La educación en las cárceles

DSC05905Mariano Gutiérrez, abogado y miembro de la Asociación Pensamiento Penal, estuvo en la FFyH, participó en mayo en la mesa de discusión sobre Seguridad, Derechos Humanos y Universidad Pública junto a Eduardo Rinesi. En esa oportunidad, mantuvo este lucido dialogo con Francisco Timmermann, del Programa Universitario en la Cárcel, sobre la función de la educación en contextos de encierro.

Mariano Gutiérrez es miembro de la Asociación Pensamiento Penal, que organizó la campaña #NoCuentenConmigo cuando hace unos meses se “pusieron de moda” los linchamientos y hasta tuvo su momento mediático cuando se cruzó con Carlos Maslatón (un abogado que está a favor de los linchamientos) en el programa Duro de Domar. Sin embargo, Gutiérrez tiene una amplia foja académica (es docente de la cátedra de Sociología del Control Social en la UBA y de Criminología en las universidades de Lomas de Zamora y de Belgrano; además es investigador del Instituto Gino Germani  de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA) y es autor de numerosas publicaciones relativas a políticas de seguridad, criminología y educación en contextos de encierro, entre las que se destacan “La necesidad social de castigar” (2006), “Derechos y sistema penal: La dimensión jurídica de las prácticas educativas en contextos de encierro” (2010) y “Lápices o Rejas: pensar la educación en contextos de encierro” (2013).

DSC05908El 15 de mayo, Gutiérrez participó en la mesa de discusión sobre Seguridad, Derechos Humanos y Universidad Pública, organizada por la Secretaría de Extensión, la Secretaría de Asuntos Estudiantiles, el Programa Universitario en la Cárcel (PUC) y el Programa de Derechos Humanos de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la UNC, junto con Eduardo Rinesi (rector de la de la Universidad Nacional de General Sarmiento), pero antes dialogó con Francisco Timmermann, quien trabaja en la coordinación del PUC, sobre la función y los sentidos de la educación en las cárceles.

– En un artículo reciente planteas, en el marco de la discusión por el anteproyecto del nuevo código penal, que más allá de los discursos jurídicos y legitimantes, tanto los clásicos positivistas como los nuevos, y de las críticas, la cárcel se sostiene porque cumple una función simbólica en la sociedad, ¿podrías explicar un poco más este concepto?

– Se ha dicho mucho sobre la cárcel: que tiene efecto degradatorio, que destruye la personalidad, que imprime una identidad de delincuente que luego va a influir en la persona y de alguna manera se va a cumplir en la profecía autocumplida del delincuente reincidente. Se ha dicho también que todo el proceso penal está plagado de marcas de separación y también se ha dicho que las sentencias judiciales marcan jerarquías sociales entre los sujetos que están en conflicto. Pero en general, lo que no ha habido es una idea común que atraviese todos estos análisis que de alguna manera saque a la luz lo que tienen de común todas las instituciones involucradas en lo penal. El hilo común del sentido que une a todas las instituciones y que las convierte también en penales es la degradación. La degradación es la reafirmación simbólica de las posiciones subalternas. Esto admite muchos niveles de análisis. Desde el conflicto interindividual, donde el agredido necesita reafirmarse negando, reduciendo o degradando al otro. Esa lógica simbólica cuando se hace pública implica que se apoderen de las identidades de víctimas y victimarios algunos colectivos sociales y que sus propias necesidades de reivindicación propia y de degradación del otro se manifiesten en ese conflicto, porque los resultados de ese conflicto van a enviar un mensaje y van a marcar posiciones sociales sobre esos colectivos sociales más amplios. Eso hace que toda la dinámica psicosocial se anude en otro montón de problemas, por ejemplo, en distintas coyunturas históricas grupos sociales que sienten sensaciones de impotencia o de invulnerabilidad encuentran en el castigo del que señalan como su antagonista una reivindicación colectiva. Esto lo podemos ver en algunos casos muy curiosos que generalmente no merecen el repudio público en ese momento, pero el telón de fondo sobre estas funciones es el trabajo constante, capilar dirían algunos, es la misma práctica degradatoria pero sobre un cierto sector social, que generalmente son los jóvenes pobres desempleados. Bajo distintas identidades aparece el joven pobre desempleado, como el motochorro en un momento, los “menores” en otro momento, bajo distintas mascaras, pero siempre el sujeto que se persigue es el mismo. ¿Y por qué? Porque se lo construye como antagonista de otros valores del sector social que se supone adulto, responsable, con empleo y al mismo tiempo abnegado, sacrificado por obedecer la legalidad. Entonces se le imputa al sector antagónico ser un privilegiado, no tener códigos, no respetar los códigos mínimos de convivencia. La cuestión penal, en general, se construye en el discurso público de esta manera. Como dos sectores sociales en pugna. Ellos y nosotros. Y el “ellos” es un sector marginal que está representado por ese joven pobre desempleado. Entonces, todas las prácticas que atraviesan las instituciones penales, desde la policía hasta la cárcel, que están atravesadas por un montón de significados degradatorios, tienen un aval muy fuerte en esa búsqueda de legitimación de esos sectores sociales, que ven esa degradación del sector social inferior y antagónico una reafirmación propia.

