El aniquilamiento de la organización popular y por ende del movimiento obrero clasista y combativo que en Córdoba alcanzó su máxima expresión, fue uno de los objetivos del Terrorismo de Estado que aquí arrancó dos años antes, con el Navarrazo. Y la ferocidad estuvo directamente relacionada al poderío de los trabajadores revolucionarios, quienes pelearon contra la persecución no solo del aparato estatal policial-militar-judicial, sino también de los empresarios y la burocracia sindical, engranajes claves en los secuestros y desapariciones de activistas y obreros. En esta nota Laura Ortiz rescata aquellas historias de lucha que aportan a las nuevas generaciones la transmisión de sentidos sobre lo que fue una experiencia de gran riqueza colectiva, que sirve además para echar luz y juzgar las complicidades civiles en la represión, el paso siguiente para cerrar aquel capítulo de impunidad.
En última instancia la historia es el único maestro que tienen los obreros.
Una tarea fundamental que todos enfrentamos en la realidad es regresar a foja cero en nuestra propia experiencia revolucionaria.
Muy claramente, al ver las grandes luchas que necesitan ser contadas de nuevo, tenemos que ver con una mirada fría toda esa experiencia para ver donde nos equivocamos,en donde están la grandes lecciones que hay que sacar de la experiencia positiva, cuáles han sido las fuerzas impulsoras del cambio histórico y cómo hacer que la dinámica de nuestro propio movimiento sea del conocimiento público una vez más.[2]
Hablar de la última Dictadura cívico-militar implica discurrir por los canales de la historia reciente argentina, aquella que algunos investigadores han definido como el estudio de los eventos de un pasado próximo cuyas consecuencias aún no terminan de cerrar. Sin embargo, tenemos que pensar que se cumplen 40 años del último golpe de Estado y entonces ya ese pasado no parece tan próximo, sobre todo si consideramos que ya hay varias generaciones que no vivieron aquellos años. Para ellos, la historia debería tener un valor fundamental, ya que les permitiría conocer cómo fue la experiencia de quienes sufrieron la represión y cómo lucharon contra ella. No obstante, entre algunos grupos, especialmente entre los obreros, los recuerdos de aquellos años parecen haberse silenciado. De manera que quienes están hoy ocupando puestos en fábricas automotrices de Córdoba, desconocen en muchos casos acontecimientos que sucedieron en el mismo establecimiento en el que están trabajando o, incluso, que muchos como ellos que lucharon por justicia y dignidad, están hoy desaparecidos. Quizás para algunos sea una verdad de perogrullo, pero rescatar aquellas historias de lucha puede colaborar en la transmisión de sentidos en la experiencia colectiva de la clase obrera para que, como dice David Montgomery, no estemos volviendo constantemente a foja cero.
En el campo de las humanidades y ciencias sociales, la cuestión de la Dictadura se ha puesto en debate en los últimos años. Entre otros muchos aspectos, se ha discutido la cuestión de la temporalidad. Las primeras investigaciones sobre estos temas, que se desarrollaron en la década de 1980, partían del año 1976 para pensar en la categoría de Terrorismo de Estado. En los últimos años, en cambio, se ha ampliado el marco temporal y los estudios enfocados en la cuestión de la violencia política han dejado en evidencia la continuidad temporal en la represión estatal reciente, tanto en los años previos, que lo conectan con el golpe de Estado de 1966, como con los años posteriores. Córdoba a su vez requiere una serie de aclaraciones sobre el terrorismo estatal, ya que el golpe de Estado provincial conocido como “Navarrazo” (1974), derivó en la intervención federal de la provincia que, desde los diez meses anteriores, era gobernada por sectores identificados con el peronismo “combativo”.
