“Cuesta pensar un libro sin una biblioteca”

Tomás Alzogaray Vanella, Agustín Berti y Gabriela Halac publicaron “La Biblioteca Roja. Brevísima relación de la destrucción de los libros”, que reconstruye  el proceso de búsqueda, desentierro y exhumación de los libros que Dardo Alzogaray y Liliana Vanella buscaron resguardar antes de su exilio mexicano en 1976. En esta nota hablan de la vigencia de los libros en un mundo cada vez más digital, y la repercusión que tuvo una historia que nos atraviesa como país y humanidad.

Tomás se paró al borde del pozo y no dudo: “Ya está, es esto”. Abajo, a metro y medio de su mirada emocionada, dieciséis bultos desgarrados por el paso del tiempo contenían el tesoro que sus padres guardaron bajo tierra para protegerlos de la barbarie y salvarse ellos mismos como dueños de lo que la dictadura clasificó como “material subversivo”. Habían sido cuatro días de trabajo intenso, removiendo toneladas de tierra al rayo del sol, en pleno enero y con sensación térmica de 40 grados. “No, no podemos dejar eso ahí, después de todo lo que hicimos para encontrarlos”, contraatacó Gaby, parte del proyecto desde la primera hora. Pero no había caso, es lo que sentía Tomás, superado por la situación. Acababa de encontrar lo que alguna vez fueron los libros que su papá, Dardo Alzogaray, y su mamá, Liliana Vanella, enterraron a principios del 76 para no quemarlos o tirarlos a un baldío o al canal. A Gaby se sumó Agustín, el tercer miembro del equipo, que arriesgó su opinión: “Para mí hay que sacarlos Tomi”. Pero éste se plantó, duro como los caparazones de tortuga que pinta y dibuja.

El resto del grupo que había participado del hallazgo, estudiantes de Antropología que se especializan en la tarea forense, y que no tenían una relación tan cercana con el dueño de casa, partieron a saborear el asado que Agustín había preparado. Gaby y Tomás se quedaron a solas al borde del pozo discutiendo el asunto. Cada uno tenía sus razones y fundamentos que defender. Hasta que Tomás aceptó: “Está bien, pero quiero una foto que registre esto, así como está. Una toma cenital”.

Entonces apareció Rodrigo Fierro, fotógrafo que se enamoró del proyecto y con su disparo preciso inmortalizó la imagen del tesoro de Dardo, Liliana y de toda una generación que se abrazó a los libros para cambiar el mundo. Los libros, ese objeto transmisión de conocimiento y de ideas que los gurúes tecnológicos profetizan tiene los días contados, habían vencido al tiempo, al horror, a la muerte y a la desaparición.

“Sentados sobre el pozo recuerdo lo que nos dijo Darío en el bar del Pabellón Argentina: ´tienen que entender que una excavación de este tipo es única, irreversible e irrepetible´. Sólo cuando estuvimos al borde del pozo, atónito entendí el porqué de la insistente aclaración de Darío. Se removieron las entrañas, desenterramos los años, allí se abrió un portal, brotaron las ausencias de la tierra como un géiser”, cuenta Tomás sobre la charla con el antropólogo Darío Olmo en el texto que abre la puerta a La Biblioteca Roja. Brevísima relación de la destrucción de los libros”, que escribió y compuso con Gabriela Halac y Agustín Berti. En ese primer texto, el hijo mayor de Liliana y Dardo, dos militantes en los ´70, docentes de larga trayectoria en las facultades de Filo y Artes una vez vueltos del exilio, tira pistas –no más que eso–, del porqué de un libro que intenta reconstruir una aventura personal y política que sigue abriendo surcos a medida que camina.

