La pedagoga Inés Dussel plantea un debate sobre el pasado y el presente de lo que está pasando en las escuelas, y cómo las políticas públicas impactan en ese universo tan heterogéneo como cambiante, que no pasa por su mejor momento. Lo hizo en el marco de las X Jornadas de Investigación en Educación que se realizaron en la FFyH, a diez años de la Ley Nacional de Educación.
La igualdad no es un tema que esté hoy en el tope de la agenda: más importante es el futuro de la competitividad, la innovación integral, los niños como superhéroes del mañana. Parece que el encuentro entre niños y tecnologías emergentes es lo que abrirá la llave al progreso y la definitiva modernización, y no la creación de condiciones más igualitarias para las nuevas generaciones, en las cuales la educación escolar tiene algún rol que jugar.
Aunque vaya a contracorriente, quisiera plantear una suerte de sublevación contra este discurso. Sublevarse no quiere decir patear la mesa, sino cuestionar este estado de cosas. Dice Georges Didi-Huberman que sublevarse empieza con un gesto (por ejemplo, levantar un puño) y sigue con la palabra, y con la organización: “Hay que oponer a la imposición de la quietud, el movimiento, los deseos, la imaginación”. Sublevarse es, al menos para mí, intentar evitar la caída melancólica, pensar qué se abre como horizonte político-discursivo en estas nuevas condiciones, y también revisar y repensar cómo fue que se llegó hasta acá.
Hay dos puntos que marcan una ruptura fuerte en la historia reciente argentina: la dictadura militar y la crisis del 2001-2003. No se puede entender el derrotero de las políticas educativas recientes sin pensar ambas cuestiones. El primero abrió una época de fuerte sospecha hacia el Estado, que llevó a pensar la libertad como una libertad negativa, como una protección de los abusos del Estado, de un terrorismo de Estado.
El segundo momento, el de la crisis y sobre todo el período posterior, implicó una vuelta o una reconciliación, al menos de algunos sectores, con las políticas estatales, aunque esas políticas estatales no siempre se hicieran pensando en producir sujetos autónomos y plantearan, quizás por un legado político del igualitarismo jacobino, escasos marcos de decisión asociados al republicanismo liberal.
Las desigualdades educativas tienen que inscribirse, al menos discursivamente, en la historia y trayectoria de este vínculo con el Estado. En líneas generales, puede decirse que todas las sociedades democráticas modernas se asientan sobre una tensión entre la “destrucción continua de las jerarquías” (según la clásica afirmación de Alexis de Tocqueville), esto es, una tendencia igualitaria, y la afirmación de la desigualdad de bienes y poderes que caracteriza a las sociedades capitalistas. Siempre está esa tensión, por momentos amortiguada y por momentos explosiva entre ambos polos, a la base de la relación entre el sistema educativo y la sociedad. Por ejemplo, François Dubet argumenta para Francia que el sistema escolar pudo convivir en forma relativamente armónica con esa tensión mientras se expandieron las oportunidades económicas y sociales. Lo común entre ese caso y el argentino podría ser la expansión y la creencia en una escuela republicana que, en los siglos XIX y mitad del XX, podía al mismo tiempo sostener la promesa de inclusión y ser también meritocrática y excluyente porque había otras medidas sociales que garantizaban la inclusión subordinada de esos excluidos escolares. Los jóvenes tenían empleo sin importar sus cualificaciones escolares y nadie culpaba a la escuela por el desempleo. Con la transformación de la economía y la sociedad a lo largo del siglo XX, también se transformó la relación entre la sociedad y la escuela. La masificación, paralela a la contracción del mercado de empleo, puso más peso sobre la escuela, y los más descalificados desde el punto de vista de la escolarización tuvieron muchas más chances de ser excluidos sociales que antes. Las miradas, entonces, se pusieron sobre la escuela, y se le pidió que desarrolle toda una batería de programas y estrategias para cumplir mejor su función igualadora.
Políticas educativas en el siglo XXI
Los programas de inclusión social y educativa que se impulsaron en la última década y media tuvieron la intención de transformar la educación pública en Argentina. Desde el Programa para la Igualdad Integral Educativa (PIIE) en 2003, el Programa Nacional de Inclusión Educativa en 2005, y la Ley Nacional de Educación en 2006, hasta medidas más recientes como la Asignación Universal por Hijo, el Plan Conectar Igualdad o el Plan Progresar, entre otros, pusieron como eje central a la igualdad. Muchas de ellas pueden considerarse experimentos igualitaristas muy interesantes, de transferencia directa de recursos y reconocimiento de derechos con pocos precedentes en la historia anterior. Estos últimos años fueron uno de los momentos más creativos de la historia educativa reciente, no solo por la escasez de recursos con la que se inició el período y las dificultades políticas y logísticas que se enfrentaron a partir de 2002, sino también por la creciente politización e iniciativa que desplegaron muchos actores sociales y la percepción de que había que buscar formas nuevas para rehacer un tejido social que estaba muy dañado.
