La pasión crítica

alberto-giordanoAlberto Giordano presentó el 31 de marzo los libros «El discurso sobre el ensayo en la cultura argentina desde los 80» y «Roland Barthes. Los fantasmas del crítico«.  La actividad se desarrolló en el Museo Genaro Pérez y la presentación se realizó en el marco de las charlas Formas del pensamiento crítico que lleva adelante el equipo de investigación Arte, escritura y pensamiento contemporáneo: experiencias, críticas y prácticas estéticas del CIFFyH.

En esta entrevista, el escritor Carlos Surghi conversa con el autor, quien profundiza sobre la obra de Barthes, opina sobre el estilo y la subjetividad, dando cuanta además por qué en un ensayo importan más las interrupciones y los desvíos, como rastros de un deseo de saber que no se conforma con lo conocido.


A lo largo del tiempo Alberto Giordano ha ido construyendo una forma de leer que es tal vez una de las más singulares en el panorama de la crítica literaria argentina y latinoamericana. Esta consiste en ejercitar el pensamiento crítico haciendo uso no sólo de los objetos de la literatura que le resultan interesantes, sino también desde lo que éstos pueden ganar al ser sometidos a una preferencia, a cierta distinción, a la simple necesidad de desear una impronta de originalidad ante el consenso académico que se obstina en excluir la experiencia de lectura como principal herramienta del crítico.

En los inicios de los años 90’, lo que a simple vista parecía una reunión de nombres opuestos, en realidad escondía una secreta afinidad que la perspicacia de lector –ejercitada por Giordano en una revista señera como Paradoxa– ya detectaba. Por ese tiempo Borges y Masotta son el origen de una forma que se traduce en los modos en que el ensayo propone sus verdades relativas, sus saberes fundados en lo intempestivo como elogio del escepticismo. Pero también, esos modos son una forma de no reducir el objeto de estudio. Lo que interesa entonces al crítico es aquello que la literatura puede como tal, es decir lo que la literatura puede representar, negar y postular como realidad, ya que en ello está lo que aún la hace existir de un modo inesencial –siguiendo las lecturas que Giordano hace de Blanchot y Barthes a mediados de los años 90. Pero también, en esa singular manera de interpretar y desplegar una inquietud –al fin y al cabo la crítica es eso, inquietudes de un lector– Giordano ha sabido poner en discusión temas que parecían lejanos al interés de las investigaciones académicas que a mediados del año 2000 se sostenían sobre una legitimación metódica antes que sobre una innovación cultural. Sus últimas reflexiones sobre la subjetividad, la experiencia de lo íntimo y la obsesión de una figuración constante por parte de quien escribe en el indiscernible terreno de lo autobiográfico, le han permitido acuñar una fórmula de lectura que sitúa en el medio de la discusión un término marcado: el yo, eje central del giro autobiográfico que ha signado la literatura de estos últimos años. Tal vez ese yo, negado, inexistente, arbitrario pero dueño de las afecciones que impulsan el deseo de escribir, ha ganado tanto terreno que para Giordano se ha vuelto una práctica, y este año, se verá editado bajo el título El tiempo de la convalecencia. Fragmentos de un diario en Facebook.  

En esta ocasión Giordano ha editado dos libros que pueden leerse como una historia de las pasiones de la crítica argentina: el ensayo y Roland Barthes. El primero, El discurso sobre el ensayo en la cultura argentina desde los 80 (Santiago Arcos Editor) reúne una serie de textos que piensan el controversial género desde sus características en cuanto a forma y su hospitalidad con otros géneros y otros modos de pensar, pero sobre todo desde su alcance en el terreno de las ciencias sociales, para las cuales el ensayo supondría un verdadero desafío. De este modo Christian Ferrer, Nicolás Casullo, Gregorio Kaminsky, junto a otros ensayistas forman parte de un libro que expone el itinerario de una práctica discursiva. En el caso de Barthes, Giordano ha realizado una selección cuyo interés se orienta en su gran mayoría hacia una delgada línea de frontera donde la crítica y el deseo de escritura prefiguran Roland Barthes. Los fantasmas del crítico (Nube Negra). Daniel Link, Sandra Contreras, Silvio Mattoni, entre otros, iluminan las múltiples pasiones de Barthes como lo son lo neutro, lo novelesco, o lo analítico afectivo en su discurso crítico.

