Investigación

Piquetes y cacerolas, la lucha no fue una sola

A diez años de los acontecimientos que terminaron con el gobierno de Fernando de la Rúa, Mónica Gordillo, profesora de esta Facultad, escribió un artículo en el que sintetiza las principales líneas del libro "Piquetes y cacerolas... El 'Argentinazo' del 2001", que la autora presentó en la última Feria del Libro de Córdoba.

En esta invitación a reflexionar sobre el acontecimiento de diciembre de 2001, quisiera compartir las preocupaciones y preguntas iniciales que guiaron el análisis realizado en mi libro[1] y algunas de las respuestas que progresivamente fui dando, muchas de las cuales siguen todavía abiertas. La primera buscaba responder qué tipo de acción había sido la que se desarrolló el 19 y 20 de diciembre, que rápidamente pasó a ser definida con distintos nombres claramente distantes entre sí: “argentinazo”, “crisis del 2001”, “el 19 y 20”, “el que se vayan todos”, el “estallido”, “la rebelión de diciembre”, el “cacerolazo”, entre otros. La segunda se interrogaba sobre el alcance y las características de la misma dentro del territorio nacional y, una tercera, se preguntaba sobre la temporalidad de la acción. Sin duda todas las preguntas se relacionaban estrechamente entre sí, ya que la definición del tipo de acción así como su alcance y características en el ámbito nacional serían una puerta de entrada fundamental para valorar la densidad temporal de lo que aparecía ante los ojos de todos como un acontecimiento.

Esa temporalidad acontecimental, que remitía a lo contigente, a lo que no podía inscribirse en un proceso o trama previa, fue la destacada en la mayoría de los primeros análisis de lo ocurrido, relacionada a su vez preponderantemente con formatos y colectivos particulares: las cacerolas, los ahorristas, los vecinos desorganizados que espontáneamente salieron a las calles, ocuparon las plazas y que mágicamente parecieron solidarizarse con otro ¿colectivo, formato?, los piquetes, bajo la consigna de “piquetes y cacerolas, la lucha es una sola”. Para muchos, diciembre de 2001 marcaba el inicio de un ciclo de movilización donde la acción directa, la autoorganización y la democracia de base instaurarían una nueva ciudadanía e institucionalidad; para otros, se trataría de una expresión espasmódica frente a la confiscación de los ahorros, un grito anti-político sin mayores proyecciones. Más allá de las distintas interpretaciones, en muchos sentidos, especialmente en el simbólico, lo ocurrido aparecía como el final de la larga década abierta en 1989. Pero ¿qué significaron y cómo se construyeron las diversas acciones que se entretejieron durante esas jornadas para convertirlas en un acontecimiento emblemático dentro de la historia argentina reciente?

Para comenzar habría que reflexionar sobre la idea de “argentinazo”, nominación que había empezado a circular mucho antes de diciembre y que sin duda estaba cargada de un contenido ideológico que remontaba a otros momentos de la historia argentina, buscando inscribir el hecho dentro de un pasado reciente jalonado de “azos”[2]. La primera diferencia de aquellos con lo ocurrido en diciembre de 2001 parecía ser su difusión, es decir, el espacio de la protesta había sido el escenario nacional, aunque con diferentes magnitudes y actores implicados, lo que se presentaba como uno de los desafíos a indagar. ¿Por qué había tenido estas características? Una respuesta rápida y que nos hablaría de otro rasgo de esta acción, sería que se trató de un golpe al corazón del gobierno nacional y a sus políticas, no sólo un cuestionamiento a las autoridades ejecutivas sino a los tres poderes del Estado manifestado – por ejemplo- en las acciones contra el lugar por excelencia de la representación ciudadana –el Congreso de la nación- y en algunos casos contra las sedes de los poderes locales, así también como contra el poder judicial.