Cuando analizás los discursos públicos que circulan, y de los cuales se aprovechan los medios en diferentes coyunturas políticas, vas a ver muy claro esa idea de que hay dos jerarquías sociales en juego. La autoafirmación agresiva del castigo del otro puede resolver temporariamente sentimientos de vulnerabilidad, de inferioridad propios, que no tengan que ver con ese acto de reafirmación.

Para entender la persistencia de las prácticas del sistema penal que consideremos negativas, están cumpliendo una función muy clara y estable y que tienen una demanda cultural que la exigen. Las marcas de la tortura en la cárcel no son un problema para esa mirada de las cosas, sino que son el apoyo material de esa práctica degradatoria. Se ha hablado mucho sobre la función simbólica del sistema penal, pero hay que tratar de establecerla en continuidad en todas las distintas etapas, incluso en la dimensión cultural de estas prácticas por fuera de las instituciones.

– Metiéndonos dentro la lógica del sistema penal y en particular de las cárceles, ¿qué función cumple la educación hoy y cual te parece que debería ser el rol de la educación en las cárceles?

Para entender la cárcel hoy, en general los que parten del discurso jurídico siempre suelen ver los análisis de las instituciones en dos polos: uno negativo y uno positivo. Incluso el discurso de los derechos humanos ve punitivismo, fuerza o brutalidad versus garantías individuales, pero eso no nos sirve para entender todos los discursos y racionalidades que hay en juego trabajando en la cárcel disputándose sentidos en las prácticas carcelarias. Habría que desdoblar esos discursos para ver cuáles son los que están en juego y cuáles estamos proponiendo también. Esta cárcel como lugar puramente punitivo y de castigo en el fondo siempre se legitimó y trató de encontrar un objetivo a partir de la resocialización, es decir de la cárcel no como castigo sino como maquinaria: la reprogramación de los sujetos para convertirlos en sujetos útiles a la vida social. Acá tenemos dos funciones muy distintas que en la práctica se cruzan y legitiman permanentemente. Luego, el discurso de los derechos humanos históricamente se ha planteado opuesto a estas dos racionalidades, sobre todo al punitivismo, pero hoy se da la paradoja que frente a la amenaza de que se viene la “cárcel deposito”, del castigo por el castigo mismo, hay una reivindicación del discurso de la resocialización de parte de los derechos humanos.

Quizás sean cuestiones estratégicas…

– Exacto, son formas de pensar lo carcelario que actúan estratégicamente y se van aliando entre sí dependiendo de las relaciones de fuerzas de cada momento histórico. Para pensar la educación en las cárceles en este esquema, creo que tenemos que construir una nueva racionalidad, porque no podemos caer en la trampa de este juego discursivo que siempre está en tensión. Históricamente desde la cárcel se ha pensado la educación como una más de las herramientas disciplinarias y de transformación o de resocialización. Es decir, parte de la maquinaria. El discurso puramente punitivo se resiste a la educación, no le interesa. Y el discurso de los derechos humanos, tal como se ha manifestado hasta ahora, entiende que la educación es parte de un derecho humano que les corresponde a todos los presos, que tiene que ver con sus garantías individuales. En este discurso, el único derecho válido es la libertad individual, tiene una matriz de pensar al preso a partir del liberalismo individualista. Por eso creo que es cómplice de esa lógica degradatoria. Porque todos los sujetos para el discurso jurídico de los derechos humanos somos un sujeto integral de garantías individuales y de derechos sociales. Tanto individuos como colectivos, y tanto depositarios del derecho a la libertad como del derecho a recibir educación, al trabajo. Que tienen el mismo nivel, y que de hecho no se puede entender uno sin el otro.

