Editorial
¿El Patrimonio Cultural al filo?
Por Nélida Milagros Agüeros
Profesora y Licenciada en Historia (FFyH-UNC)
Responsable Programa Historia Oral Barrial
Dirección Gral. Políticas Vecinales, Municipalidad de Córdoba
La ciudad de Córdoba tiene el privilegio de contar desde el año 2000 con una declaratoria de Patrimonio Cultural de la Humanidad emitida por UNESCO sobre la “Manzana Jesuítica” que está situada en el Centro Histórico. Esta máxima distinción se aplica al conjunto jesuítico; es decir a la manzana capitalina y a las cinco estancias de la orden religiosa que están localizadas en ciudades y parajes del interior provincial.
Desde el 2000, todo proyecto de intervención sobre estos bienes culturales requiere la aprobación del Comité de Patrimonio Mundial de UNESCO a través de su enlace local: la Comisión Nacional Argentina de Cooperación con UNESCO (Conaplu); entidad del gobierno nacional cuyo presidente es el propio Ministro de Educación.
Ello supone el cumplimiento estricto por parte de nuestro país de los compromisos asumidos al momento de ser inscripto el conjunto en la lista del Patrimonio Mundial. Por ejemplo el de respetar las pautas de intervención arquitectónica y urbanística fijadas para cada uno de sus componentes y para sus zonas de amortiguamiento.
Es sabido que la inobservancia de los acuerdos, en cualquiera de los bienes, podría hacer perder el status patrimonial alcanzado por todo el conjunto. De ser así, son perfectamente imaginables los impactos negativos que a nivel local y nacional podrían generarse en el plano cultural, pero también a nivel de lo económico, lo social y lo político.
Para el caso de la Manzana Jesuítica, la zona de amortiguamiento que refuerza su protección quedó establecida en 26 manzanas del Centro Histórico. Así, la Ordenanza Municipal Nº 8.057 de 1985 -cuyo objetivo es proteger el perfil característico del centro histórico heredado de la época colonial y de la ciudad liberal de fines del XIX y comienzos del XX-, enmarca el área de amortiguamiento de la manzana jesuítica.
Sin embargo, a pocos metros de ésta, y en plena zona de amortiguamiento, un megaproyecto de desarrollo inmobiliario presentado en sociedad recientemente, podría poner en peligro su estatus patrimonial al no ajustarse a la normativa vigente. Por ende, la situación de riesgo implica a todo el conjunto monumental.
Lo paradójico es que bajo la denominación de “Manzana del Bicentenario” el mismo gobierno provincial -obligado constitucionalmente a proteger el Patrimonio Cultural cordobés- ha promovido este emprendimiento de centro comercial, cocheras subterráneas, edificio corporativo de la banca oficial, y viviendas con dos megatorres de 134 metros de altura. Nada menos que en la histórica manzana 20 del Banco de Córdoba, cuyas alturas máximas están fijadas en 21 metros por ordenanza. Doble perjuicio entonces para la Manzana Jesuítica y para el Centro Histórico.
Por estos días, y ante las críticas, señalamientos y advertencias formales recibidas desde diferentes sectores de la sociedad argentina -principalmente de parte del Rectorado de la Universidad Nacional de Córdoba, que es la institución propietaria y responsable primaria de los edificios que integran la Manzana Jesuítica-, pero también desde la Red Estancias Jesuíticas de Córdoba Patrimonio de la Humanidad, de la Comisión Nacional de Museos y de Monumentos y Lugares Históricos, de miembros locales de ICOMOS, y de representantes políticos y mediáticos que al parecer resultan incómodas en plena campaña electoral, llevaron a las autoridades del propio Banco de Córdoba a solicitar a los desarrollistas que reformulen su propuesta –ahora sí- “respetando” la zona de amortiguamiento del legado jesuítico.
Pero el asunto no está cerrado ni los riesgos patrimoniales han sido superados. Los desarrollistas sostienen que acatarán los lineamientos y recomendaciones dictadas por UNESCO, aunque afirman que la propuesta original fue mostrada sin mediar observaciones ante instituciones tan idóneas como las representadas en el Consejo de Planificación Urbanística de la ciudad de Córdoba. De modo que varios actores sociales locales con idoneidad reconocida habrían legitimado el proyecto.
Poniendo blanco sobre negro, el Gerente General de Banco afirma que una nueva propuesta que disminuya la cantidad de metros en altura resulta una desventaja pues -como bien señala- “la tierra vale por lo que uno le puede poner arriba, entonces lo que le están quitando es valor económico. Mientras más limitada sea la altura, menos metros cuadrados se pueden construir, y menos valor va a recibir el Banco por la tierra que vende”. Así de simple.
