La teoría literaria es una perspectiva conveniente para apreciar las huellas de la desaparición de lo íntimo

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El martes 19 y el miércoles 20 de septiembre se llevarán a cabo las I Jornadas de Literatura, Psicoanálisis y Crítica, organizadas por la Escuela de Letras de la FFyH. Entre diversas actividades, Alberto Giordano presentará su último libro: El tiempo de la convalecencia, el miércoles a las 19 hs. en la Sala D del Pabellón Residencial. Además, el martes a las 12 hs., expondrá como invitado especial un trabajo titulado: “Ejercicios de supervivencia”. Como anticipo de su visita, Facundo Valenzuela entrevistó al ensayista y Director del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria de la Universidad Nacional de Rosario.

A partir de 2014 Alberto Giordano comenzó a llevar un diario. Entre impresiones personales, teorías de los modos de leer, gustos musicales y personajes del entorno familiar y académico-literario se fue construyendo un relato que, en un determinado momento, vio la publicación en los espasmódicos registros de la sociabilidad-facebook.  De algún modo estos ejercicios de escritura egotista continuaban una fórmula elaborada por Giordano unos años antes: el giro autobiográfico de la literatura argentina actual, que anunciaba un regreso del yo y una preminencia subjetiva en la escritura. Sin embargo, esta vez el objeto de análisis era el mismo autor de libros de crítica tan originales como Modos del ensayo, La experiencia narrativa o Una posibilidad de vida.

  • El tiempo de la convalecencia recogería las entradas del diario que llevaste en Facebook durante 2014 y 2015. Sin embargo, hay una fuerte presencia espuria de uno o varios interlocutores, lo cual hace pensar muchas veces en un nuevo avatar de la literatura epistolar. ¿Existe un destinatario azaroso? ¿En qué medida creés que el dispositivo Facebook determinaría la escritura? ¿Creés que el texto sería sustancialmente diferente de haberse escrito bajo el formato tradicional de un diario íntimo?

Las entradas de un diario, se suele decir, son como misivas enviadas a un destinatario desconocido con el propósito de participarlo de algo interesante que le ocurrió o se le ocurrió al diarista, tal día, en tales circunstancias. Desde que dejó de ser un expediente retórico-espiritual al servicio del –siempre engañoso, cuando no fraudulento– examen de conciencia, para convertirse en uno de los modos literarios en los que se cuenta una vida, los vínculos entre la escritura del diario y la epistolar se volvieron estrechos. Sobre   todo cuando es un escritor quien lo lleva, la publicación, no necesariamente póstuma, de lo privado y lo íntimo que registran las entradas de un diario es algo bastante más cierto que una virtualidad: un proyecto, en el que cierta especulación sobre cómo afectará lo registrado a este o a aquel conocido cumple un papel inevitable. En este sentido, diría que los efectos epistolares de la publicación de un diario de escritor en Facebook son menos un avatar espurio, que una potenciación de ciertas posibilidades del género. Hay, claro, una diferencia radical: la recepción en Facebook es inmediata y múltiple, no tanto por la cantidad como por la heterogeneidad de los lectores que puede tener un posteo (un primo que hace tiempo no veíamos, los colegas de la universidad, un escritor al que alguna vez le dedicamos nuestros afanes críticos, nuestros estudiantes, una tía cargosa). En mi caso, la inmediatez y la heterogeneidad de la lectura funcionó muchas veces como condición del posteo. Varias entradas están dedicadas, en ocasiones desde el título. Esta condición del diarista en Facebook –lo que irónicamente llamé “intimismo espectacular”–, la de contar con lectores al instante, lo expone, sobre todo, a un peligro que es al mismo tiempo estético y espiritual: la búsqueda del efecto sentimental inmediato y contundente, en los términos en los que este se suele producir en las redes sociales, es decir, en base a redundancia y banalidad. Esto sólo es un peligro si uno se propuso la improbable aventura de llevar un diario en Facebook para intentar algún tipo de puesta a punto o mejoramiento de sí mismo (volverse más ocurrente, más imaginativo, más sensible) y para descubrir modos de propiciar el paso de la vida a través de las palabras que registran vivencias o reflexiones diarias. El cumplimiento de estos dos propósitos supone algo así como una ligera suspensión de las certidumbres acerca de quién se es, y la búsqueda del efecto sentimental casi siempre encalla en la autocelebración por interpósita persona.

  • Ocurre muchas veces que la literatura –pero también la música, las noticias, e incluso los textos académicos- en estos tiempos debe atravesar un proceso de digitalización para garantizar su recepción. Podríamos plantear que tu libro tuvo un proceso inverso, desde el soporte virtual al objeto libro. ¿Creés que el posteo virtual sea pasible de devenir –si no lo es ya- un nuevo género literario? ¿En qué medida la dinámica –muchas veces vertiginosa- de las llamadas redes sociales determina la lectura y la escritura?