Después del agite que fue remover tierra y alma para encontrar la biblioteca enterrada por sus padres, Tomás Alzogaray Vanella abre las puertas de su casa-taller cultural para contar la experiencia del proyecto que ocupa buena parte de sus pasiones y que tuvo un impacto y rebote mediático que ninguno de sus tres autores imaginaron cuando encararon el desafío, hace ya tres años. No está solo, al comando de unos amargos lo acompaña Agustín Berti, amigo de juventud y miembro de un equipo interdisciplinario que puso a la historia patas arriba cuando presentaron el libro que recopila, en textos y en imágenes muy poderosas, el trabajo de reconstrucción testimonial y exhumación para recuperar los libros que Dardo y Liliana enterraron en 1976 para salvarlos – y salvarse-, del estado criminal que asoló el país hasta octubre de 1983. “Había una persecución del libro más que a la gente”, dice Dardo en la página 37 de “La Biblioteca Roja”, condensando la potencia transformadora del objeto que marcó el destino de miles de personas.

En 2014, los dueños de los libros enterrados en el patio de una casa de Villa Belgrano fueron entrevistados por Tomás y Gabriela en el mismo patio donde tres años después antropólogos, comunicadores, artistas y especialistas del lenguaje y la materia se obsesionaron en recuperarlos. Nacidos y criados entre libros, Tomás y Gabriela sentían la necesidad de saber qué había pasado con aquellos libros que habían sido escondidos. En 1984, regresados del exilio mexicano y cuando parecía que la primavera alfonsinista era el comienzo de un largo verano, Dardo y Liliana metieron pala a su patio con la ilusión de encontrar lo que habían dejado ocho años atrás. Pero lo que apareció de la tierra revuelta fueron algunos restos amojosados de lo que había sido un libro, y hasta un rifle carcomido por la humedad. Por razones materiales y también psicológicas decidieron dejar las cosas como estaban y dar vuelta la página. Al fin y al cabo, muchos de esos libros enterrados en la desesperación de seguir con vida habían regresado en las maletas desde México.

Pero la historia seguía renga y el fantasma de la biblioteca enterrada en el patio de los Alzogaray-Vanella revoloteaba la cabeza de Tomás, quien se topó con la persona indicada: “Tenía que ver con nuestras búsquedas. Gaby venía laburando la quema de los libros de su padre y yo empezaba a trabajar sobre la idea de enterrar para recuperar”.

A veinte días del segundo aniversario de la muerte de Dardo, Tomás camina por su taller con la firme intención de que su pequeña Bruna se duerma para poder contar esta historia. Hasta que lo consigue: “Siempre estuvo la idea de acercarnos al sitio, de convocar a los antropólogos, pero no estaban las condiciones ni el presupuesto. Al principio era el gesto y preguntarnos qué hacer con la tierra”, dice, lo que abrió la posibilidad para que Agustín se sumara al proyecto, porque sus investigaciones en Conicet giran en torno a la materialidad de la literatura y los distintos soportes de inscripción: “El proyecto del Ministerio de Cultura de la Nación requería un mínimo de 3 personas y nos lanzamos”, completa Agustín, profesor de la Facultad de Artes de la UNC e investigador del Instituto de Humanidades (IDH). Con el equipo completo, el proyecto llegó al lugar indicado.

Creer o reventar

“El subsidio salió el día exacto del primer aniversario de la muerte del Dardo. Una cosa impresionante, un dato tremendo”, dice Tomás y el mundo se le vino encima. No es para menos: el 29 de septiembre de 2016, un año después de que Dardo no resistiera una compleja operación de corazón, un funcionario del Ministerio de Cultura de la Nación llamó a su hijo para decirle que había ganado su proyecto. “Son situaciones que te llevan a pensar que existen cosas que suceden en otro plano…, esta fecha te lo hacen saber. Porque podría haber sido en el mismo mes, pero que haya sido el mismo día, y no sé si no fue a la misa hora, una cosa muy fuerte. Yo estaba en la escuela trabajando cuando me llamaron”.

Los recursos estatales cambiaron el proyecto original y permitieron incorporar al trabajo a estudiantes del Departamento de Antropología de la FFyH. Con el grupo completo, el 2017 arrancó con la excavación, desentierro y exhumación (Ver «No dejaba de ser un encuentro con el Dardo») y en marzo definieron el proyecto del libro. “El título se inspira un poco en la biblioteca quemada del papá de Gaby y otro poco, en el libro de Bartolomé de las Casas que habla de la destrucción de los libros de esas naciones mexicanas, además del tema del dolor y la tortura. Ese nombre era muy potente”, cuenta Agustín. No se equivocaban ni un ápice.