Sin embargo, mi mirada de historiadora me llevaba a postular que diciembre de 2001 aparecía como algo más que el rechazo coyuntural a los gobiernos de turno; comencé a hipotetizar que se trataría de formas particulares de ejercicio ciudadano que remontarían a la construcción de distintos tipos de injusticias a lo largo de toda la década previa y que encontraron en el escenario crítico de 2001 el detonante y la oportunidad de ser unidas en una trama de sentidos diversos pero con un destinatario común: los poderes nacionales y locales, el cuestionamiento a un orden político que parecía haber tocado fondo. Si esto era así, entonces, ¿cuál era la temporalidad de diciembre? Como señalamos, la denominación de “argentinazo” no surgió el 19 y 20 sino que venía construyéndose desde antes, pero ¿desde cuándo? Sin duda es posible encontrar distintos comienzos en relación a cómo se fueron construyendo los actores afectados y los diferentes impactos en las regiones del país. Sin embargo es posible delimitar, por lo menos, dos temporalidades directamente relacionadas con las jornadas de diciembre: la que retrotrae a la intensificación de la protesta social hasta iniciar un verdadero ciclo de protesta hacia fines de 2000 y otra, que podríamos llamar “destituyente”, a partir de las impugnaciones al voto en 2001. Es claro que las dos se encuentran estrechamente relacionadas entre sí, pero los contenidos y demandas son diferentes. Se hace necesario considerarlas con cierto detenimiento porque esto nos permitirá comprender los distintos formatos y acciones que se pusieron en juego en diciembre.

La construcción de la protesta social:

A partir de la asunción del presidente Carlos Menem en 1989 comenzaron a implementarse en el país profundas reformas estructurales. Si bien se dieron para entonces procesos similares en otros países, en Argentina las reformas del Estado se caracterizaron por su extrema celeridad e improvisación, sin prever acciones de reconversión productiva y una evaluación de los costos sociales. Esos costos comenzaron a adquirir visibilidad en la segunda mitad de los ´90 cuando salieron a la luz repertorios no convencionales de confrontación, como las puebladas en localidades del interior del país que se habían desarrollado ligadas a la empresa nacional de petróleo y gas (YPF y YCF), fundamentalmente en el sur patagónico y en el noroeste durante 1996-1997. Paralelamente fueron ocupando el espacio público las primeras organizaciones de desocupados, que comenzaron a identificarse como “piqueteros” haciendo alusión con ello al formato del corte de ruta escogido para la protesta. La respuesta del gobierno frente a ello fue lanzar distintos planes que consistieron en ayudas económicas temporarias de muy bajo monto y que inauguraron una nueva etapa en Argentina: la de los planes focalizados que se complementaban con asistencia alimentaria. Esas primeras organizaciones de desocupados fueron luego replicadas en los principales centros urbanos que habían sufrido en la década fuertes crisis en sus industrias, extendiéndose redes entre las nuevas organizaciones y otras más viejas que ya tenían anclaje territorial en los barrios populares.

La visibilidad creciente de distintas acciones de protesta comenzó a aglutinar a diferentes afectados por el modelo, iniciándose un cuestionamiento a las políticas neoliberales implementadas. Ese fue el marco para la constitución en agosto de 1997 de la “Alianza por el Trabajo, la Justicia y la Educación”. Esta Alianza ganó las elecciones presidenciales en 1999 con la fórmula De la Rúa (UCR) –Álvarez (FREPASO), concentrando su campaña en marcar la diferencia con el menemismo en términos de un discurso ético y de buen gobierno, basado en la propuesta de “más Estado y menos mercado”, y con la promesa de atender los costos sociales provocados. Sin embargo, transcurrido el primer año de gobierno, no sólo no se observaban cambios sino que, además, la incapacidad para frenar la corrupción que llevó a la renuncia del vice-presidente en octubre de 2000, comenzó a minar los apoyos y las esperanzas que la Alianza había alentado. A partir de entonces, las dislocaciones producidas en el modelo de integración social precedente y la falta de respuesta por parte del nuevo gobierno acentuaron las representaciones de injusticia, que pusieron en disponibilidad a distintos actores sociales cuando se percibió la ruptura de los acuerdos celebrados, lo que llevaría a privilegiar la acción directa como estrategia de expresión de los conflictos. Fueron así convergiendo distintos reclamos promovidos por tres sectores principales: desempleados y pobres urbanos, vecinos de distintos barrios y localidades y actores sindicales. En todos estaba presente una idea de ciudadanía referida a la existencia de derechos que debían ser garantizados por el Estado. En efecto, en las demandas referidas a cuestiones básicas - tales como alimento, vivienda y, por supuesto, trabajo- se observaba una búsqueda de integración dentro de la comunidad política, basada en un sentido de democracia aprendido históricamente que la presentaba como aquella que debía atender esas necesidades sociales y asegurar la inclusión.