En los años anteriores, Córdoba se había constituido como epicentro fundamental del activismo obrero y sindical, protagonizando insurrecciones populares como el “Cordobazo” en 1969 y el “Viborazo” en 1971, que fueron hitos centrales en la historia política del país. Hasta mediados de los años ´70, sindicatos clasistas y combativos como el Sindicato de Trabajadores de Fiat Concord y Materfer (SiTraC-SiTraM), el Sindicato de Mecánicos y Afines del Transporte Automotor (SMATA), el Sindicato de Luz y Fuerza y otros, adquirieron protagonismo no sólo a nivel provincial sino también nacional. Además de esos casos paradigmáticos, una serie de experiencias similares se habían desarrollado en un sinnúmero de fábricas y ramas de producción industrial, como fueron algunas fábricas metalúrgicas, fábricas de calzado, de vidrio, de caucho, establecimientos lácteos y de carne, obras de construcción y otros sectores de servicios, como la sanidad y los empleados públicos. Pero a partir del “Navarrazo” cambió la situación de los trabajadores cordobeses. Con ese putsch se instauró en Córdoba un Terrorismo de Estado con razones políticas que orientó la represión hacia ese sindicalismo clasista y combativo. Para ello, se coordinaron esferas institucionales como la de la justicia provincial, la justicia federal (especialmente a través de los fallos del juez Zamboni Ledesma) y el ministerio de Trabajo; con el funcionamiento clandestino de otros espacios, en particular la Policía, el Ejército y los Comandos de Organización Peronista. Esta serie de políticas represivas de parte del Estado orientadas a sofocar la organización de los trabajadores de base, pusieron en evidencia su conjunción con los intereses empresarios y el apoyo de algunos grupos sindicales identificados con el peronismo “ortodoxo”, en particular de la UOM seccional Córdoba. Los primeros buscaban el disciplinamiento de la mano de obra que era, para ellos, la válvula de ajuste de los costos de producción. Prácticas como las cesantías y traslados selectivos de activistas combativos, eran ya una tradición entre las direcciones empresarias, para lo que contaban con el aval de los sindicalistas “ortodoxos”. A ello debe sumarse la entrega de listas de activistas de base, con sus correspondientes direcciones, para promover el funcionamiento de esos comandos que operaron al estilo “patotas” para el secuestro, tortura y, en muchos casos, el asesinato de activistas clasistas y combativos. La evidencia indica la responsabilidad de estas instituciones y grupos parapoliciales, como también la de los empresarios y sindicalistas, en la persecución violenta del activismo clasista, que hoy en día debería juzgarse como delitos de lesa humanidad.
El mismo día que sucedió el “Navarrazo”, se realizó en Alta Gracia un congreso normalizador de la Confederación General del Trabajo (CGT) regional Córdoba. Todo había sido planeado para que la cúpula sindical local fuese “recuperada” por los nucleamientos identificados con la derecha peronista. De esta manera, los sindicalistas clasistas vieron obstruido el acceso a la institucionalidad sindical, lo que fue agravado por las intervenciones de algunos de los sindicatos más representativos de ese espacio. Por eso, la mayoría del activismo clasista o por la liberación social se aglutinó en la Mesa Coordinadora de Gremios en Lucha, tratando de apuntalar las redes horizontales que se habían construido durante los años previos. No obstante, y vinculado a lo anterior, los núcleos clasistas y combativos referenciados con los sectores de izquierda marxista, peronista y, en menor medida, radical; tuvieron que preocuparse cada vez más por la sobrevivencia antes que por la organización de la militancia obrera.
A partir de 1975 se comenzaron a multiplicar los secuestros, como también los asesinatos y las desapariciones. En Córdoba, entre 1969 y 1983, hay registradas 1.010 desapariciones y/o ejecuciones sumarias. En ese plan terrorista del Estado, y según el informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) para el período 1976-1983, el 30,2% de los desaparecidos fueron obreros, cifra que en Córdoba ascendía a 41.90%. Cabe señalar que aunque muchos de los detenidos-desaparecidos habían elaborado su identidad política a partir de sus vinculaciones con el sindicalismo clasista y combativo, en varios casos, al momento de su detención y posterior ejecución y/o desaparición, hacía un tiempo que ya no tenían anclaje directo en el mundo fabril.
