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Opinión
El hombre solo: caricatura, anomalía y espantajo
“El hombre solo, que era una imposibilidad
o una aberración para el pensamiento antiguo, es la forma
extrema, el límite último, la posibilidad final del
individuo moderno”, asegura Eduardo Rinesi en el texto que
presentó en las sextas jornadas de Filosofía Política
que se desarrollaron del 2 al 4 de mayo en la Facultad de Filosofía
y Humanidades de la UNC. Este encuentro, que llevó por título
“política y soledad”, reunió a investigadores
de distintas casas de estudio del país y del exterior y contó
con el auspicio de la revista “Nombres” y del Centro
de Investigaciones de la Facultad, además de la participación
en la organización del Área de Filosofía de
la Universidad Nacional de General Sarmiento. Rinesi, precisamente,
es director del Instituto del
Desarrollo Humano de esa Universidad, donde investiga y también
enseña sobre problemas de filosofía política
y teoría social. Su último libro -publicado en el
2003- se llama "Política y tragedia. Hamlet, entre Hobbes
y Maquiavelo". A continuación, Alfilo reproduce el texto
de su ponencia, una de las más destacadas entre los casi
sesenta trabajos que se expusieron este año en las jornadas.
No es fácil pensar en la articulación
que propone el título de estas jornadas: “Política
y soledad”, y no lo es por la razón, bastante obvia,
de que la política, la existencia misma del lazo al que solemos
llamar con ese nombre, requiere que los hombres no estén
solos. No estén, por lo menos, totalmente solos.
Hace una punta de años el viejo Aristóteles anotaba
que los hombres realizan su naturaleza en la interacción,
lingüísticamente mediada, con los otros, y que fuera
de esa interacción –es decir, fuera de la polis–
sólo existen las bestias y los dioses. Es cierto que hoy
nadie diría eso de ese modo ni de ningún otro, que
la forma moderna de pensar la política empieza justamente
cuando la idea aristotélica sobre la naturaleza política
del hombre es reemplazada por la idea hobbesiana sobre su carácter
agresivo y belicoso y que es precisamente a partir de ese momento
que las distintas modulaciones que asumen en la filosofía
y la literatura aquellas dos figuras que el autor de la Política
dejaba fuera de los límites de la ciudad (la del hombre-bestia
y la del hombre-Dios) empiezan a resultar más sugerentes.
Es que, entre otras cosas, la posibilidad misma de pensar esas distintas
modulaciones es inseparable de la gran revolución cultural
e intelectual que alumbró la figura –típicamente
moderna– del individuo, del hombre recortado de los
otros y que eventualmente, cuando se vuelve, como aquí nos
interesa considerarlo, un individuo solo, un solitario,
se separa, se opone y hasta se enfrenta con su comunidad. El hombre
solo, que era una imposibilidad o una aberración para el
pensamiento antiguo, es la forma extrema, el límite último,
la posibilidad final del individuo moderno.
Pero una “posibilidad final” que, al
mismo tiempo, jamás podría universalizarse: que sólo
puede realizarse como excepción o (de nuevo) en los márgenes
de la vida social organizada, que está organizada exactamente
contra esa posibilidad escandalosa y contra el peligro de su
generalización. Así, cabría tal vez pensar
al hombre solo como una suerte de “tipo ideal”,
en el sentido weberiano (esto es: como una caricatura),
del individuo moderno. Toda la filosofía política
moderna pensó teniendo a la vista esa caricatura, pero también,
y al mismo tiempo, tratando de matizarla, de limarle los bordes
demasiado ásperos, de hacerla compatible con los imperativos
de la vida social. Así, el hombre hobbesiano empieza
por ser un solitario perfecto y un misántropo cabal, pero
al cabo de unos cuantos capítulos ha entendido razones, admitido
que es mucho peor estar solo que mal acompañado
y aceptado el precio de los indudables beneficios de la vida en
común. Así, también, el hombre lockeano empieza
su jornada cazando venados o recogiendo bellotas para paliar su
hambre individual, pero le lleva todavía menos tiempo contraer
con sus congéneres todo tipo de complejas relaciones de cooperación.
El pensamiento político moderno empieza por emancipar al
individuo de sus viejas ataduras comunitarias, pronto descubre que
ha forjado un monstruo, que ese individuo así autonomizado
(cuya forma última, cuya forma extrema y radical, cuya caricatura,
insisto, es la figura del hombre solo que aquí nos interesa)
es inadmisible y peligroso, porque es incompatible con cualquier
forma del orden social, incluso con la más laica y secular,
y termina entonces reintegrando ese espantajo, via una cantidad
de figuras que todos conocemos bien (el contrato, el Leviatán,
el imperativo categórico), a una asociación de orden
superior.