La movilización sindical fue también muy intensa en 2001, iniciándose con dos conflictos sindicales que se tornarían paradigmáticos: el suscitado en la empresa Aerolíneas Argentinas-Austral y el del sector estatal frente a la política de ajuste del Ministro de Economía Ricardo López Murphy, que continuarían luego tras su renuncia y asunción del nuevo Ministro, Domingo Cavallo y su política de “déficit cero”, que implicaron congelamiento, recorte en los salarios y en los envíos de fondos a las provincias. De este modo las acciones de los empleados estatales y de comunidades enteras afectadas por los recortes, se generalizaron en todo el país.

Pero a esa temporalidad de la protesta social, que demandaba por la inclusión en el sistema, por la recuperación de derechos vulnerados, se superpuso otra que iría adquiriendo las características de un “no” radical, en el sentido de un decir basta con estas prácticas políticas aunque sin fundamentar todavía claramente una demanda; se fue construyendo un sentido “anti-políticos” que era sin embargo sustancialmente político, en la medida que implicaba ejercer la soberanía cuestionando a los representantes. Esto se puso de manifiesto en las acciones de impugnar el voto, que en Córdoba se ejerció en dos oportunidades antes de las elecciones legislativas generales que tuvieron lugar el 14 de octubre de 2001: en el mes de julio cuando se realizó el plebiscito lanzado por el gobernador De la Sota con motivo de su proyecto de reforma de la constitución provincial para transformar el poder legislativo en unicameral y, nuevamente, en las elecciones de septiembre para elegir los convencionales constituyentes. El porcentaje de votos nulos fue creciendo en cada ocasión, para extenderse a todo el país en las elecciones de octubre. En los días previos a esas elecciones se pronosticaba una alta incidencia de votos negativos y algunos sectores hablaban ya del “argentinazo”. Los resultados de las elecciones de octubre alcanzaron un promedio en todo el país del 15,9% de votos negativos, con valores que fluctuaron desde el 40%, en Rosario, al 5% según las distintas localidades; guarismos que adquieren mayor relevancia si se los compara con los porcentajes de la elección inmediata anterior - la de 1999- cuando los votos en blanco representaron el 3,6% y los nulos el 0,7%.

Pero, ¿cómo respondieron las autoridades al “mensaje” de las urnas? Con oídos sordos que profundizaron los ajustes, acorralaron los ahorros, demoraron hasta suspender en algunos lugares los planes sociales y la asistencia alimentaria; respondieron a los pedidos de alimentos con represión y con la imposición del estado de sitio la noche del 19 de diciembre.

