Mayo 2007 | Año 3. Nº 17
UNIVERSIDAD NACIONAL DE CÓRDOBA, Argentina
 


La universidad
en el Cordobazo


La Facultad puso en marcha
el Centro de Publicaciones


Archiveros participaron
en jornadas en Neuquén


Talleres de fotografía

y teatro para niños


Mabel Brizuela, premiada por su trayectoria en investigación teatral

M. Svampa: "La asamblea, como expresión de la sociedad organizada, es fundamental"

El hombre solo: caricatura, anomalía y espantajo, por Eduardo Rinesi


· El musicólogo chileno Juan Pablo González en la FFyH

· Un cine de regiones: De Lillo y la experiencia napolitana



Artes, los orígenes de la Escuela (segunda parte)

1
· La computadora, como un lápiz o un pincel
3
· La conjura de los necios, de John Kennedy Toole
5

· Ya está en marcha la Orquesta Sinfónica de la UNC

· Jornadas sobre recursos tecnológicos para la enseñanza universitaria

· Lektón, una revista de estudiantes

· Presentan un libro sobre los procesos de privatización de la vida y el conocimiento

· Se estrena "Ana" en el Cineclub Municipal

· Seminarios, cursos, encuentros
y jornadas
7

 


 


Opinión

El hombre solo: caricatura, anomalía y espantajo

“El hombre solo, que era una imposibilidad o una aberración para el pensamiento antiguo, es la forma extrema, el límite último, la posibilidad final del individuo moderno”, asegura Eduardo Rinesi en el texto que presentó en las sextas jornadas de Filosofía Política que se desarrollaron del 2 al 4 de mayo en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la UNC. Este encuentro, que llevó por título “política y soledad”, reunió a investigadores de distintas casas de estudio del país y del exterior y contó con el auspicio de la revista “Nombres” y del Centro de Investigaciones de la Facultad, además de la participación en la organización del Área de Filosofía de la Universidad Nacional de General Sarmiento. Rinesi, precisamente, es director del Instituto del
Desarrollo Humano de esa Universidad, donde investiga y también
enseña sobre problemas de filosofía política y teoría social. Su último libro -publicado en el 2003- se llama "Política y tragedia. Hamlet, entre Hobbes y Maquiavelo". A continuación, Alfilo reproduce el texto de su ponencia, una de las más destacadas entre los casi sesenta trabajos que se expusieron este año en las jornadas.

No es fácil pensar en la articulación que propone el título de estas jornadas: “Política y soledad”, y no lo es por la razón, bastante obvia, de que la política, la existencia misma del lazo al que solemos llamar con ese nombre, requiere que los hombres no estén solos. No estén, por lo menos, totalmente solos. Hace una punta de años el viejo Aristóteles anotaba que los hombres realizan su naturaleza en la interacción, lingüísticamente mediada, con los otros, y que fuera de esa interacción –es decir, fuera de la polis– sólo existen las bestias y los dioses. Es cierto que hoy nadie diría eso de ese modo ni de ningún otro, que la forma moderna de pensar la política empieza justamente cuando la idea aristotélica sobre la naturaleza política del hombre es reemplazada por la idea hobbesiana sobre su carácter agresivo y belicoso y que es precisamente a partir de ese momento que las distintas modulaciones que asumen en la filosofía y la literatura aquellas dos figuras que el autor de la Política dejaba fuera de los límites de la ciudad (la del hombre-bestia y la del hombre-Dios) empiezan a resultar más sugerentes. Es que, entre otras cosas, la posibilidad misma de pensar esas distintas modulaciones es inseparable de la gran revolución cultural e intelectual que alumbró la figura –típicamente moderna– del individuo, del hombre recortado de los otros y que eventualmente, cuando se vuelve, como aquí nos interesa considerarlo, un individuo solo, un solitario, se separa, se opone y hasta se enfrenta con su comunidad. El hombre solo, que era una imposibilidad o una aberración para el pensamiento antiguo, es la forma extrema, el límite último, la posibilidad final del individuo moderno.