Aunque algunos críticos suelen diagnosticar lo contrario, para sentirse en sintonía con lo que suponen es el aire de los tiempos que corren, tiendo a pensar que la institución literaria es, en principio, conservadora (que al mismo tiempo, dentro de la clausura que ella misma delimita, también sea una institución que vive del autocuestionamiento y la impugnación de todo lo que amenaza con inmovilizar sus búsquedas, es una paradoja que habría que abordar en otra entrevista). Por eso me cuesta pensar que el posteo virtual pueda convertirse en un género literario sin pasar por la mediación instituyente del libro. Como decía Borges, la literatura es un hecho casual y esporádico, lo mismo que un atardecer o una sonrisa, si se la piensa como un acontecimiento en el lenguaje: el encuentro sobre la superficie de las palabras con algo que no se da del todo pero que inquieta nuestra intimidad. ¿Por qué no habría de ocurrir un acontecimiento semejante en el encuadre de un posteo? Fantaseando con la posibilidad de que el estilo y el tono hayan sido los convenientes para señalar un matiz o localizar una contingencia, confío en que algunas entradas de mi diario en Facebook puedan convertirse en literatura gracias a la intervención imaginativa de los lectores. Pero hablar en términos de género es otra cosa, menos interesante a decir verdad.

Los diarios de escritor en Facebook, por quedar sujetos a la dinámica casi siempre frenética de las redes sociales, hacen más sensible la condición performática de todas las escrituras del yo, su condición de espectáculo autorreferencial, en el sentido de performances de autor. La presuposición de que lo escrito podría tener una recepción inmediata, múltiple y heterogénea, aunque después no se verifique, favorece la identificación de los lectores como audiencia. Al menos en mi caso, esta dinámica a veces funcionó como estímulo para la escritura más o menos espontánea y ligera de algunas impresiones circunstanciales, en el estilo de algunos de mis diaristas preferidos, como Julio Ramón Ribeyro o Paul Leautaud (los que cultivan una prosa conversada). Pero en los posteos dedicados a reflexiones más elaboradas o, sobre todo, a narraciones de recuerdos o anécdotas, la ansiedad por despertar la aprobación de la audiencia conspiró muchas veces contra la elegancia del ejercicio.

  • A lo largo del libro te referís a las entradas de Facebook en términos –a veces muy cercanos al oxímoron- de “procastinación responsable”, “intimismo espectacular”, “irresponsabilidad metódica”, e incluso de un vicio pasible de transformarse en virtud, al ser ya una necesidad. Ya editado el libro, ¿seguís pensando en esos términos? Y en la medida en que la escritura contribuyó a subsanar la convalecencia, ¿en qué devino?, ¿acaso en virtud?

En algún lugar, Lacan identifica a la tristeza (hagámoslo extensivo a la depresión) como “cobardía moral”, ya que la considera un retroceso ante el esfuerzo de “hallarse en el inconsciente” (expresión enigmática cuyo sentido podría ser: responder activamente a las inclinaciones íntimas que condicionan nuestras elecciones y nuestras preferencias, no desentenderse de los impulsos que recibimos de esas inclinaciones secretas aunque no armonicen con los ideales comunitarios). La tristeza no sería, desde este punto de vista, un estado de ánimo, sino una falta que implica una disminución del impulso que nos lleva a perseverar en la exploración de nuestra legítima rareza. En términos menos precisos o menos técnicos, en varias entradas de El tiempo de la convalecencia intenté aproximarme al misterio de la depresión –la enfermedad que padecí antes del tiempo que registra el diario– desde un punto de vista ético próximo al de psicoanálisis. Por ejemplo esta, del 24 de mayo de 2015:

En la ficha del obsesivo

Entre los peligros que depara dejarse absorber por un trance sacrificial –renunciar a la propia rareza con la ilusión de restablecer por ese medio el equilibrio psíquico perdido- está la aprobación, incluso el entusiasmo, que tal iniciativa puede despertar en el prójimo, y no siempre por razones mezquinas.

Esta frase repite, con sintaxis de moralista francés improvisado, un hallazgo que me sorprendió durante una sesión de análisis, mientras revisaba el comportamiento de los que me habían rodeado durante la depresión, obligados, como quedaron, a confrontarse con el sinsentido. En otra entrada, con tono más casual, porque se trata de pensamientos disparados por una canción que escuché en un taxi, en compañía de mi hija, ya avanzo sobre esta idea de la depresión como falta moral, cuando razono sobre lo costoso que puede resultar diferir o suspender el vínculo con los llamados impulsos elementales en nombre de la exigencia de acordar con otros.

No hay nada más demoledor. Al menos para quienes creen que hay que armonizar con el mundo de los valores incluso en soledad. Como ese mundo sólo puede ser indiferente, o peor, refractario a la rareza de cualquier impulso, la vida, que además de caprichosa es obcecada, cuando tiene que reclamar, lo hace con una saña directamente proporcional a la fuerza de lo sacrificado (25 de abril de 2015).

