de noche mi casa parece lejana y el trayecto plagado de peligros que sin lugar a dudas me van a identificar como la mejor de las víctimas. Mi abuela me lo había dicho: si alguien te quiere hacer algo siempre va a poder. Cuando no tengo al 13 también se me agranda la ciudad, siento que la batería de la silla no va a aguantar, me voy a quedar varada, voy a tener que llamar a alguien. Bueno no pienses en eso, es de día y tenés el 13 a las diez y pico.

Llegué al cruce de Velezsarfield. El que algún día me va a matar, siempre lo digo en chiste, pero sentir la velocidad con la que los autos bajan del puente para llegar hasta la plaza de las Américas me pone los pelos de punta. Voy con los autos, tengo que agarrar el segundo semáforo. El primero no me sirve porque de ambos lados de la calle dividida por el boulevard se coordinan las dos luces rojas. Tengo que esperar al segundo, en ese gano unos 10 segundos porque sobre la mano que va hacia la plaza pusieron un semáforo nuevo a la altura del Pablo Pizzurno que retrasa los autos un poquito más y me da tiempo de recorrer 4 o 5 metros sin tenerlos atrás.

Voy escuchando mi podcast y escucho que alguien me grita desde una Kangoo gris: “Flaca, ¿te ayudamos a subir a la vereda?”. No hay rampa para subir a la ciclovía de Ciudad Universitaria, todo el trayecto hasta Haya de la Torre tiene que ser andando por la calle. Me doy vuelta y le grito que puedo sola, pero que si me quieren acompañar despacito en el auto hasta la calle que sigue, mejor.

Llego hasta la parada. Tomo el 13. Entro tarde al cine porque paso por el patio de comidas del Olmos y meto de canuto unas papas a la sala. El lugar de discapacitados está al frente, en la primera fila. No me molesta, estoy sola y eso me genera demasiada satisfacción. Ahí, viendo Blade Runner, comiendo mis papas.

Salgo a las diez en punto. Tengo doce minutos para llegar a la plaza. La gente está agolpada alrededor de un imitador de Michael Jackson con acento centroamericano. Llegué bien, son y cinco, no hay forma de que haya pasado, me dije. De repente me invade una sensación de satisfacción muy grande. Solo queda esperar el 13, subir, bajar en ciudad universitaria, hacer el trecho de la muerte, llegar a casa, triunfo. Me regocijo un poco en ese sentimiento, ya imaginando que voy a cenar. Creo que me voy a pedir una pizza. Imagino la secuencia de actos, para mí, triunfales de la noche, como el cuento de la lecherita que va andando por la calle pensando en todo lo que se va a comprar cuando venda el cajón de botellas de leche que va cargando. Pero a mí no se me van a caer las leches porque calculé mi tiempo perfecto y llega el 13. Interrumpo mi tren de pensamientos y me voy acercando a la puerta del medio del colectivo. Freno la silla y espero a que el chofer se baje. El colectivo está vacío. Como en una secuencia de un dibujito animado el colectivo arranca y lo veo alejarse por la Irigoyen. No lo puedo creer, me vio. Me vio y siguió, me vio y siguió, me vio y siguió. Me repito eso durante unos segundos antes de caer en la cuenta de que ese es el último 13. No tengo otro, tengo que ir andando por Plaza de las Américas. Durante todo el viaje voy pensando en la cara del colectivero: era flaco y tenía rasgos marcados, mentón puntudo, qué cara de hijo de puta. Llegué hasta la Plaza España. Una chica me grita: ¡Lucre! Me doy vuelta, era una ex compañera del colegio. Me dice que nos juntemos, “qué lindo verte, ¡y andás sola! Siempre sos una inspiración”. Yo sonreí y le dije que sí a todo. Por dentro lo único que pensé fue: lo último que quiero ser hoy es el Mandela de los inválidos. Le digo que tenía que llegar a mi casa y que arreglemos en la semana. Llego a la Plaza de las Américas, está el control policial. Me siento arriba del teléfono y me meto la llave de mi casa entre las piernas. El resto del viaje se me pasa en un segundo. Abro la puerta y largo un grito lloroso. Son más de las doce, ya no puedo pedir comida. Agarro a la gata y me voy a dormir.

 

Lucre Gomez Boschetti es correctora literaria en proceso. Activista de los derechos de las personas con discapacidad. Entusiasta del diseño.

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