Y aunque es pronto para hacer un balance sobre estas políticas, quiero plantear tres hipótesis de lectura.
En primer lugar, habría que considerar cómo se construyó y legitimó un discurso sobre la desigualdad y la pobreza. Vale la pena revisar algunos datos de 2002: según el SIEMPRO, el 72 % de los chicos menores de 12 años vivía entonces en la pobreza, mientras la indigencia abarcaba al 38 %. En ciertas zonas del Conurbano y Noreste del país la pobreza infantil llegaba al 82%, las arcas del Estado estaban vacías y en quiebra. Revertir ese “acostumbramiento a la impiedad” de la desigualdad y la exclusión, como la llamó Beatriz Sarlo, fue un objetivo central para las políticas que se abrieron desde 2003, que volvieron a plantear un horizonte de derechos y un ideal de igualdad como una tarea social, política y pedagógica de primera importancia.
En 2010, el porcentaje de niños pobres según UNICEF había bajado al 19,2%, aunque según la misma fuente en 2015 podía verse un movimiento nuevamente ascendente, con un 30,2% de niños pobres, de los cuales 8,4% estaban en la indigencia. Si bien parece innegable que el período cerró mucho mejor de lo que empezó, no se puede pasar por alto que el 30% de los niños estaba en la pobreza en 2015, y que las políticas encontraron límites fuertes para superar ese umbral, límites propios tanto como ajenos. Pero quizás el aspecto más problemático de estas cifras es que la notoria disputa y partidización de los sistemas de medición cubrió con un manto de sospecha a todos los datos, lo que no sólo perjudicó a la construcción de series estadísticas rigurosas sino también a la capacidad del Estado de enunciar diagnósticos que tuvieran mayor legitimidad en la sociedad, contribuyendo a minar las posibilidades de acuerdos más amplios sobre los avances y retrocesos de las políticas contra la desigualdad.
En segundo lugar, habría que analizar las tensiones que vivieron los programas de inclusión o igualdad entre lo socioeducativo y lo pedagógico, entre ‘contener’ y ‘educar’, y también las tensiones entre una lógica que respondía a tiempos electorales y otra que buscaba atender a problemas con plazos distintos, más largos, más multidimensionales y con menos resultados visibles. Si bien estos no son dos polos opuestos, y no puede construirse un horizonte de igualdad sin tener en cuenta ambos aspectos (el bienestar y la hospitalidad junto con la enseñanza y el aprendizaje), habría que estudiar si el imperativo inclusivo no se procesó en varios casos como un debilitamiento de la demanda de desafíos intelectuales y de la propuesta de inserción en otras redes de conocimientos más complejas y rigurosas para los “recién llegados” al sistema escolar.
En esta línea, también habría que ponderar las ventajas y desventajas de separar las direcciones de políticas socioeducativas de las pedagógicas, como sucedió en el Ministerio de Educación nacional y en otros niveles de la política educativa desde 2008 en adelante. Un elemento a destacar fue la decisión de 2010 de enfocar los programas en las trayectorias educativas de niños y jóvenes, con la intención de centrarse en la enseñanza y en el sostenimiento de la escolaridad, porque obligó a pensar en la organización de las políticas, en su traducción institucional.
Una cuestión que está siendo explorada en distintos estudios (Indarramendi, por ejemplo), es el peso que tienen las traducciones provinciales y distritales de las políticas, que imponen prioridades, estrategias y recursos que imprimen direcciones muchas veces distintas a las previstas por las políticas nacionales. El federalismo argentino, sobre todo desde la activación del Consejo Federal de Educación desde la década de 1990 como un órgano relevante para la negociación política, ha supuesto, según Alejandro Morduchowicz, “un reordenamiento de la organización del sistema educativo, un reequilibrio de los poderes y recursos más orientado por la gobernabilidad que por la equidad”.
Siguiendo con las tensiones de los propios programas, estudios como los de Nora Gluz, Valeria Llobet y Cintia Indarramendi señalaron los límites que tuvieron para romper con una “inclusión excluyente” que pudo dar acceso a la escuela, pero que muchas veces no logró incluir en experiencias de mayor calidad a los sectores más pobres. Para Valeria Llobet, una consecuencia no deseada de algunos programas es que se incrementó el control (y también el juicio) socio-moral sobre los jóvenes pobres, disminuyendo sus posibilidades de autonomía y también la centralidad del vínculo académico con la escuela.