Los testimonios orales recogidos ponen en evidencia que la acentuación de la represión modificó las posibilidades de organización del activismo, ya que en muchos casos debieron exiliarse o, lo que fue más común entre los obreros, insiliarse. Eso implicaba perder la identidad individual pero sobre todo romper aquella identidad que los había integrado a una idea de comunidad: perdían totalmente conexión con la vida de la fábrica y con sus compañeros y, en la mayoría de los casos, no volvieron a la práctica sindical o política por muchos años. Muchos encontraron que era más seguro mudarse por un tiempo al campo, o a algún pequeño poblado del interior de Córdoba o de otras provincias argentinas. Incluso Buenos Aires era un “buen lugar” para esconderse por su enorme densidad poblacional y su recepción histórica de migraciones internas; aunque también era un lugar más complicado para conseguir un nuevo empleo. En su gran mayoría, hicieron la mudanza y encontraron trabajo –o alguna manera de sobrevivencia- con el apoyo de familiares y allegados, que constituían las redes informales de sociabilidad propiamente obrera.
Sin embargo hubo otros, sobre todo activistas de segundas líneas, que conservaron sus empleos y siguieron de alguna manera vinculados al activismo y la militancia en tiempos dictatoriales. Ellos debieron soportar no sólo la represión del Estado sino también la violencia empresaria. A las ya tradicionales formas de represión patronal que mencionamos antes, se sumó el empeoramiento de las condiciones productivas debido a las transformaciones económicas y, además, el retroceso en relación a las reivindicaciones laborales que los sindicatos clasistas habían logrado en los años anteriores. En efecto, durante los años 1976 y 1980 se produjo una importante concentración industrial, de manera que se generalizaron las cesantías para los trabajadores de pequeñas y medianas fábricas. Entre los años 1981 y 1982 el sector industrial en general, y el metalmecánico en particular en Córdoba, soportaron una aguda recesión que se refleja en el cierre del 27,15% de los establecimientos existentes, como así también la expulsión del 29,36% de la mano de obra. En términos generales, desde 1976 la mayoría de las tasas de crecimiento industrial nacionales fueron negativas. Esto se debió principalmente al plan económico que implantó el gobierno dictatorial tendiente a la apertura de la economía y la disminución de las tasas arancelarias a la importación, lo que afectó la producción nacional por la competencia externa, por la subvaluación del tipo de cambio y la suba de las tasas de interés. Por ese intenso proceso inflacionario, el mercado interno se hallaba comprimido, afectando ciertamente el poder adquisitivo de los trabajadores.
En los grandes complejos fabriles de Córdoba, en cambio, durante los años 1976-1980 creció la productividad. Es el caso de Renault Argentina S.A., por ejemplo, que aumentó su número de unidades producidas de 30.896 a 58.304 unidades, acrecentando su participación en el mercado nacional. Estas transformaciones requirieron de un aumento en la explotación de los trabajadores, quienes debieron soportar, entre otras cosas, la vuelta al acople de máquinas contra la que habían luchado en los años anteriores. A partir de 1980 ese crecimiento se evaporó. Según estadísticas del Instituto de Promoción Industrial del gobierno provincial y la Universidad Nacional de Córdoba, en 1981 se utilizó menos del 60% de la capacidad productiva. Ese año en Renault se produjeron tan solo 44.422 unidades y en FIAT, que había cambiado su firma por SEVEL, tuvo una contracción significativa, pasando de producir 65.789 unidades en 1980 a 27.213 en 1981.
Esta enorme recesión económica no fue respondida con grandes huelgas o manifestaciones públicas, salvo algunos pocos casos. Si bien hubo resistencia a esa ofensiva represiva, en aquel contexto político las movilizaciones obreras tendieron más a reclamar la libertad de sus compañeros detenidos, organizar colectas para sus familiares y, cada vez más, protestar por el secuestro de delegados y obreros. Las reivindicaciones laborales y/o salariales se reclamaron mucho más con sabotajes, abandonos de tareas, paros de una o dos horas, huelgas de brazos caídos y “trabajo a tristeza” antes que con paros activos y grandes movilizaciones. Esta situación, que comenzó en 1975, se mantuvo luego del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, con el agravamiento de que la Ley Nº 21.261 estableció la suspensión del derecho de huelga y de cualquier otra medida de fuerza que pudiese afectar el proceso productivo. Aun así, entre 1976 y 1977 hubo varios abandonos de tareas en Renault, Perkins y ¿Peogi?, encabezadas por agrupaciones obreras de bases y cuerpos orgánicos. En el último caso, el gobierno detuvo a 17 obreros metalúrgicos que fueron sometidos a Consejo de Guerra, aunque finalmente fueron sobreseídos.