El libro, los libros

Luego de una semana de trabajo, dieciséis paquetes con libros envueltos en plástico y atados con hilos azules fueron desenterrados del patio de la casa de Dardo Alzogaray y Liliana Vanella, y presentados al público en Document/A Escénicas junto al libro que reconstruye este hallazgo. “La Biblioteca Roja. Brevísima relación de la destrucción de los libros” sacudió a los que esa noche se sentaron hasta en el piso para conocer esta historia y aportar las propias. La destrucción o desaparición de libros fue parte de una acción desesperada de miles de personas los días antes del golpe de Estado del 24 de marzo, y durante ese primer año de violencia estatal, el más criminal de los siete que le siguieron hasta la recuperación democrática. La exhumación de la biblioteca y su impacto mediático reveló que la decisión de Dardo y Liliana era parte de una historia colectiva escondida en la memoria de miles de argentinos para quienes la vida o la muerte estaba asociada al libro que leían o circulaban. “El libro como objeto de idea, como objeto para tener, era muy deseado, en esa época las bibliotecas se movían mucho. Cuando terminaba una manifestación y faltaba uno, inmediatamente se iba a la casa de esa persona y se recogía su biblioteca. También era una forma de hacer circular los libros, porque al recogerlos, muy factiblemente empezaban a circular y cuando el dueño venía ya no tenía los libros”, recuerda Dardo en la entrevista de 2014. Para él los libros no tenían dueño, iban y venían. De eso –y de otras cosas–, se trataba la revolución.

 

En un mundo donde lo audiovisual tiene una supremacía abrumadora sobre el resto de los formatos, y la tecnología es la religión del siglo XXI, la historia de unos libros enterrados fue una bomba difícil de imaginar y una invitación a reflexionar sobre el objeto que está condenado a desaparecer, según los profetas digitales. Profecía que en la casa de Tomás parece tardará en llegar, porque está tapizada de libros. Los hay de todos los tamaños, géneros y colores. De hecho, dicta un taller de arte y literatura. Lo mismo en el mundo de Gabriela, que escribe, edita y publica libros. Y Agustín no es la excepción: docente universitario e investigador de Conicet, los libros son el pan de cada día. Con esos antecedentes, la pregunta caía de maduro:

¿Qué son los libros para ustedes?

Los amigos se quedan mudos. Piensan, se miran, me miran. Lucen descolocados, hasta que Tomás reacciona con palabras que no salen desbocadas: “Hace rato que no lo pienso, no nos habían hecho esa pregunta, está buena”, confiesa mientras sus ojos se dirigen al amigo que consciente igual de sorprendido. “Son muchas cosas”, primerea Tomás. “En principio creo que nunca han sido objetos únicos, los libros siempre han estado en compañía de otros libros, lo que es una reflexión en sí misma. En mis recuerdos los libros nunca han estado solos, ya sea porque han estado con un autor que los acompaña, o con otros textos”.

Tomás viaja al pasado y su mente se detiene en una imagen poderosa: “Uno de los primeros libros que tuve fue el de Mitos y Leyendas Argentinas, que eran fábulas y que siempre estuvo cerca de otros libros, lo que me lleva a pensar que mis libros también estuvieron acompañados de los libros de mis viejos o de otros amigos. Siempre han estado en una relación directa, de comunión, con otros libros, por eso tengo un cariño profundo por ellos. Es como un objeto que me lleva a reflexionar sobre un derrame, no con la idea de lo económico, sino como algo que impregna y mancha las otras cosas, como una taza de café o aceite, contagia a lo que está alrededor. Y este cariño y amor profundo de los libros, que lo tengo desde mi primera infancia, de mis primeros recuerdos, tienen que ver con una sensación de una comunión, de un algo que no está solo, sino que transmite y comunica. No lo siento como un espacio que preserva, sino más bien lo otro. No me gusta mucho esa idea de los inexpugnables e intangibles, prefiero esta otra imagen del objeto que está acompañado y acompaña otras cosas, otros libros, y este te lleva a otro. De hecho es una de las cosas que siento como de profundo encuentro, que es algo que mi viejo y mi vieja hablan mucho en sus entrevistas. Esto de que las bibliotecas eran y son un espacio de circulación. Por eso me cuesta pensar un libro sin una biblioteca, sin otro libro. Y siempre hay un lector, no solo está el libro, sino un lector”.

