Re-memorar Trelew: la violencia represiva estatal, antes y después del 22 de agosto de 1972

Por Leandro Inchauspe |
Docente de la Escuela de Historia – FFyH/UNC.

El 15 de agosto de 1972, Argentina atravesaba una dictadura que prohibía la actividad política, sindical y mantenía, luego de 17 años, la proscripción del peronismo. Ese día, un numeroso grupo de presos políticos, en su mayoría militantes guerrilleros, copaban el penal de Rawson, donde se encontraban cerca de doscientos detenidos por razones políticas, gremiales, estudiantiles y sociales. El audaz operativo debía completarse con la fuga de más de un centenar de presos en vehículos y camiones en manos del grupo militante que operaba fuera del penal, para abordar luego un avión de línea previamente copado y desviado al aeropuerto de Trelew, con la intención de escapar al Chile gobernado entonces por el socialista Salvador Allende.

Sin embargo, un error en la comunicación derivó en el retiro de los vehículos, la salida exitosa de los primeros grupos, aunque solo el primero – integrado por los principales dirigentes – Mario Roberto Santucho, Domingo Menna, Enrique Gorriarán Merlo, del Ejército Revolucionario del Pueblo; Roberto Quieto, Marcos Osatinsky, de las Fuerzas Armadas Revolucionarias y Fernando Vaca Narvaja, de Montoneros – llegará a abordar el avión. Pero un grupo de 19 no alcanzó a hacerlo, se atrincheraron en el aeropuerto donde brindaron una conferencia de prensa, convocaron a periodistas y funcionarios judiciales, intentando negociar condiciones de rendición que les garantizaran mantenerse con vida. Pese a ello, en lugar de ser devueltos al penal, fueron trasladados a la base aeronaval Almirante Zar, dependiente de la Armada. En la madrugada del 22 fueron ametrallados, perdiendo la vida Carlos Astudillo, Rubén Pedro Bonnet, Eduardo Capello, Mario Emilio Delfino, Alfredo Kohon, Susana Lesgart, José Ricardo Mena, Clarisa Lea Place, Miguel Ángel Polti, Mariano Pujadas, Carlos Alberto del Rey, María Angélica Sabelli, Humberto Suárez, Humberto Toschi, Alejandro Ulla y Ana María Villarreal de Santucho. Lograron sobrevivir Alberto Miguel Camps (asesinado en un enfrentamiento con fuerzas represivas en 1977), María Antonia Berger (desaparecida en 1979) y Ricardo René Haidar (desaparecido en 1982).

La repercusión en Córdoba fue muy importante. Desde el día 16 el tema se instala y una gran cantidad de “bombas molotov y de estruendo” explotaban en residencias de oficiales de las fuerzas armadas, centros de suboficiales retirados, círculos de suboficiales de aeronáutica, entre otros espacios representativos de la dictadura. La CGT Regional Córdoba responsabiliza en un comunicado, “al gobierno y a las Fuerzas Armadas por la integridad física de los presos (…) entre ellos el propio secretario adjunto de esta CGT, compañero Agustín Tosco” (1)

Cuando se conocían más precisiones, se difundió que uno de los fugados, Domingo Menna, de 25 años, estudiante, estaba a disposición del Juzgado Federal número 1 de la Provincia de Córdoba, luego de haber sido detenido en nuestra ciudad a comienzos de 1971. No era el único con una fuerte vinculación con Córdoba: los militantes de las FAR Carlos Astudillo, Alberto Miguel Camps, Alfredo Kohon, y la sobreviviente María Antonia Berger y el montonero Mariano Pujadas, eran oriundos de, y/o habían sido detenidos en Córdoba. Así como los integrantes del ERP, Santucho, Gorriaran Merlo, Toschi y Ulla, detenidos el 30 de agosto de 1971 cerca del club Atenas; Ana María Villarreal de Santucho y Domingo Menna, también detenidos en esta ciudad, y Miguel Angel Polti, nacido en Morteros, hermano de uno de los primeros caídos de esa organización en nuestro ámbito, a fines de 1970.

La tensión llegó a su pico máximo cuando se anunció, con grandes titulares, “Diecinueve guerrilleros fueron protagonistas de un sangriento intento de evasión en Trelew”.