Piquetes y cacerolas, la lucha no es una sola

Entonces, ¿qué pasó en diciembre? A las dos líneas de acción –la de la protesta y la de la impugnación- con distintas temporalidades, se sumó otra más, ligada a las medidas que implementó el gobierno de De la Rúa, desoyendo los resultados electorales, las críticas de las distintas agrupaciones políticas y las efectuadas desde el interior del propio partido gobernante. Todas ellas se habrían conjugado en diciembre para activar los mecanismos para la violencia colectiva. El sociólogo Charles Tilly[3] ha observado que los tipos de violencia colectiva guardan relación con las características de los regímenes políticos, que varían de acuerdo con la capacidad de sus gobiernos para controlar a sus poblaciones y con el nivel de democracia existente. En los regímenes democráticos de capacidad baja, existe mayor posibilidad de que se desplieguen acciones contenciosas que pueden terminar violentamente. Sin posibilidades de defender los derechos y hacer cumplir las obligaciones, muchos actores tratan de lograr sus intereses por sus propios medios y la probabilidad de que esas reivindicaciones se resuelvan violentamente es mayor, pudiéndose generar espirales de violencia a partir de reivindicaciones que no empezaron siendo violentas. Desde mi punto de vista esas eran las características que presentaba el régimen político a fines de 2001. Además, para entonces, se habría dado la oportunidad política para el pasaje a la acción, dado que las medidas del gobierno terminaron de quebrar la coalición que le había permitido llegar al poder, provocando divisiones en su seno y también entre el gobierno y algunos sectores económicos poderosos. Esto posibilitó disponer de apoyos en sectores que antes habían permanecido indiferentes u opuestos a acciones reivindicativas o de protesta, al extenderse la representación de acuerdos rotos y acentuarse las divisorias.

Sobrevino entonces otra temporalidad, la del acontecimiento, la que impactó y disrrumpió el orden de cosas, la que abrió nuevas alternativas y generó incertidumbre. Sin duda los hechos producidos entre el 13 y el 28 de diciembre delinearon la forma del acontecimiento porque lo ocurrido no era inexorable, el reconocimiento de las temporalidades en las que se fue gestando no implica sostener que ese tenía que ser el resultado, sino reconocer que fue consecuencia de las características que adoptó la interacción sorda con el gobierno. Fue también un acontecimiento por las expectativas que abrió, por los procesos que disparó.

Ahora bien, ¿logró unificarse un reclamo tal como parecía en la consigna ampliamente entonada de “piquetes y cacerolas, la lucha es una sola”? En efecto la lucha no era una sola, reconocía diferentes actores que habían sido afectados por las políticas implementadas en los ’90, cuyos costos sociales habían comenzando a hacerse públicos hacia la segunda mitad de la década, sobre todo luego del impacto del “efecto tequila”. Sin embargo, desde fines de 2000 las líneas divisorias entre las autoridades y la población se habían profundizado ante la falta de respuestas a la diversidad de reclamos ensayados desde los distintos sectores. La decisión última de establecer el corralito el 1° de diciembre actuó entonces como el precipitador que permitió una contingente unicidad, el nucleamiento en torno a dos polos contrapuestos: pueblo/comunidad contra autoridades/gobierno. La convocatoria de las tres centrales obreras a un paro general para el 13 de diciembre actuó como otro disparador en ese sentido. Fue despejándose el camino y acentuándose la idea de que cada uno, desde su lugar y reclamo, debía contribuir a terminar con las distintas injusticias. Ese día, mientras se lanzaba la consulta del Frente Nacional contra la Pobreza (FRENAPO) en torno a su proyecto de asignación universal por desempleo, comenzaron también las primeras peticiones de alimentos en torno a los supermercados en Mendoza, Rosario y Concordia, tras la demora en el otorgamiento de planes. Mientras tanto, los comerciantes marplatenses habían realizado el día anterior un cacerolazo y un apagón por diez minutos, replicados en otros centros urbanos. El 13 en Rosario organizaciones sociales y barriales arrojaron huevos al Palacio Municipal, al son de batucadas que reclamaban “por el argentinazo”; en Pergamino, al norte de la provincia de Buenos Aires, se incendió la municipalidad. En Jujuy la asociación de docentes de la provincia resolvió no volver al trabajo y dar por terminado el año el 17. Un paro de los trabajadores ferroviarios dejó inactivos los servicios de trenes de pasajeros y de carga en todo el país, en solidaridad con los empleados de la compañía Ferroexpreso Pampeano que había suspendido las actividades desde el 12 y hasta fines de enero, amenazando con despedir a sus 800 empleados. El 18 los docentes y no docentes universitarios, nucleados en CONADU y FATUN, decretaron un paro por 48 horas por no haberse girado los sueldos en varias universidades y ante la incertidumbre acerca del cobro del aguinaldo. Se trata sólo de algunos ejemplos, pero resulta muy significativo observar cómo distintos sectores percibieron que el gobierno había roto acuerdos previos y que su propia supervivencia se veía amenazada: para los sectores medios consumidores, donde se había internalizado el discurso neoliberal, el corralito aparecía como una abierta violación a ese pacto; los sectores progresistas que habían confiado en que la Alianza terminaría con la corrupción, que instauraría la justicia, defendería la educación y el trabajo, observaban que ninguna de estas reivindicaciones se cumplían. Los gobiernos provinciales también culpaban al gobierno central de no responder con los fondos suficientes para afrontar los salarios de sus trabajadores; los industriales respondían a los problemas de liquidez con suspensiones y cierres de fuentes de trabajo en un momento próximo a las fiestas de fin de año cuando la “costumbre común” era la de consumir más por parte de los que podían hacerlo, y los que no, ser provistos de “cajas navideñas”.