Llevar un diario de la convalecencia me permitió observar de cerca, pero al pasar, algunos aspectos de la depresión, pero sobre todo sirvió, sin que me lo hubiese propuesto y sin saberlo hasta que me lo señalaron algunos psicoanalistas devenidos lectores, para ejercitarme en el “bien decir”, algo que Lacan contrapone a la tristeza: un decir que nada tiene que ver con la belleza, con lo “bien dicho”, pero que, por la vía de la alegría, tienes efectos saludables sobre el desánimo y el sentimiento de fracaso (esas pasiones tristes enraizadas en el corazón de la depresión). Llevé un diario en Facebook porque hacerlo me alegraba, me hacía sentir más laborioso y divertido, aumentaba mi disposición a experimentar la gracia –y no solo el patetismo- de que la vida puede volverse interesante, como una comedia, porque es el sinsentido de la muerte lo que a veces le da sentido. “Irresponsabilidad metódica” nombraría mi ética y mi poética como diarista, ya que, como se lee en la contratapa, el valor de mis incursiones en el “intimismo espectacular” dependía menos de la calidad de los resultados o de la aceptación que despertaran, que de la posibilidad que me ofrecían de escribir porque sí, sin responder a ninguna demanda profesional, y de observarse con ironía y algo de extrañamiento.

  • El tiempo de la convalecencia tiene un marcado carácter egotista, aunque es posible identificar personajes que deambulan en varias entradas –Sergio Cueto, Juan Ritvo, Judith-, pero sobre todo hay dos personajes en los que se focaliza fuertemente: tu hija Emilia y tu padre. ¿Creés que la genealogía paterna puedo ser una clave para pasar del tiempo de la enfermedad al de la convalecencia?

Diría que sí. Aunque continúa siendo un misterio en cuanto a sus causas (nada explica ni justifica lo exorbitante del sufrimiento), a veces pienso que hay un lazo íntimo entre la muerte de mi padre y la depresión que me sobrevino al poco tiempo. Acaso deprimirme haya sido el precio que creí que tenía que pagar por haberlo sobrevivido, una forma de expiar la culpa por haberme alegrado de que su muerte no me costó la vida. Es sólo una conjetura. En cuanto a los vínculos del tiempo de la convalecencia, tiempo de recuperación y entusiasmo, también de renovación, con las vivencias de mi paternidad serían más circunstanciales y también más obvios. Como digo en la penúltima entrada, después de haber releído y editado el conjunto de los fragmentos, compuse el libro para que mi hija lo pueda leer, en caso de tener ganas, cuando sea mayor y yo haya muerto; para que me pueda recordar con amoroso sarcasmo (la imagino celebrando mis imposturas como escritor, sin sentimentalismos ni idealizaciones). Tal vez cuando le toque pasar a ella por el trance de conmemorar al padre muerto, el libro le sirva para aligerar el trámite.

  • Para finalizar, una idea que me surge luego de leer El tiempo de la convalecencia es que la teoría y la metodología de la crítica literaria pueden aplicarse a la reflexión sobre las peripecias de la vida en tiempos de socialización y relaciones virtuales –si es que tales cosas existen y son posibles-. ¿Creés que es así?

Soy profesor de una asignatura teórica, en la Escuela de Letras de la Facultad de Humanidades y Artes, en Rosario. Cada año comienzo el curso con un elogio de la teoría literaria, para exponer la raíz afectiva de mis elecciones intelectuales. En ese elogio valoro la fuerza de las perspectivas teóricas para configurar problemas capaces de transformar el saber en una experiencia de búsqueda. La configuración de los problemas críticos dependería de un uso preciso y sutil de los conceptos, un uso que tiente la improbable articulación entre el orden necesariamente general de los saberes y el orden intransferible de las experiencias de lectura y escritura. Concebida de esta forma, la teoría literaria es, entre otras cosas, como decía Barthes de la literatura, “una crítica del lenguaje”, una investigación sobre las condiciones y los límites de cualquier performance discursiva. Es en este sentido que la podemos imaginar como una herramienta rigurosa y sutil para especular sobre lo que ocurre –sobre la heterogeneidad de las fuerzas que intervienen, heterogeneidad irreductible a la idea de “comunicación”- cuando alguien se deja tomar por las palabras y ensaya figuraciones de sí mismo en el marco de las redes sociales o improvisa rutinas de un intimismo paradójico. Me atrevo a conjeturar que la teoría literaria es una perspectiva conveniente para apreciar las huellas de la desaparición de lo íntimo, o los modos indirectos en que lo íntimo se manifiesta, cuando la subjetividad se ofrece como espectáculo estereotipado.

Entrevista: Facundo Valenzuela

Fotografía: Sebastián Vargas (Rosario/12).


Alberto Giordano nació en Rufino en 1959. Es Doctor en Letras, Investigador del CONICET, Director del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria y Profesor de la Universidad Nacional de Rosario. Ha publicado los libros de ensayo El pensamiento de la crítica (2016) La contraseña de los solitarios. Diarios de escritores (2012), Vida y Obra (2011), El giro autobiográfico de la literatura argentina actual (2008), Una posibilidad de vida. Escrituras íntimas (2007), Modos del ensayo. De Borges a Piglia (2005), Manuel Puig, la conversación infinita (2002), Razones de la crítica (1999), Roland Barthes. Literatura y poder (1995), La experiencia narrativa (1992) y Modos del ensayo. Jorge Luis Borges – Oscar Masotta (1991).