La respuesta en el mismo día en que se conocía la trágica noticia de los fusilamientos fue contundente; se produjeron tomas por parte de estudiantes y trabajadores del Hospital de Clínicas, el Comedor Universitario y la Facultad de Arquitectura, de barricadas en Belgrano y 27 de abril. Al día siguiente, se tomaron extremas medidas de seguridad por parte de las autoridades, que no alcanzaron para impedir la continuidad de los incidentes en Camino a San Antonio (cerca de Ciudad Universitaria), tomas del Clínicas y el Hospital Rawson, y actos relámpagos en la zona céntrica, donde se arrojaron bombas molotov y se enfrentaba a la policía. Por su parte, la CGT ofrecía su sede para velar a los cordobeses muertos, declaró un paro por dos horas ese mismo día en repudio al accionar de las Fuerzas Armadas y lanzó la convocatoria a un acto público y un paro de 14 horas para el 25. Un día antes, el 24, se trasladaron a esta ciudad los restos de los guerrilleros asesinados: Astudillo, Pujadas, Toschi, Lesgart, Polti y Kohon. La réplica gubernamental fue clausurar la central sindical y detener a los dirigentes, lo que junto a la intensidad de las medidas represivas en los días siguientes terminaron por aplacar, violentamente, la movilización popular, sin por ello lograr impedir el éxito del paro del viernes 25.

Es notable cómo a partir de este hecho, los diarios silenciaron las referencias a las organizaciones armadas en sus crónicas. Eufemismos como organización, grupo o agrupación extremista, comenzaban a emplearse sin distinguir ya entre diferentes organizaciones armadas.

No se trató, por supuesto, del primero ni el último caso de matanza estatal de disidentes políticos. Tomando el inicio del siglo pasado, en 1909 se produjo la Semana Roja en Plaza Loria (Buenos Aires) donde hubo 14 obreros muertos y 80 heridos por la policía; en 1919 la Semana Trágica, iniciada en los talleres Vasena con el saldo de 700 muertos y 4000 heridos. En 1920-1922, los hechos de la Patagonia Trágica, donde hubo entre 1000 y 1500 obreros asesinados; y casi en los mismos años la violencia del ejército contra las huelgas de los trabajadores de los obrajes quebracheros de La Forestal en Chaco y Santa Fe. En 1924, la masacre de Napalpí en Chaco (recientemente juzgada) donde 500 indígenas fueron asesinados. Más avanzado el siglo, en junio de 1955, en un intento de golpe contra el gobierno constitucional de Juan Domingo Perón, se produjo el bombardeo a Plaza de Mayo con 308 muertos, y en el año 1956 los fusilamientos de civiles y militares peronistas en José León Suarez, dejando el saldo de 33 muertos, genialmente inmortalizados por Rodolfo Walsh en su investigación Operación Masacre.

Más cerca del hecho que estamos rememorando está el Plan Conintes, por el cual el gobierno de Arturo Frondizi (1958-1962) respondía a las huelgas del movimiento obrero peronista aplicando la disciplina militar a los trabajadores en conflicto. Fue en 1962 cuando se produjo la probablemente primera ‘desaparición’ de un militante: Felipe Vallese, de la Juventud Peronista, muerto en la tortura policial y su cadáver desaparecido para borrar evidencias.

Luego, desde el 28 de junio de 1966, la dictadura del general Onganía, la primera planificada bajo la inspiración de la Doctrina de la Seguridad Nacional para convertir a los ejércitos latinoamericanos en gendarmes internos de la Guerra Fría librada contra el comunismo, producía a manos de la policía de Córdoba el asesinato del obrero y estudiante Santiago Pampillón frente a Cinerama, el 12 de septiembre de ese año. Solo por mencionar los casos más resonantes, seguirían la obrera de la zafra tucumana, Hilda Guerrero de Molina, un año después, el estudiante Juan José Cabral en Corrientes, Adolfo Ramón Bello en Rosario, y el obrero mecánico Máximo Mena, nuevamente en nuestra ciudad, en lo que sería el inicio de las jornadas del Cordobazo, en mayo del 69.