La educación, pensada en general, pensada como derecho universal, es un derecho social y colectivo, pero cuando pensamos la educación del preso volvemos a caer en ese discurso liberal individualista de que forma parte de la libertad individual. Lo que hay que pensar para proponer la llegada de la educación y de otras áreas sociales, como el trabajo y la salud, en la cárcel es desdoblar este discurso de los derechos humanos que hasta ahora ha sido captado por la razón liberal individualista y pensarlo con la lógica integral de los derechos humanos, tal como se piensan por fuera de la cárcel. Entender que ese sujeto preso también es sujeto de derechos sociales como cualquier otro que no está preso y a partir de ahí problematizar…

– Como era antes y lo será después

– Exacto, es un sujeto de derechos sociales porque es un sujeto. Porque es una persona, no porque este o no preso…

– Hay que despegar la lógica de los derechos de la lógica penal.

– Y esto implica no caer en las trampas de las promesas ni de la resocialización ni de la defensa de los derechos de ese preso a partir de las garantías individuales, sino justamente pensarlo a través de la lógica propia de los derechos sociales y de los derechos colectivos. Esa debería ser la nueva razón posiblemente transformadora. Si hay que pensar una manera creativa y novedosa de encarar lo carcelario, que al menos no repita los fracasos del pasado tiene que ser un discurso de los derechos humanos más integral, más sensible a las realidades prácticas y sobre todo a la concepción del sujeto de derechos humanos no solo como un sujeto de garantías individuales. Esa mirada generalmente se detiene en los muros de la cárcel, pero los muros son más porosos que nunca. La crisis institucional de lo carcelario está avanzando más que nunca, entonces tenemos que darnos cuenta de esto para fundar este nuevo paradigma.

– Entonces, ¿qué sentido tiene la educación dentro de la cárcel cuando sabemos que sigue siendo un engranaje más dentro de la ejecución de la pena?, que el servicio penitenciario sigue usando la práctica educativa como manera de “lavado de cara” de la institución penitenciaria.

– Mi respuesta es el corolario de las dos anteriores. Siempre tiene sentido la práctica educativa, pero pierde gran parte de ese sentido, sobre todo el sentido transformador, si caemos de vuelta en la promesa de la resocialización y si lo metemos en la lógica premial de que el sujeto puede cambiar para ser un sujeto dócil, “responsable”, obediente de la ley, es esperable que tengamos los resultados de siempre. Esa mirada de la educación está destinada a alimentar las mismas funciones que ya se han denunciado tantas veces. Si tiene sentido insistir en la educación en las cárceles es a partir de objetivos puramente educativos, es decir la misma que tiene fuera de la cárcel. Obviamente, es un contexto que plantea dificultades muy particulares. Eso es lo interesante y es la problemática que hay que empezar a abordar.

– ¿Cuáles serían los objetivos que deberían trazarse en ese contexto?

– Para que la educación sea verdaderamente un objetivo educativo tiene que estar despegada totalmente de los informes. Es cierto que en una institución tan fuerte y con una tradición tan arraigada de adaptar todos los discursos jurídicos y humanistas a sus propias prácticas, como es la cárcel, más allá de la educación se avanzan en otros lados intenciones gobernar problemáticas sociales desde áreas del Estado. Por primera vez hay una política social que incluye a la población carcelaria como un segmento particular de la población en general y esta es una mirada muy novedosa que todavía no ha generado prácticas propias que sepan resistir esa fuerza institucional de lo penitenciario para someterla a su propia lógica. Pero lo peor que podríamos hacer es abortarlas de entrada, que es lo que sucede muchas veces con algunos discursos desde las buenas intenciones.

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