Así pues, el hombre solo, caricatura
o forma extrema del individuo moderno, es a un tiempo la figura
que permite pensar un orden político pos-comunitario y el
fantasma contra el cual ese orden no cesa, no puede cesar, de instituirse.
Pensemos en la figura del fool hobbesiano, tal vez una
de las formas más emblemáticas de la imagen del hombre
solo en la filosofía política moderna. El fool
hobbesiano es una figura interesante porque es la figura del individuo
que lleva al límite su radical separación de cualquier
forma de comunidad: el fool no integra ni siquiera (mejor:
es el que no integra ni siquiera) la comunidad universal de lectores
racionales (de lectores racionales de los argumentos del Leviatán
y de lectores racionales de los decretos del Leviatán) necesaria
para el normal funcionamiento de la vida social. Así, la
figura del fool es al mismo tiempo, en el sistema de Hobbes,
residual y decisiva. Residual: porque el supuesto de Hobbes es que
los hombres no son, en principio, lectores ni ciudadanos
necios. Decisiva: porque basta imaginar la posibilidad de que un
solo hombre sí lo sea, de que un solo hombre se reserve
el derecho a no entender la parte que no le conviene entender de
los argumentos de Hobbes o de los decretos del Estado (de que un
solo hombre, en otras palabras, se decida a asumir absolutamente
esa radical independencia que la propia filosofía de Hobbes
no puede dejar de suponerle como punto de partida), para advertir
hasta qué punto la estabilidad misma de ese Estado está
en peligro permanente. Así, el propio orden social se levanta
al mismo tiempo, en Hobbes, sobre la hipótesis de la existencia
de individuos autónomos y libres y contra la temible posibilidad
de que alguno de esos individuos se tome esa autonomía y
esa libertad tan a pecho (se vuelva tan igual a su caricatura) como
para no suponer que tiene con el mantenimiento de ese orden ninguna
obligación.
Dos palabras sobre esta idea de caricatura, con
la que he venido insistiendo desde el comienzo. La tomo, sin mayores
precauciones, del Lukács de los Ensayos sobre el realismo,
lindísimo texto donde el filósofo húngaro opone
la presunta objetividad de las descripciones –parciales e
ineficaces, dice– del naturalismo literario, a la
capacidad de la gran literatura realista para restablecer una mirada
“total” sobre el mundo precisamente a través
del artificio de deformar y en cierto sentido empobrecer la realidad
que pinta, como hacen tanto el caricaturista como el sociólogo
weberiano constructor de “tipos”, para poder, por
medio de –y gracias a– esas deformaciones y simplificaciones,
alcanzar más rectamente la verdad. En este sentido, la verdad
del individuo moderno (estoy tratando de sugerir) no está
en la existencia empírica de esos individuos nunca-del-todo-solos
(y por lo tanto nunca-del-todo-individuos) que somos todos, sino
en esa caricatura del individuo plenamente solo que los
grandes filósofos políticos modernos concibieron,
de modo intencional y militantemente contrafáctico, o
bien como una pura hipótesis lógica (como una
conjetura que ocupaba un lugar en un desarrollo teórico que
después, al avanzar, la dejaba tranquilizadoramente atrás),
o bien como un caso marginal, como una anomalía
indeseable, en la vida de las sociedades ya organizadas. En la primera
de esas dos funciones, la caricatura del hombre solo tiene una función
“arquitectónica”: la sociedad se construye a
partir de él, en la medida en que logra dejarlo atrás.
En la segunda de esas dos funciones, tiene una función que
llamaré “agonal”: la sociedad se construye en
contra de él, en la medida en que logra dejarlo fuera.
En el primer caso, el hombre solo es la célula base de la
sociedad; en el segundo, recorre el andarivel que conduce de la
figura del enemigo del pueblo a la del chivo expiatorio de sus males.
Y así, casi insensiblemente, hemos empezado
a hablar de literatura. No está mal, dado que de hecho hay
algo de eso en las construcciones teóricas de los autores
que hemos mencionado hasta acá. En efecto, precisamente porque
el objetivo de estos autores (como ha observado Althusser oponiéndolos
a otros, posteriores) no es descriptivo, sino polémico, precisamente
porque lo que estos autores se proponen no es comprender todos los
hechos del mundo, sino fundar un mundo nuevo, sus argumentos pueden
y deben tomar distancia del mundo “tal cual es” para
construir hipótesis lógicas –por cierto que
no carentes de brillo literario– que buscan, contra
la evidencia de los hechos, sentar las bases de una sociedad distinta.