– En varios de los textos que reunís en El discurso sobre el ensayo por momentos lo singular del género es la construcción del estilo, el vínculo que a través de él puede darse entre conocimiento y subjetividad, o la posibilidad de plantear modos de ser frente a la demanda de verdad que, en el caso del ensayo literario, y más precisamente pensado en Borges, alguna vez denominaste como “literaturización del saber”. ¿Existiría entonces por parte del consenso académico, que resistió y resiste al ensayo, cierta incomodidad ante el estilo como un modo justamente de saber, de exponer la presunción de verdad, de relativizar lo que podemos expresar? ¿Hoy en día tiene algún valor el estilo?

– “Estilo” es, como se sabe, un concepto anacrónico y equívoco. Tal vez por eso pueda servirnos para pensar los alcances y las potencias del ensayo como forma de interrogar e impugnar las supersticiones epistemológicas en las que se sostiene la reproducción académica, es decir, burocrática, de los conocimientos que se producen en el campo de las humanidades y las ciencias sociales. (Las “supersticiones” –dice Deleuze que decía Spinoza- no son creencias falsas, sino creencias que debilitan la capacidad de actuar de un cuerpo, que lo alejan de lo que quiere. Las supersticiones de la objetividad y la eficacia demostrable, que son el substrato moral en el que están emplazados los criterios de valoración que regulan, desde hace décadas, la reproducción académica, son creencias que debilitan las potencias de imaginar lo entredicho, de inventar sentidos anómalos, son creencias que apartan al ensayista del deseo de ponerse a prueba y de sacudir la estabilidad de lo conocido.). El concepto de estilo parece apropiado para pensar la fuerza crítica del ensayo, y entender por qué las morales académicas lo rechazan, si lo pensamos menos en los términos de las huellas individuales que una subjetividad deja sobre la superficie de los discursos, que desde el punto de vista de los rastros que dejan en la trama de conceptos y definiciones que individualizan una disciplina las tentativas de articular la singularidad de las experiencias lectoras con la generalidad de los saberes a los que se recurre para exponerlas, tentativas que no pueden no fracasar. Se podría decir que el estilo de un ensayista es el de su modo intransferible de fracasar exitosamente en el intento de articular concepto y experiencia (“exitosamente”, porque solo alcanzamos a saber algo auténtico sobre aquello que nos interesa cuando fracasan los protocolos que lo reducen a objeto de conocimiento). Se entenderá entonces por qué en un ensayo importan más las interrupciones y los desvíos, como rastros de un deseo de saber que no se conforma con lo conocido y conocible, que las conclusiones y la transferencia de resultados objetivables.

– En el “Prólogo” a El discurso sobre el ensayo exponés que si su naturaleza es no reduccionista lo es por oposición a la naturalización del saber entendido como totalidad, como sistema de pensamiento en la cultura. Es más, proponés entender al ensayo como “un desafío ético del pensamiento crítico” pues se debe cuidar lo impensable que siempre violenta el curso de la razón especulativa. ¿Qué sería hoy en día para el ensayo lo impensable? ¿De qué debe cuidarlo la ética del ensayista?

– Lo impensable sería la reserva de indeterminación y ambigüedad que sobrevive en cualquier discurso asertivo, en cualquier discurso que se arroga el poder de decir lo verdadero. Algo que se lee pero no se reconoce, de cuya existencia sólo puede darse un testimonio indirecto, conjetural. De esa reserva, que habla, silenciosamente, de las inclinaciones y los intereses afectivos que mueven a cualquier tentativa de saber (incluso, o sobre todo, a las que manifiestan pretensiones de objetividad), los protocolos de la comunicación académica no tienen nada para decir porque eligen desconocerla. Sólo el ensayo, en tanto busca los modos retóricos de entrar en intimidad con lo que los discursos sociales y las experiencias estéticas desconocen de sí mismos, puede dar pruebas de la presencia de lo impensado y de su fuerza crítica, fuerza que hay que evaluar en términos de descomposición de los sentidos comunes teóricos (los que borran la singularidad de lo existente –que es lo que le interesa al ensayista- para imponerle una estabilidad moral que lo domestica). Se podría decir que la escritura del ensayo, en la que un lector solitario imagina respuestas para las señales que le hacen unos objetos solitarios, es siempre un testimonio de la no complementariedad y la no contemporaneidad entre enunciado y enunciación, de que el sentido nunca está dado y sólo puede inventarlo quien sepa poner en juego, poner a prueba, sus facultades intransferibles para pensar en la escritura.