Queda por elaborar el ¿porqué los proyectos que se presentaron al concurso nacional e internacional de ideas para la Manzana del Bicentenario del 2008 pudieron no ajustarse a la normativa vigente? Máxime si se tiene en cuenta que el concurso fue promovido por el Banco, organizado por el Colegio de Arquitectos con el asesoramiento de la Municipalidad de Córdoba y del Gobierno provincial, y con el auspicio de la Federación Argentina de Arquitectos-Fadea. ¿Con qué fundamento técnico la Comisión Nacional de Museos y de Monumentos y Lugares Históricos sugirió hace poco tiempo que el emprendimiento no debería superar los 70 metros de altura? ¿Es que son unas torres de 70 metros más apropiadas para el Centro Histórico y para la Manzana Jesuítica que las de 134, cuando la normativa indica que la altura máxima deber ser de 21 metros? ¿De ser así, será convalidada esta idea por la Conaplu? ¿El Concejo Deliberante de Córdoba aprobará una ordenanza por la vía de la excepción para que sea viable el anteproyecto arquitectónico original o uno que resigne algunos metros?
Mientras esto sucede, probablemente habrá cordobeses que aún no acabaron de digerir el trago amargo que supuso este verano pasado la demolición de la Casa de Gobierno Provincial, –más conocida como la “Casa de las Tejas”-; símbolo de la arquitectura justicialista asociada en este caso a la Fundación Eva Perón y situada justamente en el “ya casi todo demolido” antiguo barrio de Nueva Córdoba.
Los mismos o incluso otros cordobeses, tampoco podrán olvidar fácilmente que hubo quienes dejaron venir abajo la vieja chimenea de la Cervecería Córdoba en Barrio Alberdi, cuando en realidad debían haberla protegido por su responsabilidad directa en la preservación de un icono del patrimonio industrial cordobés. Ahora nada cambiará con intentar colocar en su lugar una réplica, tal cual ha prometido el grupo desarrollista que actualmente lleva adelante en el predio de la fábrica un emprendimiento de edificios en altura.
Balizas de la memoria y empoderamiento ciudadano
Investigaciones periodísticas señalan que de cada 10 pedidos de demolición en el municipio, uno corresponde a antiguas casonas. Que entre enero y abril del 2011, el 10% de los expedientes refieren a inmuebles con valor patrimonial reconocido por el propio municipio. Sobre 160 pedidos de demolición, 20 se encuentran en el Catálogo de Bienes Inmuebles del Patrimonio Cultural de los cordobeses pero, debido a la mediana o baja calificación asignada por los técnicos, merecen una protección parcial por lo que se conservarán sólo parte de sus estructuras.
Los tradicionales Barrios Pueblo originados en los tramos finales del siglo XIX que se ubican en el área intermedia de la ciudad, son los más afectados en la última década por el boom inmobiliario; particularmente Barrio General Paz. Pero el fenómeno se extiende también al área periférica del noroeste, comenzando por el Cerro de las Rosas, siguiendo por Villa Belgrano y finalizando por las dos antiguas poblaciones veraniegas del departamento Córdoba Capital surgidas también a fines del XIX: Argüello y Kilómetro 14-Villa Rivera Indarte.
Cuando la picota alcanza a los antiguos inmuebles del área central, los del noroeste urbano o de los barrios de Güemes, Nueva Córdoba, General Paz, Alta Córdoba, San Martín, San Vicente y Alberdi, sobreviene la sensación de estar al filo de la navaja en materia de patrimonio cultural.
Esto es así porque las huellas de la cultura material del período histórico de la modernización provinciana, son una materia sensible para buena parte de la ciudadanía. Hablamos de los viejos almacenes, bares o panaderías de las esquinas, los cines, los hoteles, los mercados y las fábricas, las estaciones ferroviarias, los molinos, las usinas, los talleres y las escuelas. También las viviendas de buen porte, sus fachadas, los pequeños jardines en el ingreso y los patios laterales e internos y las majestuosas casonas residenciales de veraneo. Aunque también, y por supuesto, las más modestas de quinteros, empleados y gentes de los más variados oficios.
Surgidas entre fines del siglo XIX y primeras décadas del XX, parece que han logrado conformar a lo largo del tiempo un soporte físico y un paisaje que importa tanto por lo que es como por lo que representa para generaciones de cordobeses vinculadas a ellos por cuestiones del vivir.
Se podría sostener que hay unas identidades culturales en la ciudad que se nutren del patrimonio arquitectónico y urbanístico, ya sea que éste se encuentre reconocido oficialmente o no; que pertenezca a los barrios nombrados o que corresponda a tantos otros sitios de la ciudad.