Será precisamente a partir de aquella jornada de lucha popular, combinada con la aparición de las grandes organizaciones guerrilleras que disputan el monopolio de la fuerza con el Estado, el momento en el cual aparece un cambio cualitativo de importancia en la represión estatal. Hasta entonces, las desapariciones eran intentos de esconder las evidencias de casos de muertes en la tortura policial o militar, pero a comienzos de los 70 aparece la metodología que será llevada hasta el paroxismo a partir del 24 de marzo de 1976: secuestrar para asesinar, extrayendo previamente información mediante la tortura, para alimentar el ciclo represivo. El historiador Roberto Pittaluga señala que los hechos de Trelew mostraban ya innovaciones en las formas represivas: el fusilamiento se realiza a la vista, no en descampados como en José León Suarez, en una institución estatal como lo es un cuartel militar.

No nos detendremos en el sistemático asesinato de militantes populares que llevó a cabo el terror de Estado de la última dictadura, cuyo pico se dio durante los años 1976 y 1977 y se extendió hasta 1979; aquí interesa mencionar que también se defendió con la represión y el asesinato oficial cuando la presión de la movilización popular comenzó a jaquearla: un muerto por balas policiales en Mendoza durante el paro con movilización de la CGT el 30 de marzo de 1982 (pocos días antes de Malvinas), el asesinato del trabajador Dalmiro Flores en la masiva movilización multipartidaria y multisectorial del 16 de diciembre del mismo año, los asesinatos de los dirigentes montoneros Raúl Clemente Yaguer en abril de 1983 y de Osvaldo Cambiasso y Eduardo Pereyra Rosi en mayo de ese año.

Como sabemos, la democracia tampoco significó el final del asesinato político estatal. Dan cuenta de ello los 14 muertos (no hay confirmación oficial del número) a lo largo del país durante los saqueos de la hiperinflación de 1989; la represión y asesinatos frente a las primeras protestas contra la reconversión neoliberal del modelo capitalista, que se inició en el interior de nuestro país con el asesinato de Víctor Choque en Tierra del Fuego en 1994, de Teresa Rodríguez en Cutral Có en 1997; en Corrientes en 1999 contra la organización Aníbal Verón, y las represiones en Gral. Mosconi  en 2000 y 2001, que culminarían con los asesinatos televisados casi en vivo en la Plaza de Mayo en las jornadas del 19 y 20 de diciembre de ese año, y seis meses después los de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, el 26 de junio de 2002, que liquidaron los sueños del presidente interino, Eduardo Duhalde, de continuar al frente del gobierno. Menos de cinco años pasaron de aquella cacería de la policía federal y la bonaerense en la Estación de Avellaneda hasta que la policía de Neuquén asesinó al maestro Carlos Fuentealba, en abril del 2007, en el marco de una protesta docente que el gobernador Jorge Sobish había mandado a reprimir, y, más cercanos en el tiempo, los casos de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel, ocurridos durante el último experimento neoliberal sufrido en nuestro país con Mauricio Macri a la cabeza.

¿Por qué re-memorar Trelew, a cincuenta años de los hechos? ¿Para qué volver a recordarlo desde la universidad pública?

Creemos que no solo nos obliga el compromiso con jóvenes y no tan jóvenes, argentinos y argentinas que lucharon por la justicia en el pasado. Lo cual sería, ya, razón suficiente. También lo hace el crecimiento, cada vez más desembozado en algunos medios de comunicación y en varias manifestaciones opositoras, de un discurso que vuelve a clamar muerte. De una iconografía que simula a la muerte y el asesinato – bolsas de cadáveres, guillotinas – que resurgen para anunciar lo que se quiere hacer con quien piensa distinto. De notas que aparecen en centenarios diarios nacionales, refiriendo sin tapujos a proyectos de reformas laborales de ex presidentes con metáforas mortuorias: “Lo que piensa Mauricio Macri (…) el modelo sindical es incompatible con el desarrollo. Piensa que con los gremialistas hay que hacer lo que se hace con los caballos cuando tienen una lesión incurable: sacrificarlos con el menor sufrimiento posible” (2)

Frente a todo ello, tenemos la responsabilidad de alzar la voz, una voz que viene desde el pasado en nuestro caso, para decir rotundamente que no, que no queremos más muertes de militantes populares, ni de nadie, a manos del Estado.


  1. (La Voz del Interior, 16/08, página 9)
  2. Diario La Nación, 17/08/2022, “El fin de la fantasía y la era de las imposturas”