Probablemente estos sectores se habían distanciado tanto de la institucionalidad sindical (sobre todo desde el congreso de Alta Gracia), que rechazaban todo lo que viniera de las cúpulas sindicales. Por ejemplo, en 1979 se organizó a nivel nacional una jornada nacional de protesta, motivada por una serie de reclamos laborales, salariales y políticos que se posicionaban en contra de reformas de leyes laborales, pedían la libertad de los presos y el esclarecimiento de los casos de desapariciones. Pero en Córdoba esta jornada fue convocada por un grupo de sindicatos identificados con el peronismo “ortodoxo” y tuvo un bajo nivel de acatamiento entre las masas obreras que, en general, asistieron a sus lugares de trabajo de manera habitual. Los diarios informaron que la Policía Federal había detenido a 14 sindicalistas por haber firmado la declaración de la jornada de protesta -entre ellos a Bernabé Bárcena, uno de los principales representantes del sindicalismo peronista ortodoxo- algunos de los cuales se habían presentado espontáneamente para su detención.
Poner en evidencia estos acontecimientos requiere no sólo un compromiso de la sociedad sino también de los historiadores. Para estas investigaciones ponemos en juego estrategias metodológicas novedosas, ya que necesitamos realizar un abordaje no tradicional de las fuentes históricas convencionales (es sabido que por el contexto dictatorial de censura en los medios de comunicación, estos no registraban hechos relacionados con huelgas o medidas de fuerza de los trabajadores, vinculados en aquellos años con los llamados “hechos subversivos”) y, también, abordar nuevas fuentes históricas. Para ello se deben poner en tensión algunas premisas sobre las que se ha montado gran parte del conocimiento profesional en el campo de la historiografía, sobre todo la idea de que la Historia no debe producir juicios de valor sino describir los hechos “tal cual sucedieron”. Desde esa óptica, la investigación histórica no debe orientarse desde el rol de juez del pasado sino simplemente narrarlo, diferenciando la investigación histórica de la judicial que, ésta sí, está destinada a la búsqueda de responsables de delitos y del ejercicio de prácticas de punición. Sin embargo, en los últimos años en gran parte del cono sur de América Latina, muchos historiadores del campo de la historia reciente nos hemos rozado con la experiencia judicial en juicios vinculados al Terrorismo de Estado, sea como testimoniantes o como peritos. Esto, además de generar una serie de dilemas éticos sobre el oficio de historiar, implica además la ampliación de los escenarios de ejercicio profesional y una posibilidad de intervención sociopolítica. En ese sentido, ha sido un gran avance la compilación de investigaciones de todo el país para evidenciar la responsabilidad empresarial en los delitos de lesa humanidad. A partir de un trabajo coordinado por el área Economía y Tecnología de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) el programa Verdad y Justicia y la Secretaría de Derechos Humanos -ambos dependientes del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación-, se publicaron dos tomos que señalan la responsabilidad de 22 empresas en la represión a sus trabajadores durante el Terrorismo de Estado.
El objetivo de la compilación fue la dotación de material en vistas a la apertura de nuevas causas judiciales, que se sumarían a las ya iniciadas contra militares, policías y algunos civiles. El desafío que tenemos hoy en día como comunidad no sólo es promover la continuidad de las causas ya iniciadas, sino también abordar en profundidad la responsabilidad empresarial y la de algunos dirigentes sindicales en la represión a los trabajadores durante el Terrorismo de Estado. Quizás ése sea el camino para que la Justicia, la Memoria y la Historia caminen juntas.
Por María Laura Ortiz
Doctora de la Universidad de Buenos Aires con mención en Historia. Profesora asistente de la Escuela de Historia, FFyH, UNC. Becaria posdoctoral de CONICET. Integrante del Proyecto “Política, sociedad y cultura en la historia reciente de Córdoba” del CEA-UNC
Fotografías: Archivo Sindicato Luz y Fuerza Córdoba.
[2] David Montgomery, entrevista de Mark Naison and Paul Buhle; citado en H. Camarero, P. Pozzi, A. Schneider: “Eppur si muove. De la realidad a la conceptualización en el estudio de la clase obrera argentina”, en: Taller, Vol. 5, N° 16, Buenos Aires: Julio 2001, pp. 190-214.