Es que la literatura (incluida lo que propongo llamar aquí
la “pequeña literatura” contenida, como conjunto
de hipótesis, escenas y personajes más o menos ficcionales,
en el interior de un cuerpo teórico) presenta, respecto a
las teorías que se proponen describir o explicar el mundo,
dos grandes diferencias. Una es la que ya indicamos: la literatura
no trabaja con situaciones empíricas, sino con estilizaciones
que permiten prestar menos atención a los detalles y más
a lo fundamental. La otra es que, precisamente por eso,
la literatura puede adelantarse a su tiempo y ayudarnos
a pensar situaciones que el mundo todavía no presenta. A
diferencia de las llamadas “ciencias sociales”, y a
diferencia también de la razón filosófica que
levanta vuelo –según una imagen célebre–
sólo después de que las cosas ya pasaron, la literatura
(incluida, insisto, la que eventualmente habita la teoría)
no piensa sobre las cosas hechas, cristalizadas y sedimentadas en
la historia, sino sobre las tensiones vivas de su presente, del
que se desprenden tendencias o posibilidades a las que puede atrapar,
antes incluso de que se concreten, de que se materialicen, de que
se vuelvan realidad social y actualidad histórica, en su
ser pura posibilidad.
Por eso (y para sólo apuntar un ejemplo),
sería una mala crítica a la interpretación
del pensamiento de Hobbes propuesta por el profesor Macpherson la
que señalara que el “estado de naturaleza” descripto
en el Leviatán no podría ser la metáfora
de una sociedad civil burguesa hecha de hombres individualistas
y posesivos porque semejante sociedad y semejantes hombres no existían
todavía en la Inglaterra del siglo XVII. A Macpherson se
le pueden y deben criticar muchas cosas, pero me parece que no ésta.
Hobbes vivió en una sociedad atravesada por la contradicción
y los conflictos; percibió, sin duda, el conjunto de tendencias
que se entrecruzaban en ese conflictivo presente histórico
en el que vivía, y es perfectamente posible (al menos eso
podría argumentar quien quisiera defender la tesis de Macpherson)
que con su figura del “estado de naturaleza” haya querido
estilizar, no la contradictoria sociedad que tenía ante los
ojos, sino el tipo de sociedad que advertía que iba a
imponerse si una de esas tendencias, cuya fuerza tenía la
sensibilidad suficiente como para percibir, terminaba –como,
en efecto, terminó– por triunfar sobre las otras.
La descripción del estado de naturaleza que realiza Hobbes
es (ya lo dijimos) contrafáctica, conjetural, literaria.
Una pequeña pieza de literatura no naturalista dentro de
una gran construcción teórica de tipo lógico-jurídico.
En eso radica (ya lo dijimos también) su capacidad para hacernos
ver, mucho mejor que lo que lo habría hecho cualquier descripción
empírica, el corazón del problema que quiere presentarnos,
y en eso radica también (que es lo que estamos agregando
ahora) su capacidad para adelantarse a su tiempo y permitirnos pensar
el entramado político de situaciones muy posteriores a la
coyuntura histórica en la que escribió.
Y si esto ocurre con la “pequeña literatura”
que habita, según estoy proponiendo, el cuerpo de las teorías
de un Hobbes o de un Locke (o de un Grocio o de un Pufendorf: el
que sea), ¿con cuánta más razón no habría
de ocurrir con la “gran literatura” (la de los poetas
y los dramaturgos) que les es contemporánea, o incluso un
poco anterior? En otras ocasiones hemos discutido con muchos de
ustedes, y no cometeré el abuso de confianza de aburrirlos
otra vez con esto, la posibilidad de pensar la situación
de la Dinamarca de Hamlet, por ejemplo, como una estilización
o una estetización avant la lettre de las mismas
situaciones que también permitiría pensar, bastante
después, la ya comentada categoría hobbesiana de “estado
de naturaleza”, situaciones que sólo se verificarían
en la historia política inglesa varias décadas más
tarde. O la de pensar la figura del joven Horacio, amigo del príncipe
y estudiante de la avanzada Universidad de Wittenberg, como una
representación anticipada de la imagen del intelectual racionalista
que ocuparía el centro de la escena intelectual europea –encarnado
en el propio Hobbes, en Descartes, en Spinoza– entre cuarenta
y sesenta años después de que Shakespeare la imaginara.