– Hay una política del ensayo que consistiría en no constatar sino más bien interpretar. La recopilación de textos que llevas adelante da cuenta de ello, pues cada uno responde a un lugar y un sujeto de enunciación que se interroga sobre una forma, desde por ejemplo Beceiro, Sarlo y Grüner en los años ochenta con el lento proceso de normalización académica luego de la dictadura, hasta Mattoni, González y Ritvo, cuando el ensayo ya ocupa la discusión académica. ¿Podríamos afirmar entonces que la riqueza del género está en las ocurrencias conceptuales del yo y sus circunstancias no sólo históricas, sino también afectivas que lo vinculan con lo íntimo, lo autobiográfico, la experiencia misma?

– Creo que en las respuestas anteriores, cuando me referí al interés del ensayo por los afectos impensables que mueven secretamente a cualquier tentativa de saber, y cuando valoré la importancia del estilo como modo intransferible de fracasar exitosamente, me anticipé, en parte, a la formulación de esta pregunta. Puedo, de todos modos, agregar algo, tomando prestada una ocurrencia de Horacio González, a quien me gusta caracterizar como el protagonista más audaz y consecuente del proceso que llamo “discurso sobre el ensayo en la cultura argentina de las últimas décadas”. Dice González en su “Elogio del ensayo”, de 1990, que la forma ensayística configura una “tenue membrana” entre la escritura de y para sí mismo y la “inteligibilidad pública”, una membrana, a la vez íntima y comunitaria, entre lo privado y lo público. Cuanto más se arriesga a experimentar su propia rareza, a intervenir en el campo del saber desde la perspectiva de lo que lo conmueve –por la vía del placer o del goce-, más posibilidades tiene el ensayista de hacernos conocer, en detalle, cómo funcionan socialmente las interpretaciones culturales que dominan una época, esas interpretaciones que imponen su dominio en tanto neutralizan o desconocen cualquier experimento con lo singular. El ensayo es al mismo tiempo una experiencia de lo íntimamente desconocido de una subjetividad en trance de saber qué la inquieta y una microfísica de las fuerzas discursivas que limitan ese ejercicio mediante la imposición de sentidos y valores consensuados. Un saber de lo convencional a partir de las fricciones que provoca lo anómalo.

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– A cien años del nacimiento de Barthes uno siente la tentación de afirmar que el dios que se oculta en los detalles, lo fragmentario como posibilidad de una totalidad inaccesible, o los signos como orden de lo afectivo son los aportes con los que este pensador francés cambió el horizonte de expectativas en la crítica literaria. ¿A qué creés que se debe la fascinación por Barthes en nuestro país?

– Por un lado, la lectura y la “importación” de Barthes permitió reformular y revitalizar la tradición del ensayo crítico, tradición muy rica en la cultura argentina, después de su debilitamiento, en los 60, por obra de la especialización y la tecnificación de las humanidades y las ciencias sociales. En la obra de Barthes nuestros críticos encontraron – continuan encontrando- una imagen fascinante del intelectual como escritor, que interviene en la arena de las discusiones culturales haciendo un uso estratégico e irreverente de las teorías, para reclamar por los derechos de una subjetividad incierta como punto de vista desde el que procesar cualquier saber y definir cualquier criterio de valoración (lo de “subjetividad incierta” remite a la idea de que el ensayista es aquel que escribe, menos porque ya sabe y busca cómo comunicarlo, que porque quiere saber, sobre el tema de que se ocupa, pero también sobre sí mismo, sobre la potencia de sus facultades retóricas y sus inclinaciones afectivas para especular sobre determinados temas). Por otro lado, en Barthes la crítica argentina moderna encontró perspectivas más lúcidas y sutiles que las consabidas (las que tiene que ver con la lógica del “desenmascaramiento”) para practicar la crítica ideológica –uno de los ejercios que acaso la definan desde sus comienzos “contornistas”: todo lo que Barthes pensó y escribió sobre el poder totalizador y homogenizador de los estereotipos, sobre el carácter gregario y reductor de los signos y sobre las arrogancias de los discursos asertivos, se convirtió en una caja de herramientas extraordinariamente operativa para la interpretación política de la discursividad social.