Mucho más que texto

Los libros no son palabras ordenadas para explicar una idea o narrar una historia. Son mucho más, inclusive un libro que no se puede leer, como los encontrados en el patio de Dardo y Liliana. “El libro que publicamos es breve, sin mucho texto, pero tiene horas de discusión sobre el orden de los materiales, las imágenes, su disposición, su tratamiento. Rodrigo (Fierro) hizo un gran trabajo, probó colores, papeles, porque si en algo estábamos de acuerdo los tres es que uno de los males de la academia es creer que las imágenes son ilustraciones y el diseño algo trivial”, reflexiona  Agustín, y agrega: “El libro no es sólo el texto, es mucho más. Y la sobrevida de estos libros habla de que son mucho más que los textos que contienen, que su potencia está incluso en un libro que no se puede leer”.

Con la editora de viaje en España, Tomás se preocupa en resaltar que “el trabajo editorial de Gaby es muy cuidado, hay un trabajo colectivo y personal de ella sobre el libro objeto y poético. El libro se va descascarando y a la vez se va resignificando el largo proceso de discusión que tuvimos. Es una búsqueda política y poética, porque lo poético también es político. Hay una potencia poética en ciertos textos políticos. Aquí la comunicación está no solo en la escritura, lo visual tiene mucho espacio, ahí hay mucha textualidad para interpretar. Hay algo teatral en el libro, tienen un pulso que obliga al lector-espectador a incorporar ese material. Hay dramaturgia que busca provocar sensaciones a los lectores, que no solo están puestas en la palabra escrita”.

Para ambos, otra coincidencia es que “los libros no son una obra de arte, ni un objeto sagrado”. Mucho menos un objeto único, sino un vehículo que está en relación con otros, que provoca y propone una relación. Y aunque la tecnología busque reemplazarlos, los libros siguen ofreciendo una eficacia que ningún otro aparato-objeto ha podido sustituir. “El texto, la información pasa a ser trivial, pero el chiste de leer sin conexión a Internet no se pierde nunca, es un modo de preservación mucho más potente y menos dependiente de contextos volátiles”, aclara Agustín, cuya experiencia abre otras puertas a su investigación en Conicet.

Tomás, que trabaja en una biblioteca en contacto diario con alumnos del secundario, lo plantea en clave generacional: “Es muy relativo esto de que el libro va a desaparecer, difícilmente pueda llegar a ser borrado, hasta me parece irremplazable. La información sí puede ser reemplazada, pero el vínculo del ser humano con el libro todavía no ha sido ni puede ser reemplazado, porque hay una relación afectiva con la materialidad que lleva a la incorporación de esos contenidos de una manera distinta, que se mantiene viva. Esa relación afectiva es imposible de tener con una pantalla que constantemente está en movimiento. En el libro hay una recepción y una continuidad que no se pierde en el cambio de página, producto de la tecnología que desarrolló durante cientos de años. La relación es menos banal, inclusive cada uno tiene su fetiche con los libros. He regalado muchas veces el mismo libro”.

Aferrado a la misma historia que ayudaron a contar, Agustín se anima a ir más lejos: “Ni siquiera le pondría el ‘todavía’. El libro ha tenido historias tan trágicas que hacen que el objeto sea un objeto bastante resiliente, lo han matado tantas veces que no han podido”.