Muchos de estos componentes de nuestro mundo tangible, constituyen referentes de la memoria, balizas de orientación para no perdernos, lugares significados donde encontrarnos y reconocernos.
Convengamos en que el patrimonio arquitectónico y urbanístico constituye un recurso cultural, pero también un recurso económico y esto se sabe bien. Sin embargo, la lógica del capital provinciano resulta poco piadosa con las viejas y amplias construcciones y con los extensos sectores verdes de los inmuebles urbanos del novecientos. Qué duda cabe de que esta lógica y la rentable fórmula de la escasez, atraviesa proyectos edilicios y negocios inmobiliarios. El espacio tiene precio y está jerarquizado.
El fenómeno demoledor y el tratar de eludir las normativas de ordenamiento urbano no son de exclusividad cordobesa ni mucho menos. Tampoco remiten únicamente a los tiempos que corren.
¿Realmente en todos los casos podría asegurarse que las antiguas construcciones se han vuelto obsoletas, que no pueden acondicionarse y mejorarse para su hábitat, que no vale la pena el esfuerzo? ¿Tanto dinero, trabajo y energía acumulada socialmente en ellas puede malgastarse sin más? Particularmente en el caso de los bienes de dominio estatal ¿No resulta acaso poco pudoroso arremeter tan fácilmente contra algunas edificaciones en una provincia que no tiene saldada de ninguna manera la cuestión social? ¿No será bochornosa la falta o escasez de resistencia ciudadana? ¿No resulta extraño que se desprecie nuestro Centro Histórico y se veneren los cascos antiguos de la vieja Europa? ¿No dice esto también de cómo somos; es decir, acerca de nuestra identidad y de nuestra cultura?
Ciertamente la ciudad es dinámica, la hacemos y rehacemos constantemente y no sólo lo hacemos por razones económicas. Nadie postula convertir a Córdoba en un Museo. Pero ¿Cuáles instituciones idóneas, qué profesionales especializados del medio, y qué políticos desconocen a esta altura la necesidad de preservar nuestro patrimonio cultural y natural como fuente de identidad y cohesión social, tanto como valorar la innovación y creatividad constructiva y del diseño? ¿Alguno puede ignorar que el patrimonio cultural y natural resultan parte constitutiva del ambiente? Que pertenecen a la comunidad y no a los gobiernos ¿Entran necesariamente en contradicción estos saberes, deseos y expectativas con aquéllos otros que celebran las medidas que logran una mayor conectividad entre zonas y sectores de la ciudad? ¿Las que dotan a Córdoba de nuevos pulmones verdes, las que crean nuevos espacios públicos de encuentro, las que buscan mejorar las condiciones del tránsito vehicular? ¿Habrá cordobeses que no aspiren a alcanzar una mayor calidad de vida?
Claro que no. Por eso está gastado, parece una falacia, o se sospecha de malas intenciones el discurso que coloca de un lado a quienes buscan preservar el patrimonio arquitectónico urbanístico adjetivándolos como “profetas del atraso” o como personas “con intenciones políticas” y pone del otro a los desinteresados bien intencionados que se posicionan en el tren de la modernidad, o de un supuesto “progreso” casi natural, siempre ascendente y pretendidamente ineludible. Discurso que encima “confunde” más de una vez progreso con progresismo.
De lo que se trata es simplemente de cumplir las normas o de proceder democráticamente a cambiarlas, más no a eludirlas. De lo que se trata es de escuchar más, de debatir más y en lo posible consensuar sobre aquéllos asuntos que tenemos en común, aunque partamos de intereses diferentes.
Falta en la agenda política y aún social, la firme decisión de concretar cierto empoderamiento ciudadano en materia de patrimonio cultural. Las medidas conducentes a ello posibilitarán que no sea un eufemismo la conocida afirmación de que el patrimonio cultural es nuestro.
Nº 32 / Julio-Agosto de 2011
Editorial por Nélida Milagros Agüeros
¿El Patrimonio Cultural al filo?
Institucional
Por una Facultad abierta e inclusiva
Relación con la comunidad
Digitalizarán la Reserva Patrimonial del Museo de Antropología
Investigación
Un proyecto de descolonización pedagógica en la UNC
Entrevista a Ian Hodder
“Internet tuvo un gran impacto en la arqueología”
Historias y personajes
“Filosofía fue una trinchera de resistencia al menemismo”
Por las escuelas
Mucho más que un edificio nuevo
Sin fronteras
El buen momento del cine cordobés
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