Pero aquí no me propongo volver sobre esa célebre
tragedia shakespeareana, en la que no encuentro (yo no
encuentro: es posible que los haya) grandes motivos de inspiración
para pensar el problema de la relación entre política
y soledad que hoy nos ocupa. En cambio, me gustaría terminar
estas consideraciones diciendo dos palabras sobre todo lo que sí
nos permite pensar sobre esa relación esa gran pintura del
hombre solo, del individuo moderno (diría entonces, para
retomar mi hipótesis principal) en su forma más extrema,
más radical, más caricaturesca, que nos ha dado Shakespeare,
en El mercader de Venecia, en la poderosa figura del judío
Shylock.
Que constituye, en efecto, una gran caricatura,
una anticipatoria representación (estamos a fines del siglo
XVI) del individuo liberal-burgués moderno, y esto –como
el profesor canadiense Edward Andrew ha mostrado muy bien–
en un doble sentido. En primer lugar, como encarnación del
“individualismo posesivo” del que, recordando al viejo
McPherson, hablábamos recién: Shylock se obstina en
cobrar la libra de carne del mercader Antonio por la simple
razón de que esa libra de carne es suya, distingue –en
términos perfectamente modernos– entre la caridad y
la justicia, y reclama, solo, pero con todo el derecho
y la razón de su lado, el cumplimiento de un contrato suscripto
por dos voluntades libres. Contra los arcaicos valores de sus adversarios
cristianos, Shylock encarna emblemáticamente, en la más
perfecta soledad, con toda la ciudad en su contra, los modernos
valores de la civilidad burguesa. En segundo lugar, y al mismo tiempo,
como expresión de una forma de la diferencia –la diferencia
religiosa– que por cierto no consigue superar, en la pieza
de Shakespeare, la tremenda intolerancia de la mayoría cristiana
de la ciudad, y que será un tema de las luchas políticas
europeas durante todo el siglo siguiente. La provocadora hipótesis
del libro de Andrew (cuyo título, Shy-lock’s Rights,
juega con el nombre del personaje de Shakespeare y el apellido del
autor de la Carta sobre la tolerancia) es que El mercader...
puede pensarse como una representación anticipada –ya
postulamos que en esto radica una de las potencias de la literatura–
de las luchas religiosas inglesas de la segunda mitad del siglo
XVII: bastaría trocar la mayoría cristiana por la
anglicana, y la minoría judía por la disidente.
Recortados sobre el telón de fondo de una
cosmovisión medieval que no les era nada hospitalaria, el
individualismo posesivo y el derecho a la diferencia religiosa que
expresa Shylock (y que mucho después sistematizará
Locke) se manifiestan entonces en su radical soledad en un mundo
francamente hostil. El hombre solo –decíamos–:
caricatura, amplificación literaria, forma extrema o verdad
última del individuo moderno en el momento en que ese individuo,
arrancado de las entrañas de la comunidad medieval, todavía
no ha sido reintegrado al seno del orden social por la fuerza disciplinadora
de las instituciones modernas. Por eso nos interesa sorprenderlo,
in status nascendi, en la literatura y la filosofía
política de esos años del Renacimiento europeo. Pero
también –y también lo señalábamos–:
amenaza y peligro para la comunidad, que no cesa de instituirse
contra la permanente afrenta que representa el hombre solo, el disidente,
el otro. Es así que la comunidad de Venecia, en la pieza
de Shakespeare, aplica sobre ese característico chivo expiatorio
que es el judío toda la implacable fuerza de sus convenciones
y sus convicciones, que son, por cierto, todo lo contrario de misericordiosas
y clementes. Porque Shylock es antipático y cruel, sin duda,
pero nadie puede dejar de ver que los cristianos son peores (son
mucho peores, porque son peores pretendiendo ser mejores).
Por eso, detrás de su derrota, y a pesar y a través
de ella, la figura del judío Shylock (la figura, más
en general, de cualquier hombre solo y derrotado) nos sigue
diciendo algo que todo pensamiento sobre la política debe
saber escuchar: que ningún orden social “cierra”
jamás, que la justicia no es cosa de este mundo, y que, precisamente
por eso, no podemos dejar de buscarla.
Eduardo Rinesi
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