 


“No dejaba de ser un encuentro con el Dardo”

“Apareció”. El mensaje llegó al celular de Agustín, que se recomponía de una insolación en su casa luego de dos días de remover tierra a montones. Se lo había enviado Tomás, luego de que Flavia, una de las voluntarias, diera con el borde del pozo de cal que contenía los bultos con los libros enterrados hacía 40 años. “Ella hizo un sondeo en profundidad, aplicó la técnica, la sabiduría, la experiencia y algo tocó. Era la punta de un paquete, el primero, fue increíble, una fiesta, para todos una mezcla de emociones, pero para mí algo especial”, confiesa Tomás, que  camina por su taller para que su voz entrecortada le permita hablar. “No dejaba de ser un encuentro con el Dardo, fue raro ese día, porque al otro fue el desentierro de los paquetes con los libros”.

Tomás, Gaby y Agustín pensaban sacar los libros ese mismo día, pero había que volver a enterrar ese sondeo que hizo Flavia, y desenterrarlos al día siguiente. Igual, ese 10 de enero agobiante se brindó y se enterró todo. “Fue muy fuerte, yo estaba superado por la emoción, al otro día hicimos el desentierro completo, dieciséis paquetes. Fue el día de la discusión sobre qué hacer. Yo me había puesto en que se quedaba ahí, y Gaby y Agu defendían que había que sacarlos. Puse en jaque todo el proyecto, todos estaban ahí para sacarlos”, reconoce Tomás al momento de reconstruir una situación límite. “Tuvo que ver con una emoción, estar ahí, ver el pozo, era muy fuerte”, dice y recuerda las de que una exhumación es única e irrepetible: “El sentido de los antropólogos se hizo claro. Lo que al principio era una extraña rutina, un acompañamiento, tuvo sentido en relación a que estaban ahí porque ellos son especialistas en encontrar vestigios de la violencia de Estado. Y eso es muy hondo, muy serio. No era solo un proyecto artístico, familiar, o colectivo, en ese momento se descubrió y se puso de manifiesto el peso histórico, político, colectivo nacional y te diría continental del porqué estábamos ahí. Y eso fue como de golpe. Esa claridad de golpe me dejó shockeado, porque a su vez se sumaba la muerte de mi viejo de tan poco tiempo…, y ese movimiento de tierra recuerda a desenterrar cuerpos”.

Superada la discusión entre sacarlos o dejarlos en la tierra sin saber bien qué hacer con ellos, finalmente se sacaron. “Se topaba el proyecto colectivo con bienes y cosas personales, como es una biblioteca. Fue una discusión áspera. Yo insistía: ‘esto se queda así, ponemos un vidrio arriba, pero esto es’. Estaba superado emocionalmente, había cosas que estaban sucediendo muy fuerte a nivel personal, Bruna había nacido hacía poco, y se asemejaba a cómo había sido enterrada esa biblioteca…”. Cuando eso ocurrió, en 1976, Tomás era un bebé y los nacimientos se cruzaban en el entierro y desentierro de los libros. Pero había que tomar una decisión, porque era enero y podía llover en cualquier momento, y los paquetes encontrados destruirse en un instante. “Fue cuando hicimos un registro cenital, que es la foto que está en la cobertura del libro, el desplegable, esa foto fue porque dije `acepto´, pero tiene que haber un registro de alta calidad, porque esto es”.

Haber encontrado los libros enterrados después de 40 años era de por sí impactante, por lo que significaban, pero no hubiera sido lo mismo con unos de sus dueños de cuerpo presente: “En un momento se convirtió en algo muy solemne, empezó entre juegos, recuerdos y risas, y ahí cambió, seguramente con el Dardo dando vueltas le hubiera quitado la solemnidad que tuvo”.

Por Camilo Ratti
Fotografías: Rodrigo Fierro, Irina Morán y Pablo Giordana
Material audiovisual: Rodrigo Fierro y Gabriela Halac. Edición: Pablo Becerra (Área de Tecnología Educativa de la FFyH)

 


Alzogaray Vanella, Tomás; Berti, Agustín; y Halac, Gabriela. «La Biblioteca Roja. Brevísima relación de la destrucción de los libros». 144 pág. Ediciones DocumentA/Escénicas, Córdoba, 2017.
Página: https://www.facebook.com/LaBibliotecaRoja/