Pero una “posibilidad final” que, al mismo tiempo, jamás podría universalizarse: que sólo puede realizarse como excepción o (de nuevo) en los márgenes de la vida social organizada, que está organizada exactamente contra esa posibilidad escandalosa y contra el peligro de su generalización. Así, cabría tal vez pensar al hombre solo como una suerte de “tipo ideal”, en el sentido weberiano (esto es: como una caricatura), del individuo moderno. Toda la filosofía política moderna pensó teniendo a la vista esa caricatura, pero también, y al mismo tiempo, tratando de matizarla, de limarle los bordes demasiado ásperos, de hacerla compatible con los imperativos de la vida social. Así, el hombre hobbesiano empieza por ser un solitario perfecto y un misántropo cabal, pero al cabo de unos cuantos capítulos ha entendido razones, admitido que es mucho peor estar solo que mal acompañado y aceptado el precio de los indudables beneficios de la vida en común. Así, también, el hombre lockeano empieza su jornada cazando venados o recogiendo bellotas para paliar su hambre individual, pero le lleva todavía menos tiempo contraer con sus congéneres todo tipo de complejas relaciones de cooperación. El pensamiento político moderno empieza por emancipar al individuo de sus viejas ataduras comunitarias, pronto descubre que ha forjado un monstruo, que ese individuo así autonomizado (cuya forma última, cuya forma extrema y radical, cuya caricatura, insisto, es la figura del hombre solo que aquí nos interesa) es inadmisible y peligroso, porque es incompatible con cualquier forma del orden social, incluso con la más laica y secular, y termina entonces reintegrando ese espantajo, via una cantidad de figuras que todos conocemos bien (el contrato, el Leviatán, el imperativo categórico), a una asociación de orden superior.

Así pues, el hombre solo, caricatura o forma extrema del individuo moderno, es a un tiempo la figura que permite pensar un orden político pos-comunitario y el fantasma contra el cual ese orden no cesa, no puede cesar, de instituirse. Pensemos en la figura del fool hobbesiano, tal vez una de las formas más emblemáticas de la imagen del hombre solo en la filosofía política moderna. El fool hobbesiano es una figura interesante porque es la figura del individuo que lleva al límite su radical separación de cualquier forma de comunidad: el fool no integra ni siquiera (mejor: es el que no integra ni siquiera) la comunidad universal de lectores racionales (de lectores racionales de los argumentos del Leviatán y de lectores racionales de los decretos del Leviatán) necesaria para el normal funcionamiento de la vida social. Así, la figura del fool es al mismo tiempo, en el sistema de Hobbes, residual y decisiva. Residual: porque el supuesto de Hobbes es que los hombres no son, en principio, lectores ni ciudadanos necios. Decisiva: porque basta imaginar la posibilidad de que un solo hombre sí lo sea, de que un solo hombre se reserve el derecho a no entender la parte que no le conviene entender de los argumentos de Hobbes o de los decretos del Estado (de que un solo hombre, en otras palabras, se decida a asumir absolutamente esa radical independencia que la propia filosofía de Hobbes no puede dejar de suponerle como punto de partida), para advertir hasta qué punto la estabilidad misma de ese Estado está en peligro permanente. Así, el propio orden social se levanta al mismo tiempo, en Hobbes, sobre la hipótesis de la existencia de individuos autónomos y libres y contra la temible posibilidad de que alguno de esos individuos se tome esa autonomía y esa libertad tan a pecho (se vuelva tan igual a su caricatura) como para no suponer que tiene con el mantenimiento de ese orden ninguna obligación.

Dos palabras sobre esta idea de caricatura, con la que he venido insistiendo desde el comienzo. La tomo, sin mayores precauciones, del Lukács de los Ensayos sobre el realismo, lindísimo texto donde el filósofo húngaro opone la presunta objetividad de las descripciones –parciales e ineficaces, dice– del naturalismo literario, a la capacidad de la gran literatura realista para restablecer una mirada “total” sobre el mundo precisamente a través del artificio de deformar y en cierto sentido empobrecer la realidad que pinta, como hacen tanto el caricaturista como el sociólogo weberiano constructor de “tipos”, para poder, por medio de –y gracias a– esas deformaciones y simplificaciones, alcanzar más rectamente la verdad. En este sentido, la verdad del individuo moderno (estoy tratando de sugerir) no está en la existencia empírica de esos individuos nunca-del-todo-solos (y por lo tanto nunca-del-todo-individuos) que somos todos, sino en esa caricatura del individuo plenamente solo que los grandes filósofos políticos modernos concibieron, de modo intencional y militantemente contrafáctico, o bien como una pura hipótesis lógica (como una conjetura que ocupaba un lugar en un desarrollo teórico que después, al avanzar, la dejaba tranquilizadoramente atrás), o bien como un caso marginal, como una anomalía indeseable, en la vida de las sociedades ya organizadas. En la primera de esas dos funciones, la caricatura del hombre solo tiene una función “arquitectónica”: la sociedad se construye a partir de él, en la medida en que logra dejarlo atrás. En la segunda de esas dos funciones, tiene una función que llamaré “agonal”: la sociedad se construye en contra de él, en la medida en que logra dejarlo fuera. En el primer caso, el hombre solo es la célula base de la sociedad; en el segundo, recorre el andarivel que conduce de la figura del enemigo del pueblo a la del chivo expiatorio de sus males.