– En varios de los textos que conforman Roland Batrthes. Los fantasmas del crítico hay un abierto favoritismo por lo que suele denominarse el último Barthes, el que lee a Proust, el que participa en Tel Quel, el que luego de la muerte de su madre se obsesiona con la idea de escribir una novela. ¿Podríamos decir que a un mismo tiempo Barthes es anacrónico y moderno pues toda su obra tal vez esté atravesada por el egotismo como impulso de escritura?

– Una observación preliminar: no estoy de acuerdo con segmentar la obra de Barthes en sucesivas etapas (el “primero”, el “estructuralista”, el “ultimo”), como si se tratara de un continuo que se fue desplegando según cambiaban los contextos culturales. Me parece más conveniente pensarla en términos de mutación de “edades”, como un proceso vital pautado por recomienzos e interrupciones, por insistencias y variaciones. Lo que insiste e impulsa la variación tiene que ver casi siempre con el modo en que se configura la tensión entre perspectivas heterogéneas. Por ejemplo, la tensión –a la que alude la pregunta- entre la voluntad de afirmar los valores de la literatura como práctica vanguardista, que transgrede el horizonte de la tradición, y el deseo de experimentar lo que hay de intempestivo en su anacronismo y su inactualidad. Es, si se quiere, la tensión entre los intereses “terroristas” del crítico que actúa como un militante de lo Nuevo (de Robbe-Grillet a Sollers) y las inclinaciones de un lector que descubrió en la literatura fuerzas de suspensión y desplazamiento que le permiten neutralizar las intimidaciones de las morales culturales (tanto de las que reclaman identificarse con valores tradicionales, como de las que buscan inmovilizarlo enlazándolo a la euforia modernista). En el Barthes obsesionado con el proyecto de escribir una novela y asumir los retos y los placeres de una Vita Nuova, esta tensión alcanza tal vez su máxima intensidad. El crítico fantasea con salirse de la Cultura, del entramo de conflictos morales que impone la actualidad, a través de la metamorfosis de su escritura en literatura. En las ensoñaciones teóricas de Barthes, esa metamorfosis supone la asunción jubilosa del egotismo –la escritura de sí mismo- pero con miras a su trascendencia, en el sentido, no de la alienación en lo colectivo, sino de la experiencia renovadora de lo íntimo.

– Por último, y siguiendo ese ámbito afectivo de los signos, ¿existe una primera vez con Barthes, una escena de lectura iniciática que quieras contarnos?

– Me encontré con la obra de Barthes casi por casualidad en 1978, mientras cursaba el segundo año de la carrera de Letras. Crítiva y verdad era uno más entre los libros que conformaban la bibliografía -demasiado extensa y poco criteriosa- de una asignatura “metodológica”. En ese momento se convirtió en uno de los libros de mi vida, por la transformación exitencial que propició. La lectura de Crítica y verdad me descubrió la posibilidad de un modo de dialogar con la literatura en el que convergen el placer de la conceptualización y la construcción de sistemas, las astucias argumentativas, los afanes de la polémica y el arte de manifestar, discretamente, entre palabras que ambicionan saber, la presencia -desconocida para sí- de la sensibilidad del lector. Leyendo este libro, por voluntad de imitación, comencé a convertirme en crítico. Lo que Barthes me reveló –y no deja de revelarnos- es la convicción doble de que el crítico también es un escritor, porque mantiene una relación problemática e intensamente afectiva con el lenguaje, y que la crítica no debe pensarse como un metalenguaje sino como un ejercicio inmanente, retórico y ético, en el que se ponen a prueba qué puede la literatura sobre las convenciones culturales y con qué facultades cuenta el crítico para responder activamente a ese poder.

Entrevista: Carlos Surghi

 

 Alberto Giordano: nació en Rufino en 1959. Es Doctor en Letras, Investigador del CONICET, Director del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria y Profesor de la Universidad Nacional de Rosario. Ha publicado los libros de ensayo El pensamiento de la crítica (2016) La contraseña de los solitarios. Diarios de escritores (2012)Vida y Obra (2011), El giro autobiográfico de la literatura argentina actual (2008), Una posibilidad de vida. Escrituras íntimas (2007), Modos del ensayo. De Borges a Piglia (2005), Manuel Puig, la conversación infinita (2002), Razones de la crítica (1999), Roland Barthes. Literatura y poder (1995), La experiencia narrativa (1992) y Modos del ensayo. Jorge Luís Borges – Oscar Masotta (1991).

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