Frente a este panorama el gobierno desestimaba la magnitud de la conflictividad, la que no pudo ser contenida cuando el 18 los saqueos se extendieron por el gran Buenos Aires, registrándose enfrentamientos. Cuando el 19 el presidente dispuso el estado de sitio se registraban ya seis muertos: uno en Santa Fe, dos en Rosario, uno en Cipolletti y dos en el GBA; al día siguiente se sumarían dieciséis más. Las imágenes posteriores son más conocidas: las cacerolas, la ruptura de cajeros, los enfrentamientos y represión en las plazas, las marchas y acciones sindicales, diferentes formas de violencias colectivas, de violencia ciudadana que aparecía como violencia política, que colapsaba o ponía en cuestión la manera como había sido entendida la política desde la reconstrucción democrática: “Que se vayan todos, que no quede ninguno” fue la forma que adoptó la reasunción de la soberanía, pero no para hacerse del poder, no para la toma del poder como había sido propuesto en otros tiempos, sino para volver a delegarla en nuevos y viejos formatos.

Así como diciembre no fue sólo los hechos del 19 y 20, tampoco terminó en ellos. Una primera prolongación del descontento fueron las manifestaciones contra la Corte Suprema de Justicia el 28. En efecto, si lo que había estallado en diciembre era la construcción y acumulación paulatina de una serie de injusticias, parece bastante lógico ese desenlace emblemático: el ataque también al poder donde la justicia debía haber estado y no lo hizo, al poder que representaba la garantía última de un orden donde reinara la igualdad, la libertad y el bien común.

De este modo, la política retornó a las calles y éstas se convirtieron en espacios públicos para una diversidad de demandas, algunas que apelaban a nuevas modalidades de institucionalidad que priorizaban la autoorganización y autogestión pero, también, requerimientos de normalización estatal, es decir el regreso de un Estado que garantizara el orden pero que ya no podría ser el mismo que había sido derribado. De allí que el 2001 tenga que ser comprendido también en relación con lo que ocurrió en 2002 y con la manera en que posteriormente se recreó la legitimidad democrática. Indudablemente las huellas de lo pasado no lo fueron en el desierto, la dinámica social incorporó e hizo posible muchas de las reivindicaciones que de otro modo nunca hubieran sido pensadas; los tiempos de esas concreciones fueron y serán diversos, sin embargo nuevos sentidos públicos se abrieron paso entre los escombros de final de siglo.

Por Mónica Gordillo
Profesora Titular de la FFyH
Investigadora Independiente de CONICET

1 Cfr. Mónica Gordillo, Piquetes y cacerolas.elargentinazode 2001. Buenos Aires, Sudamericana Colección Nudos de la historia, 2010

2 En efecto, la denominación fue levantada por el PCR en los ´70 bajo la consigna: “ni votos, ni botas, argentinazo”. La lista de “azos” es larga, los más emblemáticos, sin pretender ser exhaustiva, son los que integraron el ciclo de protestas iniciados en 1969: cordobazo, rosariazo, choconazo, tucumanazo, catamarcazo, viborazo, rocazo, mendozazo, entre otros.

3 Charles Tilly Violencia colectiva. Barcelona, Hacer, 2007

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