Y así, casi insensiblemente, hemos empezado a hablar de literatura. No está mal, dado que de hecho hay algo de eso en las construcciones teóricas de los autores que hemos mencionado hasta acá. En efecto, precisamente porque el objetivo de estos autores (como ha observado Althusser oponiéndolos a otros, posteriores) no es descriptivo, sino polémico, precisamente porque lo que estos autores se proponen no es comprender todos los hechos del mundo, sino fundar un mundo nuevo, sus argumentos pueden y deben tomar distancia del mundo “tal cual es” para construir hipótesis lógicas –por cierto que no carentes de brillo literario– que buscan, contra la evidencia de los hechos, sentar las bases de una sociedad distinta. Es que la literatura (incluida lo que propongo llamar aquí la “pequeña literatura” contenida, como conjunto de hipótesis, escenas y personajes más o menos ficcionales, en el interior de un cuerpo teórico) presenta, respecto a las teorías que se proponen describir o explicar el mundo, dos grandes diferencias. Una es la que ya indicamos: la literatura no trabaja con situaciones empíricas, sino con estilizaciones que permiten prestar menos atención a los detalles y más a lo fundamental. La otra es que, precisamente por eso, la literatura puede adelantarse a su tiempo y ayudarnos a pensar situaciones que el mundo todavía no presenta. A diferencia de las llamadas “ciencias sociales”, y a diferencia también de la razón filosófica que levanta vuelo –según una imagen célebre– sólo después de que las cosas ya pasaron, la literatura (incluida, insisto, la que eventualmente habita la teoría) no piensa sobre las cosas hechas, cristalizadas y sedimentadas en la historia, sino sobre las tensiones vivas de su presente, del que se desprenden tendencias o posibilidades a las que puede atrapar, antes incluso de que se concreten, de que se materialicen, de que se vuelvan realidad social y actualidad histórica, en su ser pura posibilidad.

Por eso (y para sólo apuntar un ejemplo), sería una mala crítica a la interpretación del pensamiento de Hobbes propuesta por el profesor Macpherson la que señalara que el “estado de naturaleza” descripto en el Leviatán no podría ser la metáfora de una sociedad civil burguesa hecha de hombres individualistas y posesivos porque semejante sociedad y semejantes hombres no existían todavía en la Inglaterra del siglo XVII. A Macpherson se le pueden y deben criticar muchas cosas, pero me parece que no ésta. Hobbes vivió en una sociedad atravesada por la contradicción y los conflictos; percibió, sin duda, el conjunto de tendencias que se entrecruzaban en ese conflictivo presente histórico en el que vivía, y es perfectamente posible (al menos eso podría argumentar quien quisiera defender la tesis de Macpherson) que con su figura del “estado de naturaleza” haya querido estilizar, no la contradictoria sociedad que tenía ante los ojos, sino el tipo de sociedad que advertía que iba a imponerse si una de esas tendencias, cuya fuerza tenía la sensibilidad suficiente como para percibir, terminaba –como, en efecto, terminó– por triunfar sobre las otras. La descripción del estado de naturaleza que realiza Hobbes es (ya lo dijimos) contrafáctica, conjetural, literaria. Una pequeña pieza de literatura no naturalista dentro de una gran construcción teórica de tipo lógico-jurídico. En eso radica (ya lo dijimos también) su capacidad para hacernos ver, mucho mejor que lo que lo habría hecho cualquier descripción empírica, el corazón del problema que quiere presentarnos, y en eso radica también (que es lo que estamos agregando ahora) su capacidad para adelantarse a su tiempo y permitirnos pensar el entramado político de situaciones muy posteriores a la coyuntura histórica en la que escribió.