Muchas veces el objetivo posible en estos programas, sobre todo a nivel secundario, fue desarrollar capacidades y estrategias para entrar al mercado de trabajo, con una suerte de re-privatización e individualización del proyecto de vida según esta autora. En otros casos, se trabajó en programas de continuidad hacia los estudios superiores, sobre todo en universidades que buscaron promover formas pedagógicas y curriculares creativas para la inclusión de nuevos estudiantes. Hubo, sin duda, experiencias creativas y exitosas en esta transición al trabajo o a estudios superiores, y es necesario conocerlas mejor para ver cómo funcionaron y cuáles fueron sus logros, sin negar los problemas ni los desafíos. Pero hay que producir una mirada más cercana y más compleja a lo que pudieron hacer los programas para entender mejor qué pasó con las políticas educativas en estos años.
En tercer lugar, habría que analizar la fortaleza simbólica del imperativo de la igualdad, y lo que ese imperativo coloca como posibilidad y también como límite. Muchos de los programas de esta última etapa tuvieron inicialmente un fuerte impulso rancieriano, es decir, siguieron la idea del filósofo francés, Jacques Rancière, de considerar a la igualdad como un punto de partida y no como un punto de llegada. Para algunos críticos, esta posición político-pedagógica de partir de la igualdad es voluntarista, porque hace caso omiso de la desigualdad social para proponer una escena donde la igualdad es fundante pero sin tomar en cuenta cómo sigue operando la desigualdad. De todas maneras, creo que este impulso tuvo la gran virtud de abrir camino a una experimentación pedagógica que en algunas ocasiones consiguió logros muy interesantes, como algunas etapas del PIIE, las Orquestas Juveniles, el ingreso de nuevos saberes a la escuela como la historia reciente o los medios, entre otros, y se preocupó por dar voz y circular la palabra entre posiciones o actores hasta entonces marginados. La tercera hipótesis sería que este impulso rancieriano es una clave importante para analizar qué produjeron las políticas del último período.
El impulso del imperativo de la igualdad
Quiero detenerme un poco más en dos cuestiones que mencioné un poco rápido: por un lado, el impulso creativo, que se distancia del emprendedurismo innovador que ahora aparece como nuevo valor; por otro lado, el impulso rancièriano. Sobre la creación hay que destacar que en la región se produjeron ensayos y experimentos igualitaristas en la pedagogía y también en otras esferas sociales que habría que analizar con más detenimiento. Por ejemplo, Justin McGuirk estudió el Alto Comedero en Jujuy, iniciativa de Milagro Sala, complejo habitacional en la periferia pobre desarrollado de forma autogestiva por el Movimiento Tupac Amaru. A McGuirk le llamó la atención que el complejo tenía piletas que no eran, como preveía, unos “rectángulos modestos” sino un “grandioso parque acuático con figuras de morsas gigantes y de pingüinos, y un puente que lo cruza por el medio”. Dice el inglés que “observar a un niño corriendo para tirarse a bomba al agua basta para validar todo el concepto”. El complejo acuático es “un corte de mangas simbólico” a los contratistas privados y a los políticos que piensan que la vivienda social tiene que cubrir lo mínimo, disminuyendo el gasto estatal.
Puede hacerse un paralelo con los obreros que describe Rancière en La noche de los proletarios, que querían ganar el tiempo “destinado a reproducir la fuerza de trabajo” para “apropiarse del idioma y de la cultura del otro, la ‘noche’ de los poetas y los pensadores”. La comparación con los proletarios que describe Rancière no es casual, porque la inspiración rancièriana fue especialmente notable en muchos de los experimentos pedagógicos que se ensayaron en Argentina en la última década. Por unos años, funcionarios y maestros compartieron la lectura de El maestro ignorante (2003), y la cuestión de la igualdad como punto de partida se volvió un nodo central de las políticas, tanto a nivel de los ministerios como de las instituciones escolares.
Hay que decir que este impulso rancièriano combinaba bien con la tendencia igualitarista o plebeya ya presente en la sociedad argentina, y también con el movimiento anti-institucional que se abrió con las asambleas populares y el “que se vayan todos” del 2001. Escuelas enteras se abocaron a cambiar el currículum, las rutinas y las formas de participación para ensayar cómo se hacía para construir un espacio de iguales. Pero también hay que subrayar que la política ministerial planteó a la igualdad como un imperativo, desde los documentos, las acciones de formación docente y los programas de apoyo a escuelas más pobres. Y aunque la política oficial tiene muchas limitaciones para regular lo que hacen los distintos actores educativos, no habría que subestimar lo que significó como fuerza e impulso este nuevo imperativo de la igualdad. Dice al respecto Charlotte Nordmann, poniendo a dialogar la sociología de Bourdieu con la filosofía de Rancière: «Al adaptarse constantemente a la «debilidad» de los alumnos, uno termina encerrándose en un círculo de impotencia que sólo es posible quebrar postulando la igualdad intelectual de todos. Es preciso escuchar lo que nos dice Rancière de la necesidad de enfrentarse con verdaderas dificultades para avanzar: sólo obligado y forzado -por la presión de una situación, de un imperativo- uno se pone a pensar».
En esta línea, se puede analizar la experiencia de participación política que hubo en muchas escuelas secundarias de estos años, atravesadas por el imperativo de la igualdad. Habría que señalar que la discusión política también puede convertirse, en ciertas condiciones, en otra forma de “alzarse por sobre sí mismo” y de conocer otras perspectivas a las del mundo propio, un argumento que habría que recordar ahora que se estigmatiza a las tomas y el activismo político de los estudiantes. Este ejemplo invita a pensar que lo que ofrece la escuela no es sólo lo que pasa directamente por el profesor, o por una mesa de trabajo con textos, sino también por experiencias y encuentros que desafían el punto de partida, que son verbales pero son también afectivos, corporales, visuales, que implican pensar códigos y normas en común, lo que incluye el disenso, el debate, la confrontación.
Por otro lado, habría que estudiar mejor qué efectos tiene para los estudiantes la posibilidad de articular argumentos en torno al derecho y la forma de la representación política: ¿puede haber allí una forma de gramatización del mundo de la política, aunque no pase por una disciplina escolar, y aunque el discurso de los profesores suene esclerosado y previsible? ¿Cuáles son las condiciones que permiten que esa experiencia se salga del adoctrinamiento, y termine en otro lado que el que se preveía? Seguramente esas condiciones son varias, y no está claro qué se logró al respecto, pero una condición importante parece ser el permiso para experimentar en torno al imperativo de la igualdad y la participación. Si no está ese imperativo, no hay experimentación, ni aprendizajes, ni construcción participativa, democrática, de lo común.
Habría que decir, junto a lo que permitió que emergieran experiencias y proyectos interesantes, que en muchos casos también faltaron otras condiciones de la política, por ejemplo condiciones de trabajo materiales diferentes (menos alumnos por curso, más horas de preparación y reflexión), y formas de organización distintas en las escuelas con más apertura a los disensos y los debates y al trabajo colectivo docente. Y quizás, claro, hay mucho que se juega en otras arenas de la política, no solamente educativa. Hubo una polarización tal que era difícil articular algunos acuerdos o construir proyectos que no implicaran, desde el vamos, la adhesión completa.
Cierro con algunas conclusiones provisorias, porque son temas que hay que seguir trabajando y reflexionando en los próximos meses y años. Es claro que la obligación de incluir, la obligación de la igualdad, no puede lograrse por decreto, y probablemente no pueda lograrse del todo: siempre va a tener una condición agonística, en tensión con otras fuerzas. También es claro que la política educativa no resolvió todos los problemas de la desigualdad en esta década y media. Pero sin duda puso el tema en la agenda, y ése es un enorme mérito que no hay que subestimar, además de que se lograron avances concretos que hay que defender. Simultáneamente, no habría que olvidar que las políticas e instituciones no son la encarnación de un ideal sino ensamblados complejos de actores, tradiciones, dinámicas y que hay que trabajar con todos ellos. No alcanza con hacer afirmaciones para que las cosas ocurran; hay que construir las condiciones, esto es, los recursos, los instrumentos y los actores para que pueda desplegarse mejor ese “ponerse a pensar” qué se hace con el imperativo de la igualdad.
En ese camino, no habría que perder ese impulso a pensar y hacer creativamente, indagando más sobre los límites que tuvieron y encontraron estas políticas, tanto desde su concepción como desde su operacionalización en estrategias, dispositivos, recursos. Vuelvo a las ideas de Didi-Huberman sobre cómo sublevarse: él habla de la importancia de escribir libros y panfletos, inscribir signos para la deliberación, y también de no renunciar a despegar del suelo (sublevarse, elevarse) para salirse del lugar habitual. Hay que sublevarse frente a la voluntad de programarnos para que aceptemos este estado de cosas, entendiendo que no hay soluciones fáciles ni mágicas, y que las situaciones son más complejas y difíciles de lo que parecían inicialmente. Y hay que seguir intentando, con nuevas formas y con convicciones renovadas, que ese imperativo igualitario produzca más movimientos en la educación argentina, confiando en que estas nuevas dificultades que aparecen hoy nos ayuden, otra vez, a avanzar.
Por Inés Dussel
Departamento de Investigaciones Educativas (DIE)
Centro de Investigación y Estudios Avanzados (CINVESTAV)
Instituto Politécnico Nacional (IPN). Ciudad de México.