Y si esto ocurre con la “pequeña literatura” que habita, según estoy proponiendo, el cuerpo de las teorías de un Hobbes o de un Locke (o de un Grocio o de un Pufendorf: el que sea), ¿con cuánta más razón no habría de ocurrir con la “gran literatura” (la de los poetas y los dramaturgos) que les es contemporánea, o incluso un poco anterior? En otras ocasiones hemos discutido con muchos de ustedes, y no cometeré el abuso de confianza de aburrirlos otra vez con esto, la posibilidad de pensar la situación de la Dinamarca de Hamlet, por ejemplo, como una estilización o una estetización avant la lettre de las mismas situaciones que también permitiría pensar, bastante después, la ya comentada categoría hobbesiana de “estado de naturaleza”, situaciones que sólo se verificarían en la historia política inglesa varias décadas más tarde. O la de pensar la figura del joven Horacio, amigo del príncipe y estudiante de la avanzada Universidad de Wittenberg, como una representación anticipada de la imagen del intelectual racionalista que ocuparía el centro de la escena intelectual europea –encarnado en el propio Hobbes, en Descartes, en Spinoza– entre cuarenta y sesenta años después de que Shakespeare la imaginara. Pero aquí no me propongo volver sobre esa célebre tragedia shakespeareana, en la que no encuentro (yo no encuentro: es posible que los haya) grandes motivos de inspiración para pensar el problema de la relación entre política y soledad que hoy nos ocupa. En cambio, me gustaría terminar estas consideraciones diciendo dos palabras sobre todo lo que sí nos permite pensar sobre esa relación esa gran pintura del hombre solo, del individuo moderno (diría entonces, para retomar mi hipótesis principal) en su forma más extrema, más radical, más caricaturesca, que nos ha dado Shakespeare, en El mercader de Venecia, en la poderosa figura del judío Shylock.

Que constituye, en efecto, una gran caricatura, una anticipatoria representación (estamos a fines del siglo XVI) del individuo liberal-burgués moderno, y esto –como el profesor canadiense Edward Andrew ha mostrado muy bien– en un doble sentido. En primer lugar, como encarnación del “individualismo posesivo” del que, recordando al viejo McPherson, hablábamos recién: Shylock se obstina en cobrar la libra de carne del mercader Antonio por la simple razón de que esa libra de carne es suya, distingue –en términos perfectamente modernos– entre la caridad y la justicia, y reclama, solo, pero con todo el derecho y la razón de su lado, el cumplimiento de un contrato suscripto por dos voluntades libres. Contra los arcaicos valores de sus adversarios cristianos, Shylock encarna emblemáticamente, en la más perfecta soledad, con toda la ciudad en su contra, los modernos valores de la civilidad burguesa. En segundo lugar, y al mismo tiempo, como expresión de una forma de la diferencia –la diferencia religiosa– que por cierto no consigue superar, en la pieza de Shakespeare, la tremenda intolerancia de la mayoría cristiana de la ciudad, y que será un tema de las luchas políticas europeas durante todo el siglo siguiente. La provocadora hipótesis del libro de Andrew (cuyo título, Shy-lock’s Rights, juega con el nombre del personaje de Shakespeare y el apellido del autor de la Carta sobre la tolerancia) es que El mercader... puede pensarse como una representación anticipada –ya postulamos que en esto radica una de las potencias de la literatura– de las luchas religiosas inglesas de la segunda mitad del siglo XVII: bastaría trocar la mayoría cristiana por la anglicana, y la minoría judía por la disidente.

Recortados sobre el telón de fondo de una cosmovisión medieval que no les era nada hospitalaria, el individualismo posesivo y el derecho a la diferencia religiosa que expresa Shylock (y que mucho después sistematizará Locke) se manifiestan entonces en su radical soledad en un mundo francamente hostil. El hombre solo –decíamos–: caricatura, amplificación literaria, forma extrema o verdad última del individuo moderno en el momento en que ese individuo, arrancado de las entrañas de la comunidad medieval, todavía no ha sido reintegrado al seno del orden social por la fuerza disciplinadora de las instituciones modernas. Por eso nos interesa sorprenderlo, in status nascendi, en la literatura y la filosofía política de esos años del Renacimiento europeo. Pero también –y también lo señalábamos–: amenaza y peligro para la comunidad, que no cesa de instituirse contra la permanente afrenta que representa el hombre solo, el disidente, el otro. Es así que la comunidad de Venecia, en la pieza de Shakespeare, aplica sobre ese característico chivo expiatorio que es el judío toda la implacable fuerza de sus convenciones y sus convicciones, que son, por cierto, todo lo contrario de misericordiosas y clementes. Porque Shylock es antipático y cruel, sin duda, pero nadie puede dejar de ver que los cristianos son peores (son mucho peores, porque son peores pretendiendo ser mejores). Por eso, detrás de su derrota, y a pesar y a través de ella, la figura del judío Shylock (la figura, más en general, de cualquier hombre solo y derrotado) nos sigue diciendo algo que todo pensamiento sobre la política debe saber escuchar: que ningún orden social “cierra” jamás, que la justicia no es cosa de este mundo, y que, precisamente por eso, no podemos dejar de buscarla.